Tradiciones Cubanas: El Capote de don Marcelino por Álvaro de la Iglesia desde la Revista Actualidades de 1917.
La segunda invasión del cólera morbo asiático en la Habana ocurrió el 31 de marzo de 1850. En su aparición, el tremendo azote fué tan violento como en 1833: causó, en nueve meses escasos, 3,215 víctimas.
A pesar del tiempo transcurrido entre una y otra invasión, las condiciones sanitarias de esta capital eran casi las mismas, y esto nos evita una descripción terrible que ya hicimos en uno de nuestros Cuadros Viejos; pero sí diremos que de toda la Habana, dos barrios se llevaban la palma en suciedad y abandono: el de San Lázaro y el de Tallapiedra.
Quien los recorre hoy no puede en modo alguno formar concepto de lo que eran a mediados del siglo pasado, y aun finalizando ya el siglo. Es prodigioso que la mortalidad no alcanzara aún más grandes proporciones, porque en ciertos puntos del litoral, dentro y fuera de la bahía, la atmósfera era sencillamente irrespirable.
El primer caso de cólera ocurrió en el Hospital Militar, antiguo edificio de la Real Factoría de Tabaco. En aquella dirección fué extendiéndose la epidemia algunos días, hasta que cambió totalmente de rumbo, porque con el cólera se ha dado el caso de no seguir una línea racional, sino que después de hacer centenares de víctimas al norte de la ciudad, se trasladó al sur y empezó a trazar unas veces diagonales, como el alfil sobre el tablero de ajedrez; otras veces bordeó por completo la costa recorriendo los mismos lugares de donde había desaparecido un mes antes.
En pocos días alcanzó proporciones tan aterradoras, que ya no bastaron los hospitales existentes y fué preciso improvisarlos, como el de la antigua casa de los Escobares, Zanja y Escobar, de donde fué heroico capellán en esos tristes días el sabio y virtuoso sacerdote fray Jacinto María Martínez y Sáez, después obispo de la Habana y a quien la pasión política, por menosprecio, puso el mote de Padre Sopimpa.
El comportamiento de este noble capuchino fué sublime, conquistándole la general admiración su absoluto desprecio a la muerte cuando todos huían presa del pánico.
Un día en que cayeron fulminados por el azote el médico y el practicante, y era invadido también por el mal uno de los enfermeros más animosos, en tanto el establecimiento no daba cabida ya al extraordinario número de coléricos, aumentando de un modo espantoso las defunciones, fray Jacinto lo fué allí todo: médico, practicante, enfermero, mozo de limpieza;
y este hermoso ejemplo de piedad y de abnegación levantó el ánimo de cuantos lo contemplaban, y el hospital volvió a su vida ordinaria cuando había estado amenazado de quedar desierto.
Como eterno contraste de la vida, en la que el dolor y el gozo van unidos por un hilo sutil e invisible, a la vez que las carretas, cargadas de cadáveres, iban hacia la calzada de Vives para llevar su fúnebre carga al cementerio provisional de Atarés y llenaban el aire los dobles de la campana de Jesús María, de una de las últimas cuadras de la calle de Factoría tomaba la dirección de esta iglesia el alegre cortejo de un bautizo.
Tras de él, los mataperros, a quienes en lo más mínimo preocupaba la epidemia, atronaban el vecindario con sus gritos, descollando las sacramentales excitaciones a los padrinos del neófito, que habían de llegar a su período álgido al regreso del templo.
Por un instante cesó el doble de las campanas para iniciar un alegre repique, tal como un rayito de sol en medio de la turbonada. Nunca como entonces pudo aplicarse la bella dolora de Campoamor:
Por un nacido allí imploran
y aquí por un muerto lloran,
cuando aquí sonando están
din, don, din, dan,
tocan allí en ronco son
din, dan, din, don.
Cayendo la tarde regresaba la alegre comitiva al hogar de los felices padres que tras de largos años de matrimonio se habían visto, por fin, reproducidos en un hermosísimo muchacho.
La pillería continuó dando escolta a los carruajes a la vuelta, y allí se quedó ante la casa, que daba frente a las tapias del Arsenal, demandando más medios de los que había recogido durante la carrera, con las consabidas veces de
Queribó, queribó, la madrina no tiró...
o bien
Madrinita de tanto lujo, echa medio “pa” los dibujos...
no faltando un coro más atrevido que voceaba:
Padrino pechicato,
madrina de Carraguao,
túnico limpio, camisón...
Al fin se fueron noramala los mataperros a invertir las ganancias de aquella tarde en la freiduría o en el puesto de frutas, y en casa de doña Candita se dispusieron a celebrar la fiesta.
Doña Candita Valdés era una jamona de muchas libras y buen ver para los que están por el adagio de que lo que abunda no daña. Su esposo, en cambio, era muy poquita cosa; flaco, anguloso, esmirriado, como negación del sexo fuerte, calificación que mucho mejor cuadraba a su saludable y robusta consorte.
