Páginas desconocidas u olvidadas de nuestra historia: Valmaseda y Weyler, Maestros de Crueldad en la Guerra del 68 por Roig de Leuchsenring
La nota sobresaliente y predominante en toda la historia de la conquista y colonización de Cuba, desde Diego Velásquez hasta Valeriano Weyler, es la crueldad.
No vamos en estas Páginas a demostrar, con hechos irrefutables, la verdad de esa afirmación; primero, porque no es esa crueldad punto a discutir, sino motivo de estudio e interpretación, y segundo, porque ello nos apartaría de la finalidad que perseguimos: poner de relieve, lo más breve y sintéticamente posible, como lo exigen la índole de estos ensayos periodísticos, de qué modo se manifestó y qué grados extraordinarios alcanzó la sanguinaria política y actuación desenvueltas en Cuba por Weyler en las guerras del 68 y del 95.
Y bueno es que dejemos expresado, antes de seguir adelante, que no nos guía al presentar este trágico aspecto de las actividades de Weyler en Cuba, el zaherir ni ofender gratuitamente, como cubano adolorido que no olvida un pasado ignominioso, a los españoles.
Lejos de nuestro ánimo, por temperamento y por principios e ideología, todo sentimiento de odio y animadversión por cuestiones patrióticas; no representa para nosotros nuestra patria, cada una de las patrias, como para Martí, más que “humanidad… aquella porción de la humanidad que vemos más de cerca y en que nos tocó nacer” y…
Estamos plenamente convencidos, por habérnoslo enseñado así abundantemente la historia, que los mayores crímenes que ha padecido el mundo, desde los tiempos antiguos a los contemporáneos, se han cometido en nombre y por obra y desgracia de estos dos mitos: patria y religión.
Como cubanos, no podemos profesar odio al español, entre otras razones poderosas, además de las ya apuntadas, porque el español fué víctima, tanto como el cubano, de la crueldad del desgobierno, de la incapacidad, de la ignorancia y de la rapacidad de los gobernantes peninsulares en esta isla.
Para demostrarlo están esos centenares de millares de soldados españoles muertos en Cuba sin gloria y sin provecho, para satisfacer únicamente la política de la guerra por la guerra que preconizaron en el 68 y en el 95 los políticos y gobernantes de la metrópoli; soldados españoles, hijos del pueblo, que eran arrancados de sus hogares y de su trabajo y enviados a morir oscuramente en Cuba, sin que a ese pueblo español le interesara ni le beneficiara en lo más mínimo la posesión o pérdida de esta colonia, sino que, por el contrario, esa posesión a todo trance sólo significaba para el pueblo español el sacrificio inútil de vidas y el despilfarro de millones de pesetas que hubieran podido aprovecharse en mejoramiento de la enseñanza, de la sanidad, de la agricultura.
Por dondequiera que se abra la historia de la conquista y colonización de Cuba se tropieza siempre, como ya expresamos, con la crueldad desarrollada por conquistadores y colonizadores. Esta crueldad la sufren de manera singular tres grupos sociales: los indios, los negros y los criollos revolucionarios.
En pocos años desaparece, mejor dicho, se extingue, la población india de Cuba. Y son tales los horrores que con los indios cometen los conquistadores, que se registran numerosos suicidios colectivos de poblaciones indias. La trata y la esclavitud negra no requieren que sobre ellas se detallen las crueldades en que una y otra se basaban y una y otra requirieron para mantenerse en Cuba por años interminables y después de haber sido extinguidas en Europa y en América.
Pero reviste caracteres más graves e inexcusables, por el tiempo en que se manifiesta, la crueldad que padecen de manos de los gobernantes españoles los cubanos revolucionarios. El maltrato despiadado al indio y al negro en Cuba tienen la triste justificación, si es que cabe justificar la inhumanidad, de ser normas y costumbres naturales y corrientes en aquellos siglos y que se ejecutan de manera análoga, en todas las naciones del orbe.
Muy por el contrario, la crueldad de los gobernantes españoles en Cuba para reprimir las actividades revolucionarias de los criollos, debe ser considerada como algo singularmente vituperable, por anacrónico en el siglo XIX, y los nombres de Tacón, O’Donnell, Valmaseda, Weyler, parecen más bien arrancados a la Edad Media, que pertenecientes a la Edad Moderna.
