
Una noche en Petrogrado tuve que detenerme tras el muro del Jardin Pedro el Grande para admirar dos amantes sentados en un banco, con las manos unidas, con los ojos entornados y cubiertos de nieve hasta la cintura: todo era blanco en la gran soledad del parque, los arboles secos, se alzaban como interrogaciones y la fuente de mármol era una taza donde se extendía el hielo, como la lápida de un mausoleo.

Sólo los dos amantes vivían en aquel desierto hiemal. El frío no entumecía los corazones de los eslavos y sin hablar olvidaban la nieve que caía lenta, triste, abrumadora! Aquellos dos seres vivían la intensa emoción de sus espíritus apasionados; todo el paisaje desaparecía ante el momento de unir sus manos y sus bocas; y los raros transeúntes no se molestaban en perturbar la helada placidez de aquel idilio. No sentían la vergüenza del amor.
En otra ocasión en una de las islas Hébridas, dos cobrizos maoris, casi desnudos, se amaban sobre el escamoso tronco de una palmera oceánica: él con el casco enorme de sus cabellos teñidos de rubio; ella con los labios tatuados de azul y los lóbulos delas orejas deformados por dos monstruosos anillos de madera. Sonreían a la indiscreción de mis miradas, sin avergonzarse del momento amoroso. En esas dos lejanas contradas el arte de amar no conocía rubores ni hipocresías.
El suave arte del Amor tenía, su culto en las floridas edades de los Luises; la época galana de Versalles, las citas matinales de la Malmaison y las intrigas deliciosas del Trianón; entonces todo el código del amor se observaba rigurosamente. Desde el saludo prolongado hasta la mano sobre el corazón. En la época de los madrigales y de los claros de luna. Las citas se daban siempre bajo una estatua de Eros y al primer encuentro el galán caía de rodillas ante la bien amada.
El juego de amor se iniciaba en verso; siempre un soneto era el saludo a la favorita, y las frases más violentas ensalzando la belleza eran murmuradas en las rosadas orejas de la dama que pasaba por todas las fases del divino rubor. A la boca se llegaba en una escala de besos bien medidos y para idealizar el escenario se buscaba el punto cerca del estanque lleno de cisnes y bajo el rayo de la luna.
Hoy la vergüenza de ser romántico ha despojado el Amor de toda la pompa pagana: ni las guirlandas helénicas, ni la furia romana, ni los sortilegios idólatras, un ansia de oscuridad, de burguesía, acentuados más en razas diversas.
Entre los norte-americanos, la mujer es un ánfora ansiosa de recibir la poesía del amor; un anhelo de ser cortejada y alabada, Bien lo merece el venusino cuerpo y la suprema beldad. Llena de temperamento sólo necesita la mano hábil que la conmueva; la frase poética que la estremezca. Su afán de agradar la lleva a cultivar la elegancia hasta la exageración; pero su compañero no conoce todavía la gracia y la ansiedad de ser amada que tienen todas las mujeres.
El hombre aquí, se avergüenza de ser romántico —inclined to be sentimental es un anatema! —no rima bien la poesía con los guarismos y su conversación amorosa es lacónica, concisa e inquieta. Pide con la seguridad de no ser negado; en cambio desconoce las coqueterías de la posesión: llegar a la conquista conociendo el triunfo pero fingiendo dificultades para agrandar la satisfacción.
Jamás un enamorado americano hincará una rodilla en tierra y la llamará princesa del ensueño, paloma mía, dulce tórtola, todos esos frívolos nombres ornitólogos tan deliciosos en el amor. Cuando mas la llamará mi bebe o mi muñeca fingiendo la pronunciación indecisa de los infantes.
La primera consulta del galán americano es un libro de cheques, se debe pesar la conquista por el capital que posee! Después de casados aun mayor se vulgariza la vida amorosa: el caballeresco arte de besar la mano en público es demasiado extranjero y la continuidad pasional del añejo amante es ridiculizada por el hombre moderno. La mujer americana es mimada, es respetada, no padece las humillantes sospechas de la latina, todo lo que le agrada lo posee. Ella lleva en el hogar, el lujo, la distinción, la elegancia. Su trousseau es opulento, variado, exquisito; pero no es amada como ella lo desea, como su instinto femenino adivina que debe ser amada la mujer en la vida del Amor.
