
“El Calesero Particular” por Ildefonso Estrada y Zenea. Voz de los muchachos: ¡Atrás va Uno! De María Francisca Gangá, la lavandera, y de Juan Mandinga el cocinero, nació José Criollo.
Sacáronle de pila, Ña Tomasa, mulata cincuentona que enseñó a rezar a María Francisca, cuando la trajeron bozal del barracón y Martín, antiguo carretero del ingenio, que había venido al pueblo a curarse de una llaga que se le formó en un pié de resultas de haberse caído de la carreta una noche de agua bajando por la loma de Belismélis.
Quedó Cristiano José y Ña Tomasa, cumpliendo con las obligaciones del parentesco espiritual que había contraído con María Francisca, regaló a su comadre para el ahijado, un cuartillito de plata, un colmillo de perro, engastado en oro, una cuenta de azabache y una pulsera de coral, todo para ponérselo en la muñeca al negrito y librarlo del mal de ojo.
Creció José Criollo al par de los niños de la casa quienes con él compartían siempre sus dulces y golosinas, siendo el heredero natural de la ropa y de los zapatos viejos de sus amitos y ya jugaba con ellos a los mates, al trompo y a los papelotes, en cuyos juegos era diestrísimo, pues los había practicado mucho con los demás negritos en la calle; cuando la señora, advirtiendo que ya José criollo tenía 10 años, dispuso que le hicieran una librea y le comprasen un sombrero de felpa con galón, para que le llevase la alfombra y la silla a la Iglesia; pues ya estaba propio para paje.
Satisfactoriamente desempeñó José Criollo su oficio durante cuatro años y digo satisfactoriamente, porque sabía colocar la alfombra en el mejor lugar frente al altar en que se decía la misa y oía aquella con devoción signándose y santiguándose en los debidos casos;
Colocándose respetuosamente detrás de la señora; poniendo su sombrero en una esquina de la alfombra y enrollando aquella convenientemente concluida la misa, José había crecido mucho; la librea ya le estaba chica, pues las mangas casi le quedaban por el codo y era preciso que aprendiese a calesero para reemplazar a Dionisio, que ya estaba viejo y achacoso.
José demostraba mucha afición al oficio, pues ayudaba a lavar el carruaje, a empujarlo por detrás para que pudiese entrar en el zaguán con facilidad pues la subida desde la calle, a causa de la altura del sardinel, era penosa, por lo que se habían hecho unas cuñas, que José era quien cuidaba de poner y quitar; ayudaba además a enganchar las barras del quitrín y limpiaba los arreos y aun las botas de Dionisio, rabiando por ponérselas.
Mandó la señora a buscar a Ñó Bernardo, calesero jubilado y maestro libre, que se dedicaba a la enseñanza de su oficio, en que fué sumamente hábil y de cuya larga práctica daban cuenta sus piernas, en forma de arco, a fuerza de haber estado siempre a caballo.
Tres onzas de oro costaba la enseñanza. Duraba aquella tres meses, y cumplido este plazo, el que había salido paje, entraba por las puertas calesero, en posesión plena del oficio, con todas sus artes y sus mañas, como si dijéramos, con todas sus virtudes; pero también con todos los vicios de que había tenido un profesor en cada compañero.
La manera de proceder a aquella enseñanza que constituía una industria que ya desapareció y que a la vez ofrecía un cuadro el más característico de las costumbres de una época que también pasó, merece que le consagremos unas cuantas líneas.
El cuadro era el siguiente:
En un juego viejo de un quitrín que Ñó Bernardo se había proporcionado y sobre cuyas barras hizo colocar unas tablas, estableció su cátedra.
Seis u ocho aprendices iban sentados con él sobre aquellas tablas.
Detrás seguían a caballo otros tantos, ejercitándose en montar y en manejar las riendas.
El que iba montado en el caballo que tiraba del juego y que además de las riendas cortas que manejaba obedecía a las sogas que gobernaba Ñó Bernardo servía de monitor.
Los demás aprendices oían v veían.
