
De cosas de antaño: Recuerdos de las tertulias en la Habana de principios del siglo XIX por Álvaro de la Iglesia. Para mi joven y estudioso amigo Pancho Comas, en La Discusión.
Hoy como ayer, mañana como hoy y siempre igual! que dijo el poeta. Una tertulia hace cien años… ¿qué puede haber sido que no sea la misma tertulia de nuestros días? ¿De que se hace el gasto actualmente en nuestros salones? Los hombres hablan de la horrible guerra europea, del precio de las acciones, de la industria azucarera, de las contiendas políticas que ensangrientan los pueblos de la República para demostrar que aquí lo que sobra es educación democrática y respeto al derecho ajeno.
Las damas hablan de modas, de teatros, de excursiones a la gran nación vecina, único punto en el planeta a donde puede hoy dirigirse el turista sin poner en peligro su vida; las jóvenes, por fin, hablan de sus amores, de sus galas, de sus proyectos rosados las que esperan contraer pronto matrimonio; escuchan complacidas los galanteos, coquetean un poco y murmuran un mucho…
Eso es hoy y eso era ayer con ligeras variantes por más que fijándonos un poco en el carácter de aquella sociedad en que se movían nuestros abuelos se notan grandes diferencias que no siempre es dado al cronista poner de relieve.
Por mucho que se esfuerce el costumbrista en penetrar el secreto del pasado, algo se escapa a su observación. Algunas veces, tan solo al contemplar un retrato antiguo, se queda uno sumido en reflexiones.
Aquellos ojos en que se refleja el pasado con toda su misteriosa poesía, se nos antojan la luz pálida de una de esas estrellas que se apagaron hace mil años y cuyo resplandor viene aún caminando al través del espacio inmenso.
También la sociedad de hace un siglo, movida por las mismas pasiones y conmovida por idénticas emociones que la actual, esconde, sin embargo, peculiaridades para nosotros completamente exóticas, porque el mundo ha caminado desde entonces incalculablemente y nuestra atmósfera social es absolutamente distinta a la que envolvía a nuestros progenitores.
La existencia en este siglo es muy complicada y la de entonces era de una simplicidad que hoy nos parece absurda. Una fragata muy velera tardaba en llegar desde Cádiz sesenta y cuatro días con mar bello. Las noticias llegaban a América, por lo tanto, como las conservas o el escabeche.
Los vecinos de la Habana que acababan de ver desembarcar a Napoleón en Francia fugado de la isla de Elba en Marzo, se quedan fríos al saber en Junio que ha caído para siempre en Waterloo y que se halla de nuevo prisionero, esta vez para siempre, en Santa Elena.
Acostumbrados a la vertiginosa rapidez con que nos sirve hoy el cable las noticias de todo el mundo, a la hora, al minuto y aun nos parece que llegan con retraso, se nos hace increíble que nuestros abuelos pudieran vivir tan plácidamente comentando las mismas nuevas durante sesenta y tantos días. Eso era lo mismo que enterrarse tres meses y al cabo de ellos sacar la cabeza para preguntar lo que ha ocurrido entre tanto.
Pero tal vez por esto mismo se vivía más, antaño que hogaño. El meternos a averiguar tantas cosas que maldito lo que nos importan, el vivir como llevados por un remolino, atropellando las impresiones, mezclando, a veces en una sola hora con monstruosa indiferencia el espectáculo de la alegría con el cuadro del dolor, moviéndonos dentro de las veinticuatro horas del día como si nos hubieran dado cuerda, como verdaderos autómatas, atropellando, repetimos, las emociones, los recuerdos, como si se nos acabase el hilo de la vida quedándonos mucho que hacer, viviendo artificialmente, de la mentira, del embuste descarado sin un instante de solaz para conversar en silencio con el olvidado espíritu.
Todo esto acorta nuestros años, nos envejece antes de tiempo y nos lleva de este mundo sin haber saboreado las delicias de la vida sencilla que es la vida verdadera, y así es como vivían nuestros abuelos de cuyas santas y nobles costumbres hablamos a veces con cierto retintín de burla, ¡Y como se burlarán ellos de nosotros si nos contemplan!
La tertulia habanera en el siglo pasado, como en toda la América española, era lo que es hoy el día de recibo. No era fiesta de etiqueta sino acto de confianza, entre relaciones de alguna intimidad. Se hacía un poco de música, se jugaba también un poco, porque como hemos dicho en otra ocasión, el juego parece ser planta americana por excelencia.
Algunas veces y en algunas familias se rezaba el Rosario. La casa estaba iluminada como para una fiesta y la claridad de los balcones y del amplio zaguán, suplía en un limitado radio la falta de alumbrado público que entonces se reducía a unos cuantos mortecinos farolitos de aceite diseminados, como cocuyos, en toda una larga calle sin pavimento digno de tal nombre.
En aquella penumbra aparecían como bultos informes adosados a la acera, los ocho o diez quitrines que habían conducido a los tertuliantes y que esperaban la hora de llevarlos a casa.
Frontero al salón se abría otro más chico donde en derredor de una amplia mesa cubierta con el clásico tapete verde se jugaba al faraón o al tresillo a la vez que se llenaba el aire de nubes densas de tabaco. La conversación como es natural giraba sobre muy distintos temas en cada círculo.
Entre las damas hacía el gasto la última obra dramática puesta en el teatro de la Alameda por la compañía de cómicos del país o la zarzuela estrenada por la compañía francesa. Las muchachas se ocupaban en la última fiesta social, un casamiento o un bautizo y también dedicaban su comentario a lo que en nuestros días se llaman chismecitos.
Los hombres serios trataban del precio del azúcar, (doce reales la arroba) del más reciente artículo de Arango o de Romay en el Diario de la Habana, que es el mismo Diario de la Marina actual, y de las noticias, desfiguradas siempre por el gobierno, acerca de la rebelión de las colonias del continente. La restauración en Francia con la prisión de Napoleón en Santa Elena y la nueva entrada en París de Luis XVIII, daban asimismo margen a conversaciones animadas.
La música, poco ruidosa del salón, mantenía la brillantez de la pequeña fiesta donde por rareza se bailaba un rigodón o una contradanza. Cerca de los balcones para disfrutar de la deliciosa brisa se formaban varios grupos y en algunas ocasiones se jugaban prendas entre la juventud.
Así se deslizaban las horas de las ocho a las once, repartiéndose a la mitad de la velada chocolate a las personas mayores y dulces y refrescos a los jóvenes.
Luego iban poco a poco despidiéndose, los de más confianza los últimos, hasta que uno a uno rodaban los quitrines sordamente sobre el piso desigual y las puertas de la casa se cerraban con estrépito. Y ya nada rompía el silencio ni aun el grito de las once y sereno por la sencilla razón de que el sereno con su lanza y su farol no hizo su aparición teatral en la Habana, hasta el pío y felice gobierno de Tacón.
Referencias bibliográficas y notas
- De la Iglesia, Álvaro. “Una Tertulia habanera a principios del siglo pasado.” En Cosas de Antaño. Habana: Imp. Maza y Ca., S. en C., 1917, 79-84.
- De la Iglesia, Álvaro. “Nuestra Abuelas en Ferrocarril.” En Cosas de Antaño. Habana: Imp. Maza y Ca., S. en C., 1917, 229-234.
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