
La India Encantada una leyenda matancera desde la pluma de Ramón J. de Palacio en 1883. Matanzas, la pintoresca y encantadora ciudad de los dos ríos, la gentil Yucayo, que como una indiana fatigada se reclina muelle y voluptuosamente en las verdes colinas que la circundan por tres lados y con su bellísima y dilatada bahía extendida á sus piés como pudiera estarlo un tapiz de plata á los piés de una soberana, ofrece con sus innumerables y poéticas bellezas naturales, un vastísimo campo á la pluma del escritor y del poeta cuya fantasía encuentra anchurosos espacios en donde poder extender sus invisibles alas.
Los dos hermosísimos valles que atesora, sus admirables y maravillosas grutas cubiertas de trasparentes estalactitas, su amenísima y pintoresca situación que tanto encanto la prestan, sus dos caudalosos ríos que cual plateadas diademas la ciñen;
Sus verdes colinas sobre las cuales se asientan las casas en originalísima gradación, cual preciosas perlas esparcidas en un manto de color de esmeralda; todo aquello, en fin, que la hacen distinguir entre las demás ciudades de la Isla por su belleza; todo así en conjunto, repito, convida al escritor á dar rienda suelta á su imaginación, ávida de impresiones, haciéndole forjar los más deliciosos sueños que la mente puede concebir por medio de la contemplación.
Muchos poetas la han ensalzado con sonoros é inspirados versos y muchos escritores la han descrito, pero á ningún género literario, se presta más Matanzas, que al leyendario, ya sea por los muchos recuerdos que en ella se conservan de la antigua dominación indígena, ó ya por el natural encanto que ejerce la contemplación de muchos de sus lugares en la mente.
Sin embargo, la leyenda ha sido muy poco cultivada tanto en esta ciudad como en el resto de la Isla, y muy escasos escritores cubanos han sido los que han consagrado su pluma y su imaginación á hacer surgir de los muchos lugares que para el objeto se prestan en Matanzas, esas deliciosas creaciones, agradabilísimo y encantador consorcio, entre lo fabuloso y lo histórico, y que á menudo, si nó siempre, tiene su origen en alguna poética tradición.
El espíritu, siempre en constante lucha con la materia, busca incesantemente el modo de alimentar su existencia ideal y cuando no encuentra el necesario pasto en lo verdadero, se complace en hacer brotar de la mente esos poéticos idilios en prosa, que hacen las delicias de los aficionados al género fantástico.
Yo me he atrevido á hacer un pequeño ensayo sobre la leyenda, el cual ha ido viendo la luz pública por partes y en diferentes publicaciones: si el resultado obtenido en el repetido ensayo ha sido ó no satisfactorio, es lo que dejo al autorizado criterio de los lectores, que sabrán juzgarlo desapasionadamente.
Entretanto, creo, que para exordio basta con lo que dejo expuesto, por lo consiguiente, entraré en el asunto dejando á un lado fastidiosas digresiones.
LA INDIA ENCANTADA.
I
¿Quién no ha tenido ocasión al pasar, ya sea por necesidad ó por vía de diversión, por la cortadura que forma la llamada Abra del Yumurí, de escuchar el misterioso eco que repite varias veces las voces de los inoportunos que con ellas van a turbar el silencio que reina casi siempre en esta parte del río matancero?
Creo que nadie, pues ya sean los habitantes de la gentil Yucayo, ó ya los viajeros que de paso se encuentran en ella; conocen los primeros y acuden los segundos á escuchar la poética repetición de sus voces, las cuales, oyéndose primero con bastante claridad, concluye remedando el susurrar de las palmas al ser agitadas por la brisa…
Ya son cazadores, á quienes atrae la abundante caza de que están cubiertas las orillas del río, infundiéndoles la esperanza de llenar en corto espacio de tiempo sus morrales; ya son jóvenes de ambos sexos que en alegre romería remontan la corriente del río en ligeros botes ó cómodas cachuchas; moviéndose los remos al compás de las canciones y carcajadas de los paseantes que encuentran cierto placer en que el eco misterioso del Abra repita sus acentos;
Ya son, en fin, trovadores á quienes la poesía de que está impregnada la atmósfera del Yumurí, sus hermosas orillas y la magnificencia del Abra, convidan á templar sus liras y á entonar cánticos en honor del Creador de tales bellezas.
A todos atrae el Abra ya sea como lugar de diversión ó meditación, pero muy pocos ó quizás ninguno, conocen la historia que encierra esa grandiosa cortadura que es la admiración de todos los que la contemplan, historia que se remonta á los tiempos en que Cuba no había sido aún engarzada cual hermosísima perla, en la preciada corona de Castilla, é historia que voy á dar á conocer á los ilustrados lectores de La Revista Matancera, quienes con su buen criterio disimularán, las faltas que cometa durante el transcurso de ella. Dados ya estos antecedentes entraré de lleno en el asunto.
II
En la fecha que pasaron los sucesos que voy á referir, ya estaba fundada la población siboneya de Yucayo, aunque esta se limitaba únicamente á un caserío de unos cuarenta bohíos, poco más ó menos, situado en la desembocadura del que, andando el tiempo, se llamó el río San Juan.
En cuanto á lo demás, la vista al extenderse por aquellos lugares cubiertos de árboles solo encontraba un solitario cansí, situado en la cumbre de la loma y en lugar donde hoy se encuentra el Abra del Yumurí. ¿Quién moraba en aquel cansí tan apartado, única muestra de la existencia de un ser humano en sitios cubiertos de espesos montes? Para satisfacer la curiosidad de los lectores, es necesario que retroceda, diez y nueve años atrás y lo sabrá.