Vestía Ño Bernardo pantalón y camisa de listado de hilo de cuadros azules; sombrero de empleita, con alas gigantescas, que servían de quitasol, y en la mano llevaba el cuero.
Así se llamaba con toda la brevedad que le daba la significación gráfica de su uso, un garrote de naranjo con pajuela y mecha de lengua de vaca: como en términos locales y del oficio se llamaba al tejido o trenza de cuero de que se componía la parte cantante del instrumento de sacar candela.
Era el tal el que hacía segundo en el dúo que por las calles entonaba Ñó Bernardo, dirigiéndose al aprendiz, ya para que pegase los codos al cuerpo; ya para que voltease las puntas de los piés para afuera; ya para que no llevase la cabeza embutida en el pescuezo; ya para que tomase bien la vuelta en las esquinas; ya para que no tropezase con ningún otro carruaje;
Ya en fin, para indicarle, todas y cada una de las reglas del arte de que José no era posible se olvidase nunca; porque tras la voz preventiva de ¡negrito! y la ejecutiva de que se trataba, venía el latigazo, que partía por la cintura al infeliz que sentaba sobre la silla, no tenía otro medio de defensa, ni otro consuelo que echarse para atrás.
Porque hay que advertir, que en los tiempos del cuero, quien con más rigor le aplicaba era la gente de color; por aquello de que no hay peor cuña que la del mismo palo y era mejor tener por amo al demonio que a uno de su misma clase.
Debo hacer constar sin embargo; que en Cuba nunca un negro tuvo a otro por su esclavo; pero el sueño dorado de toda negra carabalí, vendedora de carne, era juntar para comprar otra que le llevase el tablero, y ¡ay de esas infelices! Algunas quedan todavía que pueden responder por nosotros.
Sigamos con Ñó Bernardo.
Sentado en la parte delantera del juego, guiando los cordones del caballo que montaba el negrito, con los seis o siete mas que le acompañaban y seguido de los cuatro o seis jinetes que iban practicando; después de recorrer aquella caravana todas las calzadas, entraba por las mas estrechas calles de La Habana para que los negritos se acostumbrasen a dirigir por ellas el quitrín, sin montar la rueda por el sardinel y salir de los más estrechos lances, sin tropezar, ni estropear a nadie.
Una vez que todo esto sabía hacer el calesero, primero con un caballo y después con dos, Ñó Bernardo venía a entregarlo ya maestro ya percibir sus tres onzas y un escudito que como gavela y por lo mucho que se había interesado en la enseñanza del negrito arrancaba además a la niña.
Hecho José un perfecto calesero, se le mandaban hacer las botas, y la librea; se le compraba su sombrero de felpa con galón para los días de fiesta; uno de jipijapa para el diario; su capote de barragán para el tiempo de aguas, y de frío y héteme, ya a José en el ejercicio de sus funciones, que procuraremos detallar.
El calesero además de saber montar en silla y en pelo y de guiar el carruaje, sin tropezar, ni aun en el más enredado laberinto de quitrines, coches, carretas y carretones, que era el espectáculo diario de las calles de La Habana; tenia también que saber forrar el eje y dar sebo a las ruedas; limpiar los arreos, así en su parte de cuero como de plata;
Lavar el quitrín y dar lustre al fuelle; colocar los sotrozos y otros actos indispensables, como recoger al tapacete, tuzar los caballos, trenzarles la cola, etc.; para lo cual tenía que estar provisto de los avíos necesarios tales como esponja, sebo, grasa y gamuza para el quitrín, humo de pez, naranjas agrias y escobillas para limpiar los arreos, cascarilla o blanco de España, para la plata, una tina pequeña y un gato para levantar las ruedas.
El calesero tenía también que saber tocar el tiple y bailar el zapateo, y sobre todo chiflar.
¿Cómo podía concebirse un calesero sin estas habilidades, cuando eran ellas las que le recomendaban con las negritas de la casa?
El chiflar era tan propio del calesero que llegó a constituir un refrán. “Chifla como un calesero”, se decía de todo el que tenía esa costumbre.