Así lo reconocen los propios historiadores españoles de espíritu liberal. Hojéense, para comprobarlo, las páginas de la admirable Historia de España en el siglo XIX del benemérito repúblico don Francisco Pi y Margall.
Refiriéndose directamente a la crueldad de Weyler en la guerra del 95 también la ha calificado de inaceptable, injustificable e inexplicable, por su anacronismo, don Luis Morote, en su notable y valiente libro La Moral de la Derrota, publicado en Madrid el año 1900. En la página 59 de dicha obra, dice así su autor:
De una vez para siempre es preciso fijar bien las cosas y eliminar toda causa de error. Lo reprobable, lo impolítico es, cuando ya no teníamos fuerza para hacerlo, empeñarse en seguir los procedimientos de los tiempos heroicos de la conquista de América. La de la conquista de América. La crueldad de Velázquez con el cacique Hatuey de La Española además de ser muy propia de aquel tiempo, de estar muy en el ambiente de la época, podía ser y era eficaz, útil, aunque la justicia la reprobase.
Luis Morote
La crueldad del decreto de los reconcentrados, sólo comparable a la de los repartimientos de Alburquerque, sobre no hallar justificación en la piedad mayor de las costumbres en la atmósfera que hoy se respira era absolutamente ineficaz e inútil, porque ya no podía amedrentar indios… Nosotros, por un error de cálculo y de política, que es difícil explicarse satisfactoriamente, tratábamos de vencer por el exterminio y la muerte, aunque al término de la jornada, el fruto de la victoria fuese poseer un cadáver.
Apenas se comprende la guerra de devastación más que en los pueblos que están acampados sobre el globo, pero de ninguna manera en los que se hallan establecidos y entregados a la tarea fecundante del trabajo y del progreso humano. Es tal el engranaje de los intereses en los tiempos modernos, que los asolamientos de una guerra hieren por igual a los vencedores y a los vencidos… ¡Gran hazaña, la hazaña de la pacificación en el sudario de la muerte! Hazaña parecida a la del que se cortara la cabeza porque la cabeza le dolía!
Ya en otras Páginas dejamos constancia de cómo Valeriano Weyler, durante su segunda estancia en Cuba, de 1870 a 1873 se doctoró de técnico de la crueldad y magnífico carnicero con quien fué su ilustre maestro en estas disciplinas criminales: el conde de Valmaseda.
Hasta los historiadores españoles reconocen la existencia durante el mando de Valmaseda, de crímenes y atropellos cometidos por las fuerzas encargadas de la persecución de los revolucionarios criollos.
Antonio Pirala en el tomo II, pág. 118, de sus Anales de la guerra de Cuba se ve obligado a recoger los incalificables asesinatos que en los primeros días de enero de 1871, cometieron las fuerzas españolas en la región de Camagüey en las personas de Juana y Mercedes Mora y los hijos de ambas Alberto, Adriana, Alejandro, Melchor y Juanita, de 14, 12, 8, 6 y 2 años respectivamente, los cuatro primeros de Mercedes con el prefecto de Caunao Melchor Mola, y la última de Juana viuda del coronel del Ejército Libertador Alejandro Mola, macheteados unos y otros quemados vivos en el rancho en que vivían salvándose sólo Melchor, que herido se ocultó y escapó por los bosques.
Pirala sólo encuentra una explicación, ya que no justificación, a estos crímenes y es que ya entonces la revolución en Cuba había llegado a extremos tales de excesos y tropelías, “como si fuera inseparable de la guerra la humanidad, la crueldad, usada generalmente de una manera indigna, salvaje”.
