La Ley Platt y Estrada Palma por Emilio Iglesia para Cuba y América en 1902. Desde que en el tratado de París la gran República de Norte América se atribuyó —á título de nación culta, humanitaria y fuerte,— la grave responsabilidad social de dotar á Cuba de un gobierno estable, quedó, ipso facto, limitada —por exigencia racional de los sucesos— la soberanía del nuevo estado que había de constituirse.
Nadie pudo creer, desde aquel instante, que el advenimiento de la nueva nacionalidad podría realizarse sin el concurso inevitable ya de la autoridad y protección de los Estados Unidos, que, al suprimir por la fuerza la soberanía secular de España en esta Isla, quisieron —inspirándose en su propia historia, atendiendo á su propia conveniencia y para justificar ante el mundo su proceder— garantizar la paz, el orden, la civilización y el progreso entre nosotros.
Con tales auspicios comenzó la intervención militar americana, iniciándose con ella el período que podemos llamar constituyente, tras el cual habrá de quedar organizado, en su aspecto definitivo, el estado político de Cuba, no por obra del acaso, sino como resultado necesario de la política que allá por el año veinticinco aconsejaron al Presidente de la nación vecina, el Ministro residente en la capital de nuestra antigua metrópoli.
Nadie podrá negar, de buena fe, que nuestro pueblo acogió regocijado el concurso que se atribuyó el extranjero en la creación de nuestro porvenir.
Conjuntamente con la satisfacción de la victoria, surgió en nuestro espíritu un sentimiento de respeto y gratitud hacia el vencedor. Admiramos —poseídos tal vez de neurosismo exagerado— sus instituciones y quisimos copiarlas.
Proclamamos su incomparable poderío, su fuerza y su riqueza, para estimularnos á nosotros mismos, aspirando á la gloria que del concurso de tales condiciones se deriva; y saludamos con deleite la aurora del nuevo día, en el hermoso pabellón americano, emblema de bienandanza, prosperidad y cultura.
Más que el gobierno interventor, nuestro pueblo se empeñó desde el primer momento en americanizarse á la carrera, y cuando se trató de hacer la Ley fundamental del nuevo estado, unánimemente aceptó la convención nacional una forma de república á semejanza de la que, en la nación anglo sajona, ofrece tan maravilloso resultado en la prosperidad privada y pública.
Así comenzamos á prepararnos para la independencia en el período constituyente que hoy toca á su fin.
El gobierno americano, en tanto, consecuente con el criterio político que ha inspirado su conducta respecto á nosotros, desde que, en la alborada del siglo diecinueve, se inició la desmembración del imperio colonial español que había de dar por resultado andando el tiempo la creación de las nacionalidades latinas del continente nuevo, condensaba en la enmienda al presupuesto de guerra del año corriente conocida con el nombre de su autor, sus aspiraciones y deseos, y después de hacerla Ley de la República, la sometió á nuestra Convención Nacional para que se aceptara como aditamento necesario de la Constitución que había de hacerse.
Sorpresa y grande hubo de producir en el montón anónimo la decisión, al parecer violenta, del gobierno interventor; pero no en los hombres reflexivos, que vieron en la Enmienda Platt, en primer término, la síntesis de la política cubana de la Gran República, el resultado de meditación lenta, de convicciones arraigadas y de propósitos decididos de todos los que, en el transcurso de muchos años, han tenido á su cargo la dirección de los asuntos públicos de aquel país.
Nuestros convencionales vacilaron en el primer momento; y desde luego se formaron dos bandos perfectamente definidos en el seno de la Asamblea Constituyente. El uno se decidió á aceptar, si no gozoso, resignado, la Enmienda del Senador por Connecticut; y el otro la rechazó en nombre de los ideales genuinamente cubanos, en nombre de la aspiración perpetua de nuestro pueblo á la independencia absoluta sin trabas ni limitaciones; pero ambos convencidos de que, por ley fatal de la necesidad, por decreto inapelable del destino, nuestra suerte futura habría de depender de la nación interventora.
Consecuencia de aquella división que se produjo en la Asamblea Constituyente, ha sido la que, al tratarse de la elección del Presidente de la joven república, se nota en el pueblo cubano.
Unos apoyan decididamente la candidatura del ilustre don Tomás Estrada Palma, y otros la del no menos benemérito de la patria don Bartolomé Masó. Los segundos inspiran su proceder más que en las simpatías personales y en la limpia historia del distinguido general, en que éste ha hecho manifestaciones que revelan su propósito de trabajar desde el sitial de la presidencia por la revisión de la carta fundamental, en la parte que se refiere á la aceptación de la ley Platt.
Los otros entienden que don Tomás Estrada Palma, amoldándose mejor á la realidad de los hechos consumados, llevará por mejores derroteros la nave del Estado sin debilitarlo en el empeño insensato de una revisión imposible.
Esta es la única diferencia sustancial entre Estradistas y Masoístas, entre plattistas y antiplattistas, como ha dado en llamarles algún periódico.
¿Dónde está la razón? He aquí el problema. Todo el pueblo cubano es amante de su independencia. Los partidarios del señor Estrada Palma no ceden en patriotas puros y desinteresados, á los partidarios del señor Masó.
El culto de la patria inspira el proceder de todos; pero unos entienden que la Ley Platt, limitando la soberanía efectiva, nos lleva á la anexión inmediata; y otros entienden que con la situación de la ley Platt, se realizará á la postre ese acontecimiento, pero sin las perturbaciones que económica, política y socialmente pudiera acarrearnos en definitiva una oposición sistemática á los deseos y propósitos manifiestos del Gobierno americano, á lo que para ese gobierno constituye asunto irrevocablemente resuelto.
