Cuentan que en el antiguo camino de lo que hoy es la Calzada del Naranjal, en la ciudad de Matanzas, existía una ceiba de gran tamaño a la que le calculaban más de dos siglos de existencia. Al pie de su tronco, al que le atribuían poderes sobrenaturales podían verse siempre abundantes ofrendas de brujería.
Decíase que en su interior vivía el Diablo, y no faltaba quien asegurase que en los días viernes, a medianoche podían verse brujas venidas de diferentes partes del mundo para bailar, tomadas de la mano, alrededor del tronco, al compás del ríspido canto de las lechuzas que revoloteaban en el alto follaje del árbol.
La fama de la ceiba aumentó cuando en cierta ocasión, un arriero comentó que no volvería a pasar por aquel lugar después del atardecer.
Decía el hombre, con el miedo reflejado en el rostro, que empezaba a oscurecer cuando vio cómo la arrugada corteza de dos muñones o nudos que el árbol tenía a cierta altura, se abrieron como párpados y aparecieron dos ojos muy grandes que irradiaban una luz intensa del color del rayo, que lo iluminaron todo. Que las mulas, asustadas, emprendieron una veloz carrera y se dispersaron a una legua a la redonda.
Como siempre ocurría, el tono de veracidad que imprimían a sus palabras mientras contaban cosas de la Ceiba personas serias e instruidas, hacía exclamar a los ignorantes:
¡Fulano lo vio, y cuando él lo dice es verdad! La fama de la Ceiba trascendió a otros lugares de la provincia y se puso de moda que los jóvenes, y hasta los mayores demostraran su valor yendo hasta el árbol en las noches sin luna.
También las muchachas llegaron a exigir a sus enamorados como prueba de amor, que fueran hasta la Ceiba en noches bien negras y regresaran con un pedazo de su añeja corteza al lugar donde varios testigos darían fe del acto heroico.
En horas de la tarde, cuando había menos afluencia de personas por aquél lugar aparecían coches de señoras encopetadas que se detenían ante el majestuosa árbol, los que entraban al camino a la mayor velocidad posible, se detenían bruscamente ante la ceiba, donde la criada saltaba con agilidad, del vehículo para depositar junto a las potentes raíces, un paquete que podía ser una “limpieza” un daño, el cumplimiento de una promesa u otra ofrenda por la concesión de un deseo o milagro, mientras en el coche, la señora rezaba, se santiguaba o hacía nuevas promesas.
La prueba de valentía, consistente en ir de noche hasta la Ceiba , fue interrumpida por la muerte de uno de aquellos valientes. El tiempo transcurría y el joven no regresaba.. Entonces sus compañeros, en unión de algunos vecinos, fueron hasta el árbol y allí lo encontraron muerto, con la cabeza metida en la confluencia que formaban dos grandes raíces, con los ojos casi fuera de sus órbitas y la boca deformada por una espantosa mueca.
La posición del muerto junto al árbol trajo a éste nuevos atributos satánicos. Decíase que el hueco formado por la unión de las dos raíces, era la boca del Diablo, que vivía dentro de la Ceiba , y que por allí le había chupado el alma y la vida al joven. Entonces desaparecieron por algún tiempo los valientes. Nadie deseaba tener relación alguna con el árbol todopoderoso.
Cerca de la ceiba, a unos cien metros, habitaba un montañés que alardeaba de apostar cualquier cantidad de dinero a que él iría al lugar aunque fuera de noche de viernes y más oscura que las alas de la tiñosa, y como prueba de haber estado allí, traería al regreso un pedazo de raíz. Pero nadie hacía caso al reto del montañés.
En la encrucijada de dos caminos importantes para la comunicación entre Vuelta Abajo y Vuelta Arriba, existía también -próximo a la temida ceiba-, existía un establecimiento mixto como fonda y posada, donde transeúntes y cabalgaduras encontraban alimento y descanso.
De noche solían reunirse allí los vecinos, para conversar o jugar a las cartas, alumbrados por aparatos de carburo. El dueño del establecimiento era conocido como el Fondero y su mujer, la Fondera.
Una noche de viernes, de esas donde no se ve más allá de dos palmos, llegó al establecimiento un joven que, tan pronto se dio a conocer, dijo que esperaría allí a un arriero que traía un encargo de vuelta Abajo. Posteriormente llegó otro hombre, de mediana estatura, que al parecer nada tenía que ver con el que llegó primero. Ambos forasteros amarraron sus caballos debajo de una frondosa salvadera situada frente al silvestre comercio.
Algunos vecinos jugaban a las cartas mientras otros, entre ellos el montañés, observaban con interés el juego. Cuando terminó el partido, el montañés, como era habitual en él cuando se reunía allí un grupo de personas, dijo en alta voz que apostaba diez monedas a que iría a la ceiba y traería un pedazo de su corteza, mostrando en alto una hachuela que portaba enganchada en la faja del pantalón.
El forastero que había llegado primero al lugar, mostró interés por lo de la Ceiba , aunque dijo no conocer sobre el hecho porque él era de muy lejos.
Estimando que el joven pudiera ser un posible apostador, el montañés contó a éste la historia de la ceiba, exagerándolo todo y recalcando que apostaba a que él iría hasta el temido árbol y regresaría con un pedazo de su corteza. Entonces, cuando el montañés terminó de hablar, el forastero le dijo que su propuesta no tenía sentido, que lo correcto sería que los dos fueran al tenebroso lugar, uno primero y el otro después, y si ambos regresaban vivos, pagarían de mutuo acuerdo el vino a todos.. El montañés aceptó. Dijo que así debía hacerse, pero que hasta ese momento no había tenido con quien apostar.
Después de acordar la suma que iban a jugarse, el joven propuso como depositario del dinero al otro transeúnte, quien tenía apariencia de persona seria y que, al no ser amigo de ninguno de ellos, sería imparcial al decidir cualquier discrepancia que pudiera surgir. Y mientras el depositario guardaba en una bolsa de cuero el dinero apostado, la suegra del fondero le pedía a los dos hombres, que por todos los santos desistieran del empeño.
El montañés, que vivía enamorado de la mujer del fondero se abrogó el derecho, con un gesto de alardosa valentía, de ser el primero en ir hasta la ceiba.
Como quien va a jugarse la vida, el montañés, mirando de reojo a la fondera, pidió su último vaso de vino y su último tabaco. Después partió con ademanes quijotescos a enfrentarse, según dijo, con el poderoso “enemigo del más allá”.
El silencio era casi absoluto. Solo se escuchaba el chillido de los grillos, el ladrido de perros lejanos y el cantío de los gallos. La suegra del fondero rezaba frente a una imagen para que no ocurriera otra desgracia. Los hombres fumaban en silencio y dirigían sus miradas hacia la ceiba. De pronto, el que tenía el dinero en depósito dijo que había escuchado un grito y que había que auxiliar a aquel hombre, por lo que partió veloz en su caballo, seguido del otro que había apostado con el montañés.
Transcurridos unos minutos apareció el montañés, pálido y desencajado. Tartamudeando, explicó cómo dos diablos a caballo habían pasado junto a la Ceiba como una exhalación. Hachuela en mano, el montañés buscaba con los ojos al apostador y al depositario del dinero.
Todos se miraron y controlaron la risa. Hasta donde les fue posible.
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