El calesero, además de chiflar todas las danzas y canciones conocidas y de moda, lo que hacía de un modo particular, o sea formando un doble chiflido, chiflaba también para llamar a sus amigos y a las negritas de la vecindad, para cada una de las cuales tenía su chiflido particular, así como el que le servía para llamar a los que iban ya a gran distancia y que producía colocándose en la boca el dedo índice y el meñique, para producir un silbido penetrante, que era capaz de dejar sordo a cualquiera.
Digamos ahora como vestía el calesero de casa particular. Unas pantuflas amarillas con punteras de charol, hechas por él mismo; porque José criollo además de calesero era zapatero; este calzado daba principio a su traje de casa, que se componía de un pantalón de listado de hilo de cuadritos punzó, ceñido a la cintura y caderas, y de campana. El pantalón se sujetaba a la cintura con una hebilla grande de plata, figurando un águila de dos cabezas con piedras verdes y coloradas.
El pantalón recogido hasta media pierna para que por debajo saliese el blanco calzoncillo con dientes de carabalí. Camisa de crea de hilo, con tres botones de oro, sujetos por una cadenilla y en el ojal del cuello, además, una cintita negra, a guisa de corbata.
Entreabierta la camisa dejaba ver un pañito de pecho, bordado con randas, obra de la costurera de la casa quien un día José criollo pegó con la punta de la cuarta, como diciéndole yo soy tu amo, o con más propia y adecuada expresión, como si hubiera dicho: tú eres mía; servidumbre a que la costurera pareció someterse sin esfuerzo, supuesto que desde el día que le pegó aquel cuartazo, se resignó a obedecerle sin contradicción.
En la oreja izquierda llevaba una argollita de oro en forma de media luna, de que pendía un corazón sujeto por una cadenita y en uno de los dedos de las manos llevaba varias sortijas con piedras de colores, señal de sus conquistas; testimonios de sus simpatías con las negritas de la vecindad y causa de continuas riñas entre él y la costurera, que no se conformaba con la volubilidad de José.
Un pañuelo de seda colocado en la cintura y cuyas puntas salían en forma de bandera por debajo de la hebilla; otro al cuello amarrado por las puntas y un sombrero fino de yarey, a cuyas alas daba una forma particular, completaban el traje del calesero mientras que se ocupaba en sus faenas domésticas.

El traje para montar era el siguiente:
Zapatos de becerro, con chapa o hebillas de oro. Bota de campana alta con adornos de plata, sujetas a la pantorrilla con hebillas y pasadores de aquel metal. Espuelas de lo mismo, con grandes estrellas.
La librea de la casa en forma de chaqueta redonda, con franja o galoneada. Chaleco. Un pañuelo de seda en cada uno de los bolsillos de la chaqueta, colocados de manera que colgase sus puntas.
Pantalón de dril blanco, por dentro de la bota. Sombrero de jipijapa con cinta negra, cuyas puntas caían por detrás. Corbata negra. En la mano una cuarta delgada con puño y abrazaderas de plata. Para el tiempo de lluvia capote de barragán atado a la cintura, o chaquetón.
Para ir al campo, en lugar de la librea, chaqueta de dril crudo con vivos de paño; sombrero de jipijapa de alas tendidas y a la cintura el machete de concha de plata para defender a su amo.
En al cajón del quitrín llevaba siempre el calesero, sogas para amarrar el caballo, y presintas de cuero, clavos y puntillas por si se rompía alguna barra.
También llevaba el melancólico tiple en que tocaba el zapateo y el punto cubano y a cuyo son bailaban los demás caleseros reunidos en una misma cuadra, mientras sus amos permanecían de visita.
Las espuelas prestaban vida al compás; la cuarta hacía de batuta; nunca faltaba uno que golpeando en la caja del tiple, contribuyese a aumentar la viveza del tango y las entusiastas voces de los caleseros y el íntimo goce que a sus almas llevaban aquellos cantos y aquel baile, nos hacían presumir que eran felices, en medio de su propia desgracia.