En dicha época, y en el valle llamado hoy de Yumurí, había un pueblo de Siboneyes cuyo nombre era el de Guanimay, y del cual era cacique ó rey un venerable anciano llamado Yucay, querido y respetado de sus vasallos como si fuera un padre.
Yucay tenia una hija, á quien amaba entrañablemente, siendo ésta digna, tanto por sus virtudes como por su hermosura, de ser la hija y heredera de un cacique tan poderoso como era el de Guanimay.
Sin embargo, Yucay no era feliz.
En la vida de Coalina (así se llamaba la princesa) se encerraba un secreto que hacía estremecer al valiente cacique cada vez que de él se acordaba y que le hacía amarga la existencia.
¿Qué secreto era éste? Vamos a saberlo.
EL mismo día del nacimiento de Coalina, se le había presentado á Yucay un behique ó sacerdote siboney, y después de relatarle una pavorosa historia, le había dicho en resumen. Que si la niña que acababa de nacer cometía la imprudencia de amar á un hombre antes de cumplir los veinte años, sucedería irremisiblemente una gran catástrofe que habría de dejar recuerdos durante mucho tiempo, ó quizás eternamente.
Dicho esto, había desaparecido, no volviéndose á saber más del tal behique, presumiendo Yucay, que el tal personaje no era otro que el mismo Mabuya (el diablo) por lo cual, y para precaver á su querida hija de cualquier acontecimiento desagradable, en cuanto ésta cumplió diez años, la hizo encerrar en un cansí aislado, donde le puso varias indias para su servicio y guarda, con la orden expresa de atravesar a cualquier imprudente que desobedeciendo sus mandatos se acercase al cansí de Coalina.
Este cansí, que por una rara coincidencia estaba situado en el lugar donde hoy se encuentra el Abra, fué el que llamó nuestra atención. Averiguada ya la causa de su aislamiento vuelvo á reanudar mi interrumpido relato, no sin decir antes de paso que Yucay, para distraer la pena que le causaba el verse separado de su querida hija, quiso que se trasladasen sus vasallos, de Guanimay á otro pueblo que se había hecho levantar á orillas del que fue después San Juan, á cuyo pueblo puso el nombre de Yucayo en memoria de su fundador.
Entre estas cosas y otras cosas pasóse el tiempo, y en la época de los sucesos que voy á referir solo faltaban algunos días para que Coalina cumpliera veinte años y saliese del encierro á la que la había condenado la funesta profecía del behique misterioso.
Yucay veía acercarse la conclusión de dicho plazo y ya se regocijaba presumiendo que la tal profecía no llegaría a cumplirse; pero estaba escrito que la suerte de Coalina había de terminar con una espantosa catástrofe que dejaría memoria en los sencillos habitantes de Yucayo y sus cercanías.
III
Una tarde en que el sol se ocultaba despidiéndose del hermoso valle donde había estado el pueblo de Guanimay, un indio como de veinte años, y que por las plumas que adornaban su cabeza denotaba que era un cacique, subía la cuesta que conducía a la meseta en donde estaba situada la habitación de Coalina: llegado á esta y después de haberse cerciorado de que no era espiado se detuvo delante de una especie de postigo que tenía el cansí y entonó una melancólica canción amorosa.
Al concluir el indio su canción asomó por el postigo la cabeza de Coalina, y… nada diré de la conversación que tuvo lugar entre ambos jóvenes, y solo si que el amor hirió con su acerada flecha el corazón de la princesa. Largo rato estuvieron juntos, y al separarse se hicieron mil promesas amorosas.
Cuando ya se despedían, resonó una infernal carcajada detrás de los amantes y al volver estos aterrorizados la cabeza, encontraron delante de sí al behique misterioso, autor de la funesta profecía que había sido la causa del encierro de Coalina, y el cual con voz terrible pronunció las siguientes frases:
Princesa Coalina: Yo había predicho á tu padre que el día en que conocieras el amor, antes de cumplir los veinte años, te sucedería una espantosa desgracia. Ese momento ha llegado: Cúmplase pues la profecía.
Acto continuo escuchóse un horrible fragor; el monte se abrió en dos mitades y el cansí de Coalina desapareció, quedando esta sepultada en compañía de Narey en las grutas subterráneas del monte.
En el lecho, que con la abertura del monte se había formado, entró el mar uniendo con sus aguas el valle de Guanimay, formándose después, y cuando bajó la inundación, un río, que más tarde se llamó de Yumurí, en memoria de otro suceso que relataré en otra leyenda.
IV
Tal fué el origen del Abra del Yumurí y de su misterioso eco, que no es otra cosa que la voz de Coalina, que encantada en una de las cuevas subterráneas del Abra, responde á los que van á turbar el silencio á que se halla condenada.
Aquí tenéis, bellísimas lectoras, la leyenda siboneya de la India encantada. Se que muchas de vosotras (y disimuladme la libertad que me tomo) desearía encontrarse en el lugar de la encantada Coalina, condenada á amar eternamente á su Narey y á ser amada por éste durante el mismo tiempo… pero ¿Qué queréis? no todos los días hay behiques que condenen á tan dulce encantamiento.
Pero basta de digresiones: si esta primera leyenda os gusta, bellas lectoras, os daré á conocer las demás. Queda á vuestros piés
RAMÓN J. DE PALACIO.
Bibliografía y notas
- De Palacio, Ramón J. “Leyendas matanceras. La India encantada”. Revista Matancera. Año 1, núm. 8, 28 octubre 1883, pp. 62-63
- De Palacio, Ramón J. “Leyendas matanceras. La India encantada”. Revista Matancera. Año 1, núm. 9, 4 noviembre 1883, pp. 71-72
- Historias y leyendas maravillosas de Cuba
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