Hace muchísimos años, época en que las abuelas de mis abuelos no tenían todavía canas, paseaba un niño por las márgenes del río Yumurí. Cada atardecer le sorprendía lanzando piedras al caudaloso río. Anocheciendo, al encenderse las velas, se oía resonando en el abra el eco de los gritos de su abuela Jimena.
Corría Ernestico al bohío[1], entraba empolvado y jadeante para beberse a gorgotones todo el agua de la tinaja.[2] Antes de irse a la hamaca Jimena le daba una rebosante jícara[3] con panales de cera bien llenos de miel. Al dormirse soñaba con saltamontes jugando en hojas de plátano y hasta montado en un cocuyo volaba por el manglar al encuentro de su madre.
Envueltos en un halo de misterio poco se sabía de sus orígenes, su progenitora Doña Lucero había sido una esclava. Habitó ella en la casa señorial del valle, allí donde su sola presencia denotaba la nobleza de carácter. A cada caída del sol la cristalina voz acompañaba los rezos dejando ir en un vaivén sus dedos sobre las teclas del piano hasta que las tinieblas los detenían.
Aunque la casona colonial parecía abandonada de noche se escuchaba una triste música acompañada de un ir y venir de quitrines. Para asustar a las damas los guajiros[4] de la comarca contaban en sus animados guateques[5] la historia del lugar. El cuento generalmente ponía punto final a la fiesta. Hasta las escépticas detrás de sus abanicos trataban de disimular la furtiva lágrima.
Decíase que desde La Habana a la tranquilidad de la campiña matancera Don Francisco Martín de Villavicencio había mudado sus pertenencias y persona. Venía en busca de paz y la encontró en los brazos de Lucero. Para enamorarla ardua fue la tarea y casi le cuesta todas las estrellas del cielo.
Fueron felices el amo y la que no era ya una esclava. Concibieron en una mañana donde el roce del índice sobre la ceja enmarcaba una sonrisa de plenitud. A su alrededor las campanas de cristal trataban de insuflar un aliento de vida a las rosas que en su interior luchaban por conservar la frescura de los pétalos.
Irremediablemente los celos del calesero Joaquín Larrazoba conducirían al desastre. El bilongo[6]de plantas mezclado al café llevó a Don Francisco a la locura. Lucero corrió sin parar en busca de la dicha perdida. Se le pudo ver consultando a doctores, espiritistas y curanderos. Inmutable la tierra, en el espacio de un guiño pasajero Lucero desapareció un día. No se le vió más pues había pactado con las sombras. Aunque la cordura no regresaría las almas se reunirían.
Ernestico de Villavicencio y Jimeno sólo tenía cinco años cuando esto ocurrió. Su carismática abuelita lo había criado como hijo suyo, pero aún rodeado de amor la inquietud en su pecho y la necesidad de encontrar a su madre no cesaban de aumentar cada día. La angustia se había convertido en frónesis[7] y el abandono en búsqueda.
El sabía que desde hacía mucho tiempo alguien vivía en la Cueva del Indio pues veía salir humo por la entrada que estaba a varios metros del suelo. Sin pensarlo más escaló la pared rocosa y para su sorpresa se encontró de frente al calesero. Este lo miraba con asombro y el chirrido de los dientes sobre la enorme pipa de tabaco denotaba su agitación. Joaquín Larrazoba sabía donde estaba su madre y prometió llevarlo a ella. Se adentraron en la oscuridad y a ninguno de los dos se volvió a ver.
Su desesperada abuelita Doña Jimena se consumía en la cama. Una mañana, cuando todavía el rocío tempranero no se había secado sobre el campo, entró por la ventana una paloma torcaza y vino a posarse sobre su hombro escondiendo la cabeza entre los enmarañados cabellos. A partir de ese día vivieron juntos: Ernestico le había sido devuelto.
Algunos comentaron que no estaba en su sano juicio y otros dijeron que la tristeza había ganado. Lo que sí es cierto es que por las tardes todavía se puede ver la paloma en la palma, llorando con su arrullo la familia que perdió.
Por: Alfredo Martínez (12 oct. 2012)
Referencias bibliográficas y notas
[1] Bohío: Casa construida generalmente con partes de la palma, las paredes son de yagua (tejido fibroso que rodea el tronco de la palma real) y el techo de guano. Todavía se pueden ver en el campo cubano.
[2] Tinaja: Vasija o recipiente de barro, utilizada para guardar líquidos.
[3] Jícara: recipiente fabricado artesanalmente con la corteza del fruto de un árbol, conocido por varios nombres, entre ellos: güira y jícaro.
[4] Guajiro: campesino cubano, persona procedente de una zona rural.
[5] Guateque: reunión de gente del pueblo en la que se canta y baila. Jolgorio improvisado.
[6] Bilongo: hechizo, daño o brujería. Puede ser benéfico o maléfico.
[7] Frónesis: habilidad para pensar cómo y por qué debemos actuar para cambiar las cosas.
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