Imposible nos sería detallar los mil y un asesinatos cometidos durante el mando del conde de Valmaseda, en Oriente y Camagüey, tanto con los prisioneros y heridos de las tropas cubanas, como con indefensos ancianos, mujeres y niños, y con sus drásticas medidas de reconcentración de los campesinos, iniciadas con su sanguinaria proclama, cumplida al pie de la letra, de 4 de abril de 1869, legalizando el incendio, el pillaje y el asesinato, la que dió lugar a protestas por parte del Gobierno de los Estados Unidos. Weyler se identificó por completo con esa política puesta en práctica por su entonces jefe superior, Valmaseda, de represión salvaje, y en muchos de los crímenes cometidos durante esta época, Weyler fué el ejecutor directo o el cómplice de su maestro Valmaseda.
Para que pueda apreciarse, aunque no sea más que en síntesis, a qué extremos de crueldad llegaron Valmaseda y Weyler, vamos a transcribir los siguientes párrafos de un vibrante y conmovedor artículo que publicó en La estrella solitaria, de Camagüey, el 1ro de abril de 1875, con el título de El conde de Valmaseda, aquel patriota, revolucionario y literato esclarecido que se llamó Luis Victoriano Betancourt.
Debemos la copia de ese trabajo a la gentileza de nuestro amigo el admirado historiador cubano doctor Emeterio S. Santovenia. El lector verá que en los hechos criminosos realizados por Valmaseda y Weyler, que cita Betancourt, figuran siempre los nombres de las víctimas y el lugar del crimen, y que la mayoría de aquéllas son mujeres y niños.
Dice así Betancourt en la parte del trabajo en que le recuerda a Valmaseda los crímenes que él y Weyler realizaron:
¿No recuerdas ya a la infortunada esposa de Salomé Marrero, a la cual despiadadamente apuñalaste, y sobre cuyo cadáver pusiste, como por un chiste impío el cuerpo inanimado de su hijo recién nacido, en actitud de lactar?
¿No recuerdas aquellos cuatro campesinos, cuya sangre llevaste en una vasija a Manzanillo, para que nadie pusiera en duda tu ferocidad?
¿No recuerdas a Rafael Tornés, a Gregorio Santiesteban y a Juan Izaguirre, sacrificados, a pesar del salvoconducto que llevaban, firmado por el jefe español Ampudia?
¿No recuerdas a la familia del coronel cubano Juan Cintra, de la que quedaron macheteadas en su misma casa, diecisiete personas, niños todos y mujeres?
¿No recuerdas a Miguel González, arrastrado por las calles de Bayamo, y a Juan Bautista Arevich, quemado vivo en Baire?
¿No recuerdas a aquellos veintiún mujeres y niños que murieron a bayonetazos en Bijagual, en venganza de una derrota que allí sufriste?
¿No recuerdas a los noventa y ocho acogidos a indulto, que en dos días asesinó en Cuba el capitán Moreno por orden tuya?
¿No recuerdas a la hermana del teniente José Torres, a la cual dejaste degollada en el camino de Cauto, y con los pies en cepos?
¿No recuerdas el asesinato que cometiste sobre las personas de las ancianas Lorenza Martínez, de sesenta años, y Juana Suárez, de noventa?
¿No recuerdas a los treinta hombres y diez mujeres a quienes, como prueba de la conducta que ibas a seguir, condenaste a muerte al entrar por primera vez en las Villas?
¿No recuerdas a las cuatro hermanas Camilo, mártires de su honor?
¿No recuerdas a la esposa y al niño del capitán Guevara, cuyas cabezas cayeron bajo el filo de tus machetes?
¿No recuerdas las violaciones y la muerte en el Cauto, de Rosa Corrales y Caridad Puig?
¿No recuerdas la sangre que hiciste correr en los campos de Bayamo de las cinco hermanas Mariño y del anciano que las acompañaba?
¿No recuerdas la encrucijada de Manzanillo, donde yacían exánimes, la mujer y la hija del subprefecto Andrés Gamboa?
¿No recuerdas cierta lúgubre excursión que tuvo por objeto conducir y ahorcar a la hermana de Cristóbal Rodríguez en el camino de Jiguaní, donde ese jefe te había batido el día anterior?
¿No recuerdas aquel terrible cuadro de Guisa, en que apare cían María Borrero y Luisa Rivero pendientes de una horca, y a sus pies los dos niños de esta última, mutilados y muertos?
¿No recuerdas a los ocho estudiantes de La Habana, cuya bárbara ejecución no quisiste impedir?
