Ignacio Zuloaga Zabaleta desde la pluma de Lohengrin en las Crónicas del Arte de Social.
La crítica senil, la murmuración de oficio y la poca cultura han sido los tres enemigos de la poderosa obra de arte del pintor de Vasconia. Polvorosos catedráticos de casacas rameadas arquearon las cejas ante la factura bizarra y puramente española de Zuloaga;
Los sectarios de escuela lo acusaron de falsear el nacionalismo representando la España de pandereta y de romería y los fariseos ignorando el purismo del colorido lo saetearon de invectivas cegados por el tratamiento temático de los matices, rompiendo toda idea escolástica en la gama académica, sobreponiendo matices de pastel a los de clave alba, sin que el fuego de los profundos altere la sutileza de los primitivos.
Ignacio Zuloaga Zabaleta se ha inspirado en la gran poesía nacional, ha bebido en la enorme fuente pintoresca donde abreva el montón policromo del pueblo ardiente de Andalucía; ha rimado en sombríos colores las monotonías de los seres castellanos y ha inmortalizado, como lo hizo Velázquez, la piadosa tribu de seres grises y deformes; ha embellecido la fealdad de las brujas, retorciendo en pincel de llama las rarezas de cuerpos mal desarrollados o de fisonomías monstruosas, complaciéndose en poetizar la desgracia del pueblo y alegrarlo en su espíritu de esteta psicólogo.
En su dibujo prodigioso, tan fuerte como el de Velázquez, sus figuras tienen el movimiento atrevido, toda esa galería deforme y humana nos cuenta el secreto del lápiz guiado por una mente de creador, que pone alma en las excrecencias y piltrafas de los enanos, jorobados, hechiceras, pastores y toreros. ¡Cuánta bondad no revela el ojo azuloso y lleno de cataratas de “Gregorio el botero”; cuánta filosofía racional no se Iee el tostado, enjuto, negruzco rostro del picador — el viejo picador Francisco el Segoviano — de “La víctima de la Fiesta”!
Son los mismos bufones, los mismos enanos de la corte de Felipe IV; pero sin la sombría atmósfera de terror; sino con la alegría estruendosa de un pueblo sano de alma aunque enfermo de cuerpo.
Su sentido colorista, su dinámica resolución de tonos, su atrevimiento que iguala a Goya, lo han hecho enamorarse del país sureño y ardiente, lleno de perfumes, de carne moza y trigueña, de ojos sensuales y muzárabes;
Ha abrazado toda la hembrería de rumbo y de danza y ha expuesto las danzarinas y cantoras con sus trajes arcaicos, floridos, de chinescos dibujos, de explosiones de bermellones, de amarillos japoneses, de azules cerúleos; mantillas de cascos y de madroños, negras, sobre negras cabezas;
Peinetas de sutilísimos hilos blondos; abanicos de manolas con paisajes churriguerescos; vistiendo cuerpos quebrados o desnudando plebeyas y firmes carnes, bocas rojas punzando besos crueles, ojos medio cerrados en espasmos continuos; toda la psicológica galería de las hembras ardientes que han nacido en la africana Andalucía.
En este momento pictórico Zuloaga se igualó a Coya. Coya fué local, madrileño, cortesano, macábrico; de sus chisperas y majas pasaba a sus retratos de Reyes y Princesas y a sus satánicas estampas de aquelarre, doloridas y sangrientas.
Zuloaga, de su fasto gitanesco y voluptuoso, va a un misticismo primitivo y de su deformación de monstruos va a la gloria ardiente de sus retratos; como si en sus tres maneras resucitase uno de los tres Maestros del arte español: Goya en sus manolas, Velázquez en sus enanos y el Greco en sus peregrinos y flagelantes.
La indiferencia de su alma española ante el horror, atávica derivación de heroísmos antiguos, despreocupación ante la muerte, le inspiraron el “Cristo de la sangre” en su tema elíptico, de pinceladas largas, concéntricas en matices sombríos, tenebrosos, con todo el raro visualismo del Greco, con el paisaje pedregoso, rancio de alguna aldehuela de la Rioja, como si el cielo turbulento gimiese ante el espanto de aquel Cristo aldeano rodeado de clérigos macilentos y campesinos cubiertos con las pardas pañosas y empuñando los gigantescos cirios pasionales.
Ignacio Zuloaga, norteño, fuerte, nudoso, cantábrico, es el mejor exponente del mediodía; su serie de gitanas envueltas en mantones de Manila, caras morenas llenas de lunares con ese tono color de pétalo bruno vibra a veces con la alegría de la hembra de castañuelas y manzanillas y a veces de honda tristeza, de la superstición cañi.
La tauromaquia ha brindado a Zuloaga la pompa resplandeciente alternando con fondos lúgubres, como si en su extraña psicología hubiese querido aunar al júbilo de esa tropa áurea la agonía fatal de una raza impávida y sufrida ante el dolor: “El Corcito”, “El Buñolero”, “Ídolos futuros”, — con el castillo de Turegano al fondo y las expresiones inquietas de cada rostro — “El Segovianito” — una harmonía de azules y verdes — “En la ventana” — con el paisaje toreril de Segovia y el mismo picador el Segoviano en el jamelgo blanco tatuado de heridas. La paleta del vasco de Eíbar es rica, pero poco extensa.
Los grises y las sienas, los cobaltos y los púrpuras y sobre todo los verdes desde el esmeralda hasta el sulfuro que usa ya en los mantos y frazadas de “Las mujeres de Sepúlveda”, ya en el fondo del retrato del violinista Larrapidi. Sus grises y malvas cambiados dan esos largos brochazos que forman los brumosos fondos de sus paisajes góticos, ibéricos, muzárabes en Segovia, Toledo, Burgos, Alquezar, Avila, toda la dormida serie de viejas villas castellanas, recintos de piedras de granito que el sol llena de grietas y de luces multicolores, paisajes reveladores del estado de alma del artista.
Parsifal de una romántica cruzada van sus lienzos a través del mundo decantando la gloria ardiente de su legendaria España y recogiendo en su espíritu la herencia de Velázquez, de Thestokopoulus y de Goya!
Zuloaga es el pintor español, como lo fueron en otros siglos Coello y Zurbaran — el cantor de la patria la Iberia de los recuerdos y de las mujeres ardientes…!
New York, 1916.
Bibliografía y Notas:
- G. de Cisneros, Francisco (Lohengrin). Crónica de Arte: Ignacio Zuloaga. Revista Social (enero 1917)
- Escritores y Poetas
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