Pero todo pasó, y habiendo desaparecido el quitrín desapareció también el calesero; a quien ha sustituido el cochero, raza cruzada, verdadero injerto que no constituye tipo y que carece de gracia y originalidad.
Dijimos que el calesero al tiempo de su aprendizaje adquiría toda clase de conocimientos de las artes y mañas propias del oficio. Vaya una prueba en el siguiente detalle.
Era obligación del calesero llevar a bañar los caballos por la mañana temprano y a la vez botar la basura o el estiércol, para lo que tenía un serón.
Una mañana que, contra mi costumbre, en lugar de entrar en mi despacho me quedé sentado en el comedor, donde por cierto no pensaba mi calesero que me hallaría, salía aquel a bañar los caballos, llevando uno de diestro y atado a la cola de éste el otro, que llevaba el serón con la basura.
Parecióme ser excesivo el peso que llevaba el animal y sorprendíame además que tanto pesase la basura y maquinalmente me acerqué al caballo para examinar la carga.
El calesero, vivo como él solo, trató de interponerse entre el caballo y yo, diciéndome:
¡Cuidado, niño, que se va su mercé a manchar!
Pero cuando esto decía, ya me había yo apoderado de uno de los picos del serón y probado levantarlo para tomarle el peso. Aquel era excesivo para ser solo basura, y picada mi curiosidad, díjele al calesero que volviese a entrar los caballos al patio, a lo que trataba de resistirse, objetando primero que los caballos no podían dar la vuelta allí y que la basura iba a derramarse y a apestar el comedor y después, que ya se le hacía tarde y que el herrador le había dicho que le llevara temprano los caballos para poder herrarlos y sacar la jaba al de la monta.
Insistí, sin embargo, y el calesero hecho un mar de confusiones no sabía ya que objeción hacer para evadir la entrada de los caballos, temeroso del reconocimiento que sospechaba iba yo a practicar, cuando me dijo: ¡Ah, mi amo, se me olvidaba decir a su merced, que el calesero del niño Perico me dijo que su merced le mandara una fanega de maíz porque ya se le acabó el que trajeron del Ingenio y que cuando le vuelvan a traer se la repondrá a su merced, y ahí le llevo yo la anega, por eso le parecía a su merced que el serón pesaba tanto, ¡Mire V. que caso!
Bien, le dije yo, pero ¿Quién te dió la llave de la caja del maíz?
¿Qué quien me dió la llave? ¡Ah! ¿Qué quién me dió la llave dice su merced? ¡Muy cierto! Mire V. que caso….!
(El calesero con todas estas reticencias iba ganando tiempos para discurrir las respuestas.)
¡La llave! ¡La llave! No me la dió nadie.
iCómo nadie! dije yo.
Nadie… porque la caja estaba abierta.
Llamé entonces al portero, que era el encargado de la caja del maíz, y resultó de la averiguación hecha que el calesero tenía una llave falsa para abrir el candado y que con ella sacaba por la madrugada el maíz de que llenaba el serón y que cubría después con el estiércol, llevándoselo a vender a un bodeguero, su amigo, que vivía cerca de los barios, y que sin escrúpulo aceptaba aquella mercancía que el calesero le vendía a precio tal, que él solo era bastante para manifestar su procedencia, caso de que el bodeguero la hubiese ignorado.
Esta era una de las muchas artes y mañas del calesero, que en mas de una ocasión despojó el mismo los arreos de su plata y que llevó su osadía a veces hasta cortar la correa de los estribos y presentarlas al amo muy compungido diciendo: que mientras entró un momento en la bodega a tomar… agua, algún sinvergüenza le había hecho aquella maldad para que lo castigaran!
De esta clase de episodios ¡la mar! y el bodeguero casi siempre cómplice irresponsable.
1880
Bibliografía y notas
- Estrada y Zenea, Ildefonso. “El Calesero Particular”. Cervantes. Año 2, Núm. 2, Febrero 1926, pp. 13-15.
- Barraqué, Leonor. (1931, Octubre). Landaluze. Revista Social, p.p. 54-55.
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