El poeta Bonifacio Byrne cuenta de Los grandes artistas que he oído.
Son muchos y notables, sobre toda ponderación. Algunos célebres. En efecto en mi niñez ví a Don José Valero, desempeñar el principal papel en Las querellas del Rey Sabio. Admiré su labor en La Carcajada.
La escena culminante de la obra de Legouvé, aquella en que se vuelve loco Andrés y lanza su formidable y emocionante carcajada, no se me ha olvidado nunca, a pesar de que la he visto desempeñar a otros buenos actores. Es que en ella dejó Valero marcada la huella del león…
Ví a Doña Salvadora Cayron, excelente actriz, que trajo Valero en su magnífica compañía, en la que figuraban la admirable Carolina Fernández, el estupendo cómico Emilio Mario, el inmejorable galán joven Juan Reig, Juan Beneti, que hacía el papel de Vargas Machuca en Las Querellas del Rey Sabio y que era aplaudido delirantemente, cuando dando golpes sobre un yunque declaraba: –Machuca, Vargas, machuca.
Eso le decía el Rey al verlo machacar cabezas de moros, y de ahí procede el apellido que tuvo y con el cual se le conoció desde entonces. Ví al coloso: a Don Antonio Vico. Era una ruina. Representó en Sauto, Un drama nuevo, de Tamayo y Baus.
En la escena más hermosa de ese drama, se reveló el viejo actor, en un breve y fugaz chispazo de su genio. Tenía entonces la garganta afónica. Duró un minuto su resurrección…. ¡Jamás me olvidaré de aquel minuto, ni de aquel chispazo de su talento esplendoroso!
Puso en escena en Sauto –Esteban entonces- El Calvario de la Deshonra, de Augusto E. Madan y García, de gloriosa memoria para los cubanos, por su indiscutible talento, y por el número crecido de dramas, comedias y sainetes y juguetes cómicos con que enriqueció el teatro español.
Terminada la representación de la obra de Augusto Madan, una Comisión de la que tomaba parte el autor y otros amigos suyos , literatos de profesión – tuve el honor de figurar entre ellos – pasó al Hotel El Louvre, en cuyos altos, frente a la Catedral, se alojaba el insigne actor español; pasó repito, a saludarlo por la espléndida labor que acababa de realizar.
El lauro que se le llevaba era pequeñito, pero así y todo ¡con qué evidente placer y con qué satisfacción hubo de recibirlo, quien sabía que, por sus años, sus achaques de salud y su espíritu abatido, ya no podía seguir empuñando el cetro de la escena española!
Asistí a representaciones de otras Compañías dramáticas, procedentes de España. Por ejemplo: la de Don Pedro Delgado, el mejor intérprete de Zorrilla, en el drama El Zapatero y el Rey; la de Juan Balaguer, en que refulgía como una estrella Nieves Suarez, en los papeles que interpretaba en El Nido, El Patio, La Azotea, El Centenario y otras muchas.
En esa Compañía, además de Balaguer, que era admirable, rivalizaba con él, en gracia, donaire y naturalidad, Luís de Larra, un gran maestro declamando en la escena. El que lo vió en El Rey de Lydia, puede decirlo y asegurarlo.
¡Pobre Don Pedro Delgado! Fué un excelente actor. Pero a pesar de ello, y acaso por ello, murió en la miseria, siendo recogido en una plaza pública, casi moribundo. Sus costumbres, no morigeradas entonces, precipitaron su muerte.
El primer drama a cuya representación asistí en Esteban —hoy Sauto— fué La Campana de la Almudaina. De esa obra que fué de las más célebres en su época, solo conservo el recuerdo de la escena en que un actor se dispone a tocar la campana, origen del título del drama, que era en verso, y supongo que con los tres actos de ritual. Tendría yo entonces unos cinco o seis años de edad.
Ví toda la función aquella noche, desde un palco del primer piso, a la derecha, acompañado de mis padres y de una hermana mía…. Increíble me parece a mí mismo, haber podido, a esa edad, conservar tal detalle en la memoria. Sin embargo, es lo cierto que conservo ese y otros muchos, que han permanecido indelebles en mi cerebro, como si en él hubieran sido estereotipados por una mano invisible y milagrosa.
He visto, años mucho más tarde, al grande, al inconmensurable actor catalán Don José Borrás. ¡Qué actorazo! ¡Qué voz y que garganta tan maravillosas las que atesora, para su bien, el del teatro, y la gloria de su patria!
No he oído nunca inflexiones de voz como las suyas, ni tampoco he oído a nadie más que a él, el trémolo sui géneris que hace vibrar y emplea al emitir ciertas frases, sobre todo en la escena en que muere el Obispo, en El Místico, escena que suele enfermar a muchos espectadores, tal es el verismo con que la desempeña el primero, desde hace muchos años, de los actores españoles.
