La Ceiba de Ta-Benino en Ceiba Mocha, pueblo de la provincia de Matanzas, Cuba.
Una ceiba corpulenta y centenaria se levanta airada y majestuosa a la salida del poblado y en el mismo camino real. Desde setenta años atrás los más viejos conocían la leyenda tenebrosa de aquel árbol corpulento.
Ta-Benino, negro dulcero del pueblo, que tenía fama de acaudalado acostumbraba, según versión de uno que otro curioso, a depositar allí ofrendas fetichistas, que consistían en plumas de gallo prieto, granos de maíz y varias monedas de cinco y diez céntimos.
Estas afirmaciones hicieron bien pronto eco en todos los habitantes de la aldea, y ya todo el mundo supo quién depositaba aquellos objetos allí invariablemente los viernes y días trece.
Los muchachos acostumbraban coger las monedas y en esos días no faltó de ellos quien se levantó temprano. Todos los jóvenes, y aun los de más edad, habían cogido allí una que otra moneda, y para significar la oriundidad comarcana se llegó a decir: “Yo cogí centavos de la ceiba”.
Hasta en los libros del alcalde se llegó a escribir: “La ceiba de Ta-Benino” y llegó a ser ésta en vida del dulcero un lugar que se pronunciaba con cierta adoración, cuando no con orgullo.
Pero un día —nadie es inmortal— una muerte repentina sorprendió a Ta-Benino en su humilde bohío. Todos los habitantes del pueblo le acompañaron compungidos al cementerio, menos los muchachos, que naturalmente le temían a la muerte. Cuando dejaron los despojos del infeliz Ta-Nino — que también llegaron a decirle — caía el sol lenta y pausadamente en el horizonte y el campanario de la iglesia anunciaba la hora de dormir.
El cura con su monaguillo habían a su pesar precipitado las ceremonias, para cumplir el deber cotidiano de anunciar a sus feligreses la hora del sueño.
La vida pues, sencilla y encantadora como se ve, de los habitantes de esta aldea; esto es, la vida filosófica, natural y justa de esta pequeña humanidad ignorante, había librado a Ta-Benino de la esclavitud cuando cimarrón de su amo, tuvo la feliz inspiración de acogerse a la generosidad de aquellos campesinos.
Nunca Ta-Nino recibió una humillación y era tratado como un semejante, es decir, como un ser humano. Sus dulces eran religiosamente pagados y hubo hasta quien llegó a tener crédito con el anciano y bondadoso negro.
Muchos soñaron con el viejo y no pocos se desvelaron durante la noche que sucedió al entierro. Al día siguiente era viernes día trece y notó un vecino con singular asombro que, como siempre, estaban allí las plumas, los centavos y el maíz, recientemente puestos.
Verlo uno — y quien lo vió no era quien menos gustara conversar — era saberlo todo el mundo y así inevitablemente sucedió. Todo el pueblo, hombres, mujeres y niños, se lanzó a ver tan singular hallazgo y pudo comprobar lo que creyó en un principio imposible.
¿Quién — dedujo la multitud — ha de ser el que puso esto? Será Ta-Nino.
No — comentaban otros — no será él seguramente, será alguien por maldad. Volvamos el viernes entrante. Y se marcharon pero con cierto temor supersticioso.
La semana que esperaban pasó muy lenta, y durante ese tiempo, más de uno aseguró que, a las doce de la noche, había visto una luz, luz gigantesca y azulosa, descender hacia el tronco desde el copo. Y que disminuía y aumentaba según subiera o bajara del árbol.
Llegó por fin el viernes y todos, como un solo hombre acudieron al lugar señalado. Figuraos lector amigo ¡Cuál habrá sido la sorpresa y el asombro y el terror! Estaba allí todo, todo lo que en vida de Ta-Benino nunca faltó, viernes y días trece.
Luego entonces los muertos salían y el camino real empezó a desviarse y se desvió totalmente cuando, a instancias del cura, el pueblo, a las doce de la noche —¡Primera vez en la vida de aquellos hombres!— estaba despierto esperando ver la “luz del demonio”, como la llamaba el reverendo padre.
El pueblo dedujo prontamente cuál era la causa de aquel misterio: Ta-Nino, laborioso y ahorrativo, durante muchos años vendió dulces y pudo haber guardado allí en el tronco de la ceiba, su inmenso capital, consistente en muchas relucientes onzas españolas.
