Una Tradición Güinera contada camino al ingenio La Alejandría por Anselmo Suárez y Romero y publicada por Raimundo Cabrera en 1894. Había entre los antiguos vecinos de la villa del Mayabeque (Güines) la costumbre de visitar los ingenios cercanos durante el período de la zafra.
Se organizaban alegres caravanas; jóvenes de ambos sexos, ancianos y niños, en número considerable, caían como avalancha en el batey de las fincas y entre risas y algazara acometían á la pila de cañas, librando buena cantidad de las mazas del trapiche; invadían la casa de calderas para beber en güiros el guarapo caliente, arrancaban del pilón pedazos de sabrosa raspadura y á la caída de la noche, ó a la luz de la luna, regresaban á la población, —á pie— atronando el espacio con gritos, carcajadas y canciones entonadas en coro.
El administrador los recibía y despedía siempre con agrado: para el dueño de aquellas haciendas dotadas con doscientos ó trescientos negros ¿Qué importaban tales despilfarros…?
La guerra, la abolición de la esclavitud, el nuevo sistema fabril é industrial de los ingenios, divididos hoy en colonias cultivadas por braceros libres, ó el cambio general que en menos de treinta años se ha operado en las costumbres campesinas, no han dejado vestigios de las alegres giras que eran tan frecuentes en la época de mi niñez.
Era yo colegial y disfrutaba con delicia de los placeres de la vacación, cuando asistí al último paseo de esa especie de que hago memoria.
Tomaba parte en él, ó mejor dicho, lo presidía descollando por sus atractivos personales y su amena conversación, Anselmo Suárez y Romero. —Nos dirigíamos al ingenio Alejandría, distante una media legua del poblado, que por su proximidad y por la proverbial hospitalidad de sus propietarios, —los Mora, —era el más generalmente invadido por los paseantes.
Á la orilla del camino se elevaba altísima palma en cuyo tronco —á la altura de poco más de dos metros —se observaban cierto número de grietas rectas, paralelas ó cruzadas entre sí, como si hubiesen sido hechas con una hoja de cortante acero.
Los bordes obscuros y endurecidos revelaban que el tiempo y el crecimiento de la planta no habían podido borrar aquellas líneas trazadas con golpe vigoroso sobre la corteza.
— ¿Conocen ustedes la historia de ese árbol?, preguntó Anselmo Suárez, atrayendo sobre él la atención general. — Y en seguida nos agrupamos para oír en silencio el relato.
— Hace muchos años. dijo, vivía en estas cercanías un sitiero llamado D. Pablo. Laborioso, honrado y bueno, no había cometido más falta en el mundo que la que yo he cometido; no casarse.
Pero, ocurrió que en uno de los sitios colindantes murieron, casi al mismo tiempo, un marido y su mujer, dejando huérfano y falto de toda clase de apoyo y de parientes á un chicuelo de cinco años.
D. Pablo, ejerciendo la caridad sencilla del campesino, que no busca recompensa en la publicidad, sino en el mudo aplauso de los corazones buenos, recogió al chiquillo, lo prohijó, cifró en él todos sus cuidados y afecciones y el muchacho creció á su lado rozagante y buen mozo, respetuoso y cumplido, dando á su benefactor el titulo de taita.
Si el viejo era conocido por su dedicación al trabajo y su probidad, el mancebo no lo era menos, pero no había en la comarca guajiro más apuesto, quien tuviese un potro más retozón y veloz que el suyo, mejores arreos de plata, ni otro que puntease el tiple é improvisase décimas criollas con más gracia.
No sé cómo ni porqué, pues la tradición no lo explica, vino á establecerse en una de las estancias de las inmediaciones, una viuda hermosa y morena, que puso con su donaire y sus zalamerías en conmoción á todos los labradores, solteros, viudos… y casados, en seis leguas á la redonda.
D. Pablo no fué el menos tocado por la flecha del Dios ciego. El buen solterón pagó todas sus culpas ante aquella deidad á quien, naturalmente, no habían de atraer las seducciones del viejo. Por el contrario, la viuda fijó sus ojos y extremó sus coqueterías con el muchacho, aprisionándolo entre sus redes tentadoras.
¿Cómo no habían de impresionarla los ojos brillantes del apuesto guajiro, su arrogante actitud sobre el caballo, su gracia y agilidad en el zapateo, las notas harmoniosas de su tiple y las tonadas de sus amorosas improvisaciones? Ni ¿Cómo el inexperto joven podría sustraerse á los atractivos de sirena de una mujer de treinta años, de talle y seno robustos, en toda la plenitud de la belleza femenil?
Ocultaba el mozo estas relaciones temeroso de amargar la vejez de su buen taita. Sostenía su corazón la lucha cruel de los dos sentimientos que le dominaban: el de la gratitud filial y el del amor, que se sobrepone á todo.
Cruzaba una noche este camino en dirección á la casa de la viuda, ganoso de no faltar á una de sus citas clandestinas, cuando, surgiendo inopinadamente de entre las cercas de piñón y el ramaje, se le interpuso D. Pablo. —¡Defiéndete!— dijo el viejo tirando con furia de su machete.
El mancebo no respondió una palabra; se recostó sobre esa palma; se cruzó de brazos en la actitud del niño sumiso y obediente que recibe una reprensión de su padre y sufrió en esa posición los golpes que sin piedad le asestó el anciano cegado por los celos y la rabia.
La punta del machete, mal dirigido, se clavaba en la dura corteza y dejó esas huellas que el tiempo no ha podido borrar, pero, que el crecimiento del árbol ha elevado á una altura superior á la de un hombre.
Desangrado y desfallecido cayó al suelo el pobre joven y don Pablo, creyéndole muerto, se alejó maldiciéndolo, y desapareció para siempre de estos lugares.
En la mañana siguiente, los caminantes encontraron tendido al pié de la palma, acribillado el cuerpo de machetazos, al infeliz muchacho que sobrevivió dos días, y que pudo referir como había sido asaltado. —Pero, cuando la Justicia y sus amigos le preguntaron quién lo hirió respondió obstinadamente: — ¡Mi desgracia!
Murió llevándose al sepulcro el nombre de su rival y sin que el agravio del asesino borrase en su noble corazón el sentimiento de la gratitud al benefactor. No pudo sacrificarle el amor de una mujer, pero, supo darle la vida que le debía: esto es, todo.
Al terminar Anselmo su narración, la caravana siguió rumbo al ingenio silenciosa é impresionada tristemente. Pero, al llegar al batey, la risa reapareció en todos los labios: alrededor de la pila de caña cundió la animación entre los paseantes y se borró el recuerdo del infortunado mancebo sacrificado por los celos de un viejo.
Ya no está la palma herida en el camino del Alejandría: al cabo de veinte y cinco años he visto con tristeza que el tiempo ó la tormenta, ó el hacha del labrador, han derribado aquel monumento mudo, más significativo que el mármol ó el bronce, porque creció elevando, como por un simbolismo elocuente de la naturaleza, aquellas huellas trazadas en el tronco por el machete asesino y que recordaban como se dejó matar, sin defenderse y sin acusar más que á su destino, un joven generoso, victima de una pasión avasalladora y del más santo y leal de los afectos: la gratitud.
Raimundo Cabrera
Abril, 94.
Bibliografía y notas
- Cabrera, Raimundo. “Tradición Güinera”. Periódico El Fígaro. Año X, núm. 12, 8 de Abril 1894, pp. 156, 157.
- Historias y Leyendas Maravillosas de Cuba.
Deja una respuesta