El ciclo del uróboros y el sonido de las flores. Esta mañana oí afuera el sonido de un pito en el tráfico y sin verla podía sentir la frustración del conductor enfrentado a la intensidad del ruido. De pronto se hizo el silencio, se escondieron las hadas y las madrinas, los duendes se metieron en sus huecos y nadie más asomó.
Entre las ruinas de una casa derrumbada se vió pasar a un rebaño de corderos y asombró que tampoco berrearan. Eran en la comarca horas de silencio interruptas por un niño enlutado y las lágrimas que lanzaba con su tira-piedras a las palomas que aún osaban arrullarse.
La sordera se fue propagando como una epidemia porque nadie escuchaba las buenas razones ni los gritos de rabia. Las luciérnagas no se atrevían a volar por temor a ser delatadas por el sonido de sus alas. Los cocuyos apagaron sus luces y dejaron de alimentarse con el polen pensando que se salvarían de la enfermedad.
Los caracoles apenas se mostraban y las margaritas huyeron de la luz esgrimiendo sombrillas de bambú, los ingenios se divorciaron de las cañas y las locomotoras despidieron los maquinistas. Las risas jugaron a las muecas y los jóvenes comenzaron a soñar con lejanos horizontes.
Sin esperanzas, el mundo sin sonidos se fue también apagando y la vida sin matices empezó a marchitarse.
Llovió sin ruido en un mundo de sordos y tanto que desbordaron los badenes para dejar escapar un barco de papel que llevaba escondida entre sus pliegues una olvidada semilla.
Sorteó el limo y las sucias aguas para renacer en un lodazal propagando al mundo el sonido de sus flores abriéndose al sol. Y el ciclo se repitió tal como lo había predicho el uróboros.
— en el libro de los días estas letras fueron suyas…
A. Martínez
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