Esta luz, que el pueblo vió sólo una yez, venía a confirmar la creencia, pues únicamente salen cuando quien haya enterrado dinero ha desaparecido.
Aquellos hombres, que siempre se habían acostado junto con las gallinas, es de suponerse lo hicieran desde entonces más temprano. El padre José lo recomendaba en sus sermones y aseguraba que no obstante las misas que se le habían hecho, él había tenido oportunidad de ver la luz en otras ocasiones y que aquélla era un alma condenada por una eternidad.
Sabe Dios cuántos crímenes, —decía— habrá cometido Ta-Benino antes de llegar a este divino pueblo. Allí están sus abonos seguramente; pero ¿Quién que sea cristiano se atreverá a coger el dinero del diablo? Además, la ceiba es el árbol de Lucifer y nadie podrá tocarla sin pagar con la vida semejante desobediencia.
Don Juan, hombre muy crédulo, cuando hubo terminado el cura su sermón, propuso quitar el pueblo de allí y ponerlo una legua más lejos; a lo que el cura dijo que no era necesario: bastaba retirar el camino.
La iglesia era quizás la casa más importante del pueblo y el cura temió por un momento tener que desembolsar para una nueva iglesia y se opuso enérgicamente. Con tal motivo, dijo: “El Diablo nunca entrará en la aldea de Dios“. Y la gente no pretendió más mudar el pueblo; sólo que hicieron otro camino real con permiso del alcalde.
La famosa ceiba de Ta-Benino todavía está allí, sólo que en lugar del viajero verla gallarda como antes, la verá partida por la mitad. Sucesos posteriores vinieron a deformar la ceiba legendaria y éstos se realizaron de la manera más misteriosa.
Los habitantes actuales de aquella población conocen perfectamente la leyenda de Ta-Nino, transmitida por sus padres y éstos a la vez la oyeron contar a los suyos.
Un día se apareció en el pueblo un hombre desconocido, aventurero en busca de fortuna. Enterado de que bajo aquella ceiba había un gran capital puesto allí por Ta-Benino ciento cincuenta años antes, se propuso sacarlo con la condición de que sería todo suyo.
No fué poco ciertamente cuanto le dijeron las comadres, los más ancianos y los más jóvenes, para persuadirle de que no intentara semejante cosa, pues nadie podía sacar aquel dinero que según el sacerdote José, contemporáneo de Ta-Nino, pertenecía al diablo, amén de que quien cortara la ceiba — aquélla u otra — no vivía veinticuatro horas después.
Nada, nada valió para convencer a aquel contumaz sediento de oro, y tomó el hacha. El pueblo lo siguió estupefacto. El pueblo se paró lejos, muy lejos, y miró con asombro creciente, cómo, al primer hachazo, cayó un rayo, rayo sin haber lluvia, matando al desventurado e infeliz extranjero.
Aquella misma noche se desencadenó un huracán terrible, espantoso, cosa no vista en el pueblo hasta entonces, y costó a la ceiba de Ta-Nino doblegar su fuerte cerviz a la obra macabra de la naturaleza. Su fuerte tronco, hasta entonces incólume, se partió por la mitad.
Pero lo que nunca supo la gente de aquel lugar, ni la de generaciones pasadas, ni la de ahora lo sabrá probablemente, es que el cura, el padre José, fué el inventor de la luz, y quien había seguido la costumbre de Ta-Benino, para poder enterrar allí su dinero y el del pobre negro, pues al morir éste quedó con su depósito, que era cuantioso, así como que el terrible huracán se debió, única y exclusivamente a un fenómeno sísmico ya previsto por los astrónomos, pero ignorado para aquella multitud.
Después el padre José se fué para España, y creo que será innecesario decir que se llevó el dinero, mientras la gente creyó y sigue creyendo aún, que allí está la célebre botija que nadie se atreve a sacar. Nadie pasa todavía por cerca de la ceiba de Ta-Benino.
Este pueblo enclavado en la provincia de Matanzas desde entonces se llama Ceiba Mocha.
por: Juan B. García
Notas:
- Este cuento que a pesar de su predominante carácter literario tiene real valor folclórico por su tema fué publicado ya hace años en El País de la Habana.
- Historias y Leyendas de Cuba.
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