En un almuerzo que la colonia hispana de Matanzas le ofreció a Borrás en las alturas de Montserrat, tuve la suerte de sentarme en frente del actor agasajado.
Le oí entonces recitar, a petición de un paisano suyo que se llamó Don José Suris y que fué una excelente persona, varias poesías en lemosin, de Don Víctor Balaguer, de Guimerá y otros excelsos poetas de aquella fértil, incomparable y hermosísima región. Suris, oyéndole, lloraba, recordando al terruño del que estaba ausente tantos y tan luengos años.
De pronto alguien le interrogó:
—¿Usted se afecta y se impresiona mucho, en los momentos en que aparenta morir en El Místico?
—Absolutamente nada- le respondió en el acto el celebérrimo actor. Este trémolo de mi voz lo obtengo cuando me place. Y si no, oiga usted. Y entonces Borrás, ante su curioso y ávido auditorio, recitó algunas frases, empleando aquella voz que parecía hondamente emocionada y angustiosa.
Otro actor, de calidad suprema, es Don Francisco Fuentes. En El amor que pasa y en La Zagala, lo ví realizar primores de arte, de naturalidad. Tal parecía que se apartaba ex profeso de los arrecifes de la afectación y del énfasis, para que su velera nave no se estrellase miserablemente a la vista de los espectadores. ¡Cuánta sinceridad en el arte de tan notable y magnífico actor.
También ví en el mismo teatro a Ana Suárez de Peraza, insigne actriz canaria, esposa que fué del actor camagüeyano Pablo Pildaín.
No olvidaré a la famosa actriz Doña Luisa Martínez Casado de Puga, que en la misma España se hizo notar y aplaudir del público y la Crítica, por sus magníficas facultades escénicas y su perenne devoción artística.
Otra cubana que llegó a sobresalir en las tablas fué Evangelina Adans de Bravo. Su figura distinguida, su aspecto ideal le conquistaban las simpatías del público, que concluía por rendirse ante el poder de su talento y de su belleza delicada y espiritual.
¡No! No he olvidado tampoco a Don Fernando Díaz de Mendoza, ni tampoco a su compañera la insigne actriz Doña María Guerrero, astro resplandeciente de la escena española. Resplandeciente, a pesar de que la Pálida Enlutada se la llevó para siempre entre sus brazos maternales.
Las veces que Doña María y su trouppe actuaron en Sauto, fuí a verla y a presenciar su admirable labor. En una de esas ocasiones estrenó aquí un drama de Echegaray. Creo que se titulaba A fuerza de arrastrarse. Por cierto que, mucho me engaño, o en esa obra ya empezó a iniciarse la decadencia del talento dramático de Don José Echegaray.
Aquella noche Doña María cantó, acompañándose al piano ella misma, la célebre y popular canción de Curros Enriquez, que comienza con este verso:
Una noche en la era del trigo.
Cantó con supremo buen gusto, sintiendo lo que cantaba y comunicando su profunda emoción a la nutrida concurrencia que había acudido al teatro para verla y aplaudirla. ¡Qué hondo, qué intenso el sentimiento que ella me produjo mientras cantaba, con voz llena de lágrimas, los versos, melancólicos y tiernos, del estupendo poeta que me honró con su amistad, y cuya muerte me participó en un telegrama Don Nicolás Rivero, diciéndome: Murió el ilustre Curros Enriquez!
Ví a Doña María en estos dramas: A fuerza de arrastrarse, El Ladrón, Amores y Amoríos, Mariana, El loco Dios, y otras de los hermanos Quintero.
A quien dejé de ver en dicho coliseo fué a Margarita Xirgú. A fe que mucho hube de sentirlo, pues tengo entendido que se trata de una de las más valiosas actrices españolas.
Pude verla una mañana en que se dirigía a la capital. La ví en el salón de espera de la estación ferrocarrilera, llevando, atada a una cuerda finísima una perrita diminuta. Me pareció muy agradable, simpática y atrayente.
No reconocido su talento. ¡Y pensar que Don Ramón del Valle Inclán, el maravilloso estilista de Águila de Blasón y del Marqués de Bradomín, ha vociferado contra su labor escénica, desde la platea de un teatro madrileño, en que estaba ella representando el papel que la había confiado un novel poeta, autor de la obra que originó la protesta del famoso escritor de las barbas de chivo, poseedor de un léxico que emplea con extraordinaria brillantez, con absoluta precisión y con acierto sorprendente!
Valle Inclán sufrió el castigo en la penitencia, pues fué conducido a la Prevención aquella noche, y, por añadidura, los periódicos le cayeron encima, cantándole cada uno de las verdades del barquero.
Puedo decir que he visto poco.
Pero lo que he visto me basta, porque juzgo que ha sido, no solo bueno y notable, sino excelente y magnífico.
Bibliografía y notas
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