Y en ese sentido se agitan ambos bandos, dirigiéndose violentos ataques en la prensa, cuya rudeza pasa en ocasiones los límites que la prudencia más rudimentaria aconseja á un pueblo que, como el nuestro, aspira á constituirse en estado soberano y debe hacerlo en las condiciones en que al destino plugo colocarnos.
Entre esos ataques, se ve con dolor que no es el menos sugestivo el que se dirige con frecuencia al señor Estrada Palma, suponiéndosele americanizado ó anexionista.
Los que de cerca ó de lejos conocemos al insigne patriota que, en los años terribles de la lucha, sustituyó á Martí en el amor y en el respeto de los cubanos, manteniendo viva la antorcha de la fe que encendiera el mártir de Dos Ríos, debemos sentir profundo desaliento en el alma ante el injusto ataque que sólo en el ardor de una contienda electoral, irreflexivamente ha podido dirigirse en ese sentido al señor Estrada Palma.
El consecuente patriota de toda la vida, el mártir resignado de las libertades cubanas, no puede en el ocaso de su existencia quebrantar sus convicciones arraigadas. No, el señor Estrada Palma no puede ser anexionista. Ha sufrido mucho por la independencia de su patria y quiere llevar á la tumba, por lo menos, la satisfacción íntima de mártir respetado.
Si reconoce y acepta la situación cercada por la Ley Platt, no comete ciertamente pecado de anexionismo.
Si acepta esa situación —nos atrevemos á asegurarlo— es por la razón porque la acepta el que esto escribe, por la misma razón porque la acepta la gran mayoría de este pueblo. Por amor á Cuba, á la independencia perdurable de nuestro pueblo.
Dadas las condiciones en que el destino ha querido que éste viniera á la vida de las naciones libres, es evidente que la Ley Platt es una verdadera garantía de la independencia. Determina un protectorado, que es la verdadera condición de vida civilizada de las naciones débiles y pequeñas.
Nuestra futura nacionalidad nace raquítica y pobre. Ni por sus condiciones geográficas, ni por su población, ni por su riqueza, ni por su estado social, puede Cuba ser una potencia en la verdadera acepción del vocablo. Su independencia, estaría siempre limitada, como lo ha estado la de los estados Danubianos, Samoa, el Transvaal, Egipto, y otros por la acción inmediata y constante de las grandes naciones. Este es un fenómeno social y político indiscutible.
Si Cuba hubiera obtenido su independencia sin la tutela ó protección de los Estados Unidos —que no otra cosa significa en realidad la enmienda Platt— ¿podría someterse á la inmediata, necesaria y seguramente funesta influencia de las grandes potencias que hoy por la fuerza rigen los destinos del mando? Estamos seguros de que á nadie se le ocurrirá una contestación afirmativa.
Se dirá que los Estados Unidos no habían de consentir —escudados en la doctrina de Monroe— la injerencia de las naciones aludidas en nuestros destinos.
Es exacto, hasta cierto punto, por que esa doctrina, elevada ya al rango de Ley internacional, se refiere únicamente á la adquisición de territorios en el continente americano y no á otra cualquiera intervención que por motivo justificado pueda pretender una nación europea.
Pero el ejercicio de la hegemonía americana en ese caso, siempre determinaría una intervención que por no estar reglamentada habría de producir las perturbaciones consiguientes que necesariamente acabarían por agotar las fuerzas vivas de esta sociedad que, desquiciada y mal trecha, pedirá á la postre para remediar sus males una anexión definitiva.
Esto puede, en verdad, evitarlo la Ley Platt. Bajo este aspecto —único racional en que debemos considerarla— ¿podrá negarse que nos es beneficiosa en cuanto garantiza nuestra personalidad, nuestro sosiego, nuestro bienestar material y por ende nuestra independencia en el único sentido en que podemos gozarla por ahora?
De nuestro buen juicio y nuestra cordura dependerá que perdure la situación que en breve ha de crearse.
Si tenemos instinto de conservación —como lo tiene á no dudarlo el señor Estrada Palma— si nos atenemos al fondo de las cosas y no á la forma quebradiza y mudable de las instituciones humanas, nuestra república vivirá garantizada por nosotros mismos.
La federación americana nos dará lo que nos falta, nos prestará la fuerza que se deriva de su inmenso poderío, de su incomparable riqueza, de su indiscutible capacidad para la vida culta, y en el porvenir será nuestra patria una nación no menos respetada por propios y extraños que Bélgica y Holanda que Suiza y Transvaal.
Esto quiere, esto desea, á esto aspira el gran patriota, el austero ciudadano, el cenobita de Central Valley.
Convencido de que sólo en la situación que ha de crearnos la Ley Platt, puede mantenerse nuestra personalidad, convencido de que de otro modo ésta desaparecería entre la de las nuevas adquisiciones territoriales de la Gran República, el Sr. Estrada Palma honradamente se propone mantener esa situación, no por amor á los Estados Unidos sino por amor á Cuba, no para servir á aquel Gobierno que, después de todo no pretende anexarnos, sino por servir á su patria querida, á la que ha sacrificado siempre su tranquilidad, su bienestar y su vida entera.
Emilio Iglesia.
Este artículo se publicó unos dos meses antes del 20 de mayo 1902, fecha en la que los Estados Unidos entregan el gobierno de Cuba a Estrada Palma, ganador de las elecciones (N. del E.).
Bibliografía y notas
- Iglesia, Emilio. “La Ley Platt y el Sr. Estrada Palma”. Revista Cuba y América. Año 6, núm. 110, Marzo 1902, pp. 398-400.
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