¿No recuerdas a las treinta mujeres y niñas que en menos de veinte horas fueron violadas y asesinadas en los montes de Jiguaní?
¿No recuerdas cuando el brigadier Weyler, cerca de Guáimaro, obligaba con un látigo a las prisioneras cubanas, a que bailasen desnudas delante de ti y de tus tropas?
¿No recuerdas a aquellas cuarenta mujeres vilmente fusiladas en Cauto del Paso y a aquel soldado español, a quien condenaste a la última pena porque se negó a disparar su arma sobre una de esas infelices?
¿No recuerdas las cien y cien sombras más, de los niños, de las mujeres, de los ancianos, de los enfermos y de todos los débiles que has deshonrado, que has herido y que has muerto?
Por último, citaremos un episodio más, revelador del grado de refinamiento a que llegó Weyler durante los años del 70 al 73, en que realizó en Cuba su aprendizaje de maestro de la crueldad, episodio que detalladamente ha referido el doctor Benigno Souza en reciente trabajo, Sobre Weyler de J. Romano, publicado el 6 de enero último en el diario El Mundo, de esta capital.
El 4 de octubre de 1871 la columna Cazadores de Valmaseda que organizó y mandaba el brigadier Weyler, sorprendió una ranchería situada en el Jagüey de Cabaniguán. Inmediatamente macheteó a los jóvenes Eugenio y Augusto Odoardo, sobrinos de Francisco Vicente Aguilera al calesero y al peón de ganado de la finca, ambos de la raza negra, apresando a varias familias y al rico hacendado don José Palma y su bellísima hija Herminia de la mejor sociedad de Bayamo.
“En marcha para Tunas la columna, —refiere Souza— ordenó el brigadier pusieran en cueros a todas las mujeres prisioneras, orden cumplida en el acto, con fruición por sus guerrilleros, más que por nadie por Herminia, bellísima mujer, de familia acaudalada. Las mujeres entre súplicas y llantos echadas en el suelo se negaban a caminar y menos en las filas de los soldados entre las burlas atroces de los guerrilleros.
Airado el brigadier, dió orden entonces para azotar a estas infelices, hasta hacerlas obedecer, y a latigazos las hizo marchar desnudas al paso de la columna. A poco llegó la noche y acampados en Mal País fueron violadas todas estas pobres mujeres por la guerrilla de la columna, la primera entre todas Herminia, y ésta lo fué casi en presencia del anciano Palma, amarrado junto a ella, y cuyas quejas y lamentos oía el infortunado padre.”
El general español Morales de los Ríos, al tener conocimiento de este salvaje atropello realizado por Weyler, lo increpó duramente, se hizo cargo de las mujeres, y después de hacerlas vestir con los trajes de los soldados las envió en carretas a Tunas. El viejo Palma enloqueció y su hija Herminia murió a los pocos días de peritonitis, horriblemente destrozada.
Aquel admirable repúblico español que se llamó Nicolás Estévanez, refirió al doctor Souza, que siendo ministro de la Guerra en la primera República, al llegarle la noticia de éstas y otras salvajadas de Weyler, “decidió en el acto liberar a la Gran Antilla del peligroso antropoide e incontinenti ordenó por cable a Pieltain, la destitución de Weyler y su embarco para la Península”.
Pero Antonio Cánovas del Castillo no era, ni mucho menos, político y gobernante del temple moral de don Nicolás Estévanez, y por no serlo envió en enero de 1896 a Weyler de gobernador general, capitán general y general en jefe del Ejército en Cuba para que llevara a la práctica la política de la guerra sin cuartel. Pero de las crueldades de Weyler en esta etapa de su mando en Cuba, nos ocuparemos en las próximas Páginas.
Bibliografía y notas
- Roig de Leuchsenring, E. (3 de febrero de 1935). Páginas desconocidas u olvidadas de nuestra historia: Valmaseda y Weyler, Maestros de Crueldad en la Guerra del 68. Revista Carteles, 23 (5) pp. 26, 27, 50,51,54.
- Estrepitoso Fracaso de Weyler en Cuba 1896-97.
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