Paisaje Matancero desde Letras en 1912 por Wenceslao Gálvez.
Vuelvo de las alturas de Versalles. Haciendo ejercicio á pie, á solas con mis ideas, he salido de la ciudad ascendiendo hasta Versalles.
El tiempo es fresco y las dificultades del camino, las aceras que se desmoronan, el agua que se estanca en las depresiones del arroyo se vencen sin fatiga y ya en el puente puede admirarse el paisaje frecuentemente contemplado. Es más para admirado que para descrito.
A un lado la ancha bahía que hace horizonte. Algunos vapores anclados á distancia rompen la monotonía de las aguas tranquilas. Imaginarse al verlos que reposan de las ansias de un alumbramiento ó que esperan la dulce carga del azúcar que habrá de fecundarlos:
están sobrenadando como los alcatraces de largo pico que se dejan arrastrar por la suave corriente. De lejos vienen los jadeantes golpes de una embarcación de gasolina que á penas se distingue. Casi debajo del puente algunos viveros donde se advierte la pugna de los prisioneros por salir de la red.
A entrambas orillas del Yumurí pequeñas embarcaciones amarradas y alguna que otra cachucha bordea el río atiborrado de mangle. Más allá se descubre el abra que subyuga y atrae. Es como un desgarramiento de la montaña para ofrecer al espíritu el paisaje deslumbrante del valle y en lo alto, á la izquierda, la silenciosa ermita del Monserrat como recogida por la emoción que le produce el valle.
Seguimos nuestra marcha al sol. Los pequeños proveedores de frutos del país anuncian su paso con voz estentórea y los racimos de plátanos verdes atados á un listón del carro se bambolean á compás del paso del caballo como si bailaran la danza del vientre.
El cuartel, que en siglos pasados alojaba á los conquistadores, hecho para que durase una eternidad como si al hacerlo no se contara con la historia colonial, está custodiado por jóvenes militares del país. No puedo menos de sentir una pueril satisfacción al ver á los soldados de mi tierra.
Al entrar en el paseo de Martí saludo á la estatua de Fernando VII erguido en su pedestal de mármol como si resurgiera á través de los siglos para contemplar el monumento que se eleva frente á él y que el patriotismo de un pueblo ofrece á la posteridad como testimonio de admiración á los que padecieron por la causa de la Independencia.
No quiero ver el abandono en que se tiene el paseo porque presumo que es transitorio. Una mancha de cerdos oscurece un momento la blancura del suelo y las hojas de los álamos jóvenes alfombran el camino.
La cumbre á un lado delimitando el paisaje, á la derecha la anchurosa bahía y detrás la plaza con sus casas alineadas á la falda de otra loma que se alza como para protegerla.
Una locomotora denuncia con su columna de humo por donde va pasando y arrastra penosamente unos carros que parece que se deslizan por los rieles. Sigo instintivamente la marcha del convoy y descubro la carretera de las cuevas como ancha y blanca cicatriz.
Nadie en el paseo, ni siquiera los niños del barrio corretean por la mullida alfombra que les ofrecen las hojas secas, ni un carruaje ni nadie.
Emprendo la retirada después de acercarme al monumento de los mártires á rendirles el tributo de mi devoción, alzo después la vista, ya á la salida del paseo, para ver de nuevo la estatua del rey de España y abandono el lugar conviniendo con Bécquer y exclamando:
“¡Dios mío, que solos
se quedan los muertos!”
Wenceslao Gálvez.
Matanzas, 1912.
Bibliografía y notas
- Gálvez, Wenceslao. “Paisaje Matancero”. Letras. 1913, p. 7.
Deja una respuesta