Hace varios años que Enrique Fontanills, con un espíritu crítico y una modestia excepcionales, renunció a dejarse fotografiar en pie. De consiguiente, los “virtuosos” del Kodak habrán de limitarse a retratarle sentado y detrás de una mesa.
El popularísimo cronista del Diario de la Marina concede a la posteridad algo menos de medio cuerpo; y el motivo ó razón de que nos escamotee ese setenta por ciento de su amable persona es su crasitud.
Fontanills ha engordado exageradamente, y son tan audaces y festivas las curvas de su cuerpo, que le hacen inaccesible a la caricatura. Separado de su mesa de trabajo por el abdomen, Fontanills, para escribir, necesita estirar los brazos…
Sin embargo, este gran obeso, conversador placentero y espiritual, y comedor pantagruélico, que parece burlarse de la Muerte en los festines, a la hora rubia del champagne, es el “árbitro” incontestable de la elegancia habanera.
Enrique de Fontanills es en la Habana lo que en París el comediante Andrés Brulé: con la única diferencia que Brulé “lleva” la moda, y Fontanills “la dicta”.
¿Por qué…? He aquí su misterio, su fuerza, el incalculable alcance de su sugestión. A diario, desde las columnas de su periódico, Fontanills habla y su voz resuena, semejante a una orden, en todos los rincones de la populosa capital; y la buena sociedad acudirá adonde su cronista favorito le aconseje ir, y vestirá a gusto suyo, y comprará “la marca” de automóvil que él estime mejor.
En sus manos, la pluma es una rienda, dócil a la cual la multitud marchará en un sentido o en otro. Nadie le discute: él puede salvar a un empresario de la ruina, o perderle; él, si quiere, hará que cualquier función benéfica produzca un río de oro.
Yo creo que, si se propusiese casar a una muchacha, con media docena de renglones lo conseguiría. Es “el amo”.
En los primeros meses de la guerra europea, un camisero de la Habana recibió de su fabricante de New York diez mil corbatas, de las cuales —por equivocación, sin duda— más de cuatro mil eran rojas.
¡El color que menos gusta! La temporada de primavera se echaba encima y no había tiempo de enmendar el error.
El camisero acudió a Fontanills con su cuita.
—¿Qué hago, don Enrique…?
Al día siguiente, éste decía en su Diario: El último “grito” de la moda masculina son las corbatas rojas.
Y el camisero vendió las cuatro mil que tenía, en un par de tardes, y pidió más.
Hemos necesitado pasar unas horas en el despacho del “árbitro” para acercarnos bien a esa irresistible dictadura que espontáneamente todo un pueblo le ha conferido.
Sobre su mesa de trabajo hay un teléfono, que es un verdadero confesionario por la índole de los asuntos, algunos absolutamente íntimos, que allí se plantean y ventilan.
La mayoría de los penitentes son mujeres, pero también los hombres se acercan a preguntar; y Enrique Fontanills, convertido en una especie de “Averiguador universal”, responde a todos con la vivacidad frívola y el campechano humor habituales en él. Aquel teléfono es “la voz de la Habana”.
Como el público sabe que Fontanills no sale de su casa por las mañanas, las consultas son siempre antes de mediodía. Enrique escribe y cada media hora, cada cuarto de hora, cada diez minutos… el teléfono llama.
Fontanills (sin dejar de escribir).
—¿Quién es?
El teléfono. —Una admiradora de usted: deseaba saber si pueden llevarse medias de seda, color gris perla, con zapatos de terciopelo negro.
Fontanills. —Indudablemente; pero preferiría que los zapatos y las medias fuesen de igual color.
Un silencio de veinte minutos. El teléfono avisa otra vez. Es un desconocido que se casa al día siguiente y duda respecto a cómo ha de vestirse para la ceremonia. ¿De levita…? ¿De smoking…? La boda se celebrará de noche.
Fontanills. —¿Qué edad tiene usted?
El teléfono. —Veinticuatro años.
Fontanills (con una sonrisa admirable). —Si no está usted tan gordo como yo le aconsejo el smoking.
El teléfono. —Y la pechera de la camisa ¿cómo será? ¿Dura…, blanda…?
Fontanills. —Una camisa de seda color hueso muy pálido, casi blanco, es lo más elegante…
Buena parte del formidable éxito de este cronista excepcional, debe referirse al profundo conocimiento que tiene —y que ha sabido inculcar a sus lectores— de la exacta importancia de los signos ortográficos.
Bajo su pluma, las “comas”, el “punto y coma”, los “dos puntos”, el “punto y seguido” o “aparte”, los “suspensivos”, las “admiraciones”, adquieren, si hace falta, la intención de un elogio o la gracia de una imagen feliz.
Enrique es un exégeta de la puntuación, y así precisa leerlo despacio si hemos de comprenderle bien. Muchas veces nos parece que ha escrito un signo de interrogación; nada más que un signo de interrogación; pero si reflexionamos, acaso tras ese interrogante descubramos, de súbito, un pequeño poema.
Fontanills gusta de los párrafos breves, diáfanos, y maneja tres “muletillas” que representan para él lo que en esgrima ciertos golpes decisivos, y son: “Pienso ir” —“Iré” —“Asistiré”.
Cuando, refiriéndose a la inauguración de un teatro, por ejemplo, el cronista dice: “Pienso ir”, sus lectores comprenden “que no irá”, y que el festival, de consiguiente, carece de importancia.
Si dice “Iré”, el público está cierto de verle, aunque sólo sea al final del espectáculo, y ello bastará para que la mitad de las butacas se vendan.
Pero si, al final de su artículo, Fontanills escribe esta palabra mágica: “Asistiré…”, entonces “toda la Habana” acudirá al teatro.
Alegre, locuaz, poseedor de una caudalosa simpatía y conocedor astuto de las pequeñas flaquezas humanas, Enrique Fontanills preside, desde hace quince años, la vida social de una ciudad, rica y cosmopolita, que hoy cuenta más de un millón de habitantes.
Su obesidad no le entorpece: ¡al contrario, tal vez…! Es el único hombre gordo en quien —como en las lamparillas el aceite se hace llama— la grasa parece arder y transmutarse maravillosamente en espiritualidad.
Eduardo ZAMACOlS.
Julio de 1921.
Bibliografía y notas
- Zamacois, Eduardo. “Siluetas del Camino: Enrique Fontanills.” Nuevo Mundo. Año 28, núm. 1432, 24 Junio 1921, p. 14.
- Zamacois, Eduardo. “Siluetas del Camino: Enrique Fontanills.” El Fígaro, Periódico Artístico y Literario. Año XXXVIII, no. 23, Julio 31, 1921, p. 331.
- La boda de Enrique Fontanills y María Radelat Navarro.
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