Llamábase don Marcelino Machado, y tenía un buen pasar con el arriendo de veinte o más habitaciones de madera que constituían el fondo de su casa de la calle de Factoría. La rumba, por lo tanto, fué monumental, porque no hay como los que ahorran todo el año para derrochar el dinero cuando llega el caso.
Además, el padrino del nene no era pata de puerco, sino el bodeguero de la esquina, un catalán bien forrado, amigo hacía mucho y de cierta intimidad de doña Candita y su esposo.
De más está decir que se comió y se bebió como si el cólera estuviera en Asia y no en el hospital de San Ambrosio, y la fiesta duró hasta bien dadas las doce de la noche. Al despedirse de sus compadres el espléndido noy, se acercó a doña Candita, y muy doblado, le entregó un papel.
—Es medio billete del gordo, comadre— dijo con el rostro resplandeciente de satisfacción, y además encendido por las abundantes libaciones —El muchacho tiene que ser rico, o yo no soy hombre de suerte.
Doña Candita alargó a su esposo el pedazo de billete, encargándole que lo guardase en el escaparate. Pero allí nadie tenía la cabeza muy segura, y don Marcelino, tumbado en el balance donde hacía una trabajosa digestión, se contentó con guardar el de la suerte en uno de los bolsillos del capote que tenía puesto por miedo al fresquecito de la madrugada.
Todos se habían acostado y ya se había hecho el silencio en aquella ciudadela cuando don Marcelino empezó a quejarse, y poco después a lanzar unos gemidos que hicieron levantarse sobresaltada a su esposa.
—¿Qué tienes, cristiano?— preguntóle a la vez que hacía luz.
—¡Me muero!… ¡Me muero, Candita!— contestó, retorciéndose, don Marcelino.
En verdad su aspecto era cadavérico. Doña Candita no necesitó más que verlo para murmurar entre dientes: —Está perdido… tiene el cólera…— Y sin esperar más, se echó encima una bata y una manta y corrió a la esquina, golpeando la puerta de la bodega.
No tardó en resonar dentro la voz del catalán:
—Qué ocurre?
—¡Don Prudencio… por Dios… venga, que a Marcelino le ha dado el cólera!
Sin perder tiempo salió nuestro noy, y a escape fué a avisar al médico más cercano. Este llegó, y sin penetrar en el aposento, defendiendo las narices con un vendaje alcanforado, exclamó:
—No hay duda… es el cólera… Y van cuatro esta noche.
Después de aconsejar a doña Candita el tratamiento obligado, que no era, por cierto, muy complejo, se marchó dejando a la buena señora y a su compadre expedir a don Marcelino el pasaporte para el otro mundo.
A las seis de la mañana, envuelto en el mismo canote con que lo presentamos al lector en la fiesta, era conducido con otros cadáveres al cementerio provisional de Atarés.
Habían transcurrido tres o cuatro días de este triste suceso, cuando se presentó en la casa don Prudencio, muy sofocado.
—Doña Candita… el billete… ¿Dónde tiene usted el billete?
—Yo… pues no sé, compadre… déjeme ver…
Revolvió de arriba abajo el escaparate, buscó en las repisas, en el aparador, detrás del espejo… el billete no aparecía por ninguna parte.
—¡Qué desgracia!— clamaba el catalán —¡Premiado!… ¡Premiado en los cincuenta mil pesos!
—¿Qué dice, don Prudencio? —le interrogó sofocada, doña Candita.
—En los cincuenta mil… seguro, ¿no acababa en 55?
—Verdad que sí…
—El mismo… 11055… Figúrese, doña Candita… nuestra felicidad…
Los dos compadres volvieron la habitación con lo de arriba para abajo, y en esto doña Candita lanzó un grito.
—¡Ay… ya sé… compadre!… En el bolsillo del capote…
—Venga el capote, comadre… ¿Dónde está ese capote?
—¡En el cementerio!
—¡Voto va Deu! ¿Qué me dice, comadre?
—Lo que oye… Envuelto en el capote lo llevaron al cementerio. ¡Qué desgracia!
Pero el catalán no era hombre que se ahogase en poca agua. Por veinticinco mil pesos era capaz de revolver el cementerio provisional de Atarés, como había revuelto la casa de su comadre, y así fué que pactó con ésta los medios más reservados y seguros de rescatar el capote de don Marcelino.
Con un negro de su propiedad, otro enterrador y cinco onzas, sin miedo al contagio ni a las almas del otro mundo, consiguió el capote, del cual extrajo, un poco húmedo, pero en toda su integridad, el billete de la suerte.
Pero ¡horrible desengaño y estéril sacrificio! Si el billete acababa como el gordo, no empezaba igualmente, y don Prudencio y doña Candita se quedaron con la miel en los labios, maldiciendo una y mil veces aquel capote desdichado cuya exhumación había costado cinco onzas.
Álvaro de la Iglesia.
Junio 5, 17.
Bibliografía y notas
- De la Iglesia, Álvaro. “Tradiciones Cubanas: El Capote de don Marcelino.” Revista Actualidades. Año I, núm. 3, Junio 9, 1917.
- Por Álvaro de la Iglesia De Cosas de Antaño: Nuestras Abuelas en Ferrocarril
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