El hombre se contenta con poseer tres trajes —uno azul, otro gris que conoce con el nombre de «traje de oficina»—y el traje de etiqueta. Mientras la compañera aparece en las noches de teatro envuelta en sedas y brocados mostrando la gracia de sus academias; el buen marido la acompaña rumiante y cachazudo con el traje de oficina. Solo cuando va a la ópera 0 a algún baile se le ocurre ponerse el traje de noche; en cambio la esposa no pierde un detalle para seducir: los perfumes que embriagan, el escote prometedor y a la vez casto, la conversación invitadora al asunto amoroso, las posiciones elegantes y abandonadas; todo ese conjunto de pequeñeces que forman la exquisita personalidad mundana.
Todo ese descuido de indumentaria masculina, todo ese anhelo de parecer vulgar creyendo aparecer mas varonil, toda esa mezcla de negocios en el amor; toda esa rapidez de posesión; se debe a la ignorancia en el arte del Amor; a desconocer sus codicilos; la lenta, dulce, y sabrosa conversación galante que conquista eternamente, y la vergüenza de no querer ser romántico y emocional. Una lagrima a tiempo vale tanto como una declaración: la mujer se enorgullece cuando ve a un hombre llorar por ella; y agradece, aunque no consienta, todos los deseos amorosos del hombre.
El suicidio fue una elegante finalización del poema, había que morir con un gesto aristocrático. El lecho cubierto de flores; la cámara iluminada por el fuego de la chimenea; caer sobre la mesa entre los rizos de cabellos y las cartas amarillentas, eran de grandes efectos; pero el amor a la vida fue aumentando e inventando caprichos en el arte de amar para suplir la trágica realización. En el 1730 se completó la compleja de psicología de ser cínico al mismo tiempo que romántico.
Todo ese principio de siglo fue de una desvergüenza deliciosa, una ecloración de vicio, entre frases poéticas y madrigales adorables. Toda la prosa del amor era vestida de plumas de pavo real y de telas orientales. Los abates eran mas eróticos que los cortesanos; pero reinaba la elegancia. El hombre vestía de sedas, de colores; se pintaba, usaba peluca de rizos y adoraba la cintura esbelta y la pantorrilla bien torneada. Resucitaba el tiempo griego y facilitaba con su presencia el combate del amor. Todos los dibujantes dedicaban sus cuadros amorosos a Monseñor el Duque o a Su Eminencia el Cardenal, indiscretas ofrendas que revelaban las vidas tormentosas de aventuras del patricio y del eclesiástico.
Sólo queda en el hombre latino un residuo de aquellos tiempos; en el teutón aun perdura el romanticismo aunque llevado a la cursilería; pero en la nueva raza que pueblo el norte de América, ha desaparecido completamente, y en vano la mujer que se ha refinado antes que el hombre, implora, trata de enardecer, lleva hasta la osadía sus revelaciones femeninas, incita con sus indiscreciones las frases que espera, las ardientes plegarias ante su cuerpo marmóreo…
…suplica las insolencias que recibe fingiendo sonrientes enfados; avanza libertades que su compañero no adivina; y cae lánguida, indiferente, hastiada ante la burguesa conversación de guarismos que desconoce; y mientras el marido habla de millones, ella piensa en la alcoba tibia y rosada donde los jacintos y los jazmines estrellan con sus pétalos ocres y blancos, y en aquel audaz caballero francés que le susurró al oído, cuando había cambiado de peinado, frases suaves, raras y que le causaron insomnio y delicioso anhelo de llorar…
Ciudad de de New York, Febrero de 1916.
Citas y referencias:
- G. de Cisneros, Francois. El Olvidado Arte del Amor. Revista Social, no. 3 (marzo de 1916)
- Escritores y Poetas
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