
Rótulos Trascendentales un artículo de José Antonio González Lanuza para la Revista El Fígaro en 1903.
Hace ya bastantes años que D. José Echegaray publicaba en diversos periódicos de España distintos artículos que después coleccionó bajo el título de “Teorías modernas de la Física” y que eran propiamente exposiciones de ciencia popular, esto es, amena vulgarización de conocimientos científicos. Uno de esos artículos llevaba por título “El Alfabeto” y comenzaba así:
“Nacemos entre prodigios, vivimos entre maravillas y descansamos, cuando la hora del descanso llega, en el fondo impenetrable de un misterio. Y á fuerza de codearnos todos los días y á todas las horas con asombros de diversos calibres nos acostumbramos á ellos, perdemos la sensibilidad y concluimos por no reparar ni aun en los de mayor tamaño.”
¿Por qué creerán Vdes., señoras lectoras y señores lectores, que me he acordado de semejantes palabras?
Pues porque yo también he observado cómo á diario nos codeamos con ciertas cosas muy interesantes, ya que no asombrosas, sin repararlas.
Cuando en este mismo semanario publiqué, hace meses, un artículo sobre estatuas de la Habana, pude comprobar que, á pesar de que ellas estaban desde hacía luengos años á la vista de todos los que en la ciudad residen, nadie había reparado ni en los ases y el cinco de copas del Paseo de Carlos Tercero, ni en la estatua de Esculapio, que al final del mismo se halla.
Lo propio ocurre con ciertos rótulos de nuestras tiendas, ya sean los nombres de las mismas, ya los reclamos que tienen por objeto atraer la atención del consumidor sobre el establecimiento y sus mercancías.
Sin embargo, en ellos hay algo que estudiar y se prestan a mucha más filosofía que lo que á primera vista parece. Comprobarlo es el objeto de estas líneas.
Vamos á prescindir, amables lectoras y lectores, de esas denominaciones divertidas, de puro disparatadas, como las de aquellas bodegas llamadas “El Convenio de Vergara reformado”, “Los Asturianos siempre en batalla” y “El Gallo brinca-cercas de Benito”; ó como el de una fonda modesta de la plaza del Cristo que se apellida “El Volcán catalán”, cosa muy propia para denominación de fonda y que tiene la ventaja de encerrar un despropósito geográfico, como lo es la existencia de volcanes catalanes en el trópico.
Vamos á prescindir de estos y otros tales, porque semejantes rótulos no tienen más trascendencia que la de evidenciar hasta qué punto llegar puede, en sus ingeniosas combinaciones, la majadería humana.
Rótulos trascendentales ciertamente son todos los que, hoy por hoy, y desde hace tiempo, anuncian mercancías en inglés ó indican en ese idioma el título y clase de las tiendas.
En este terreno, el primado corresponde, por lo menos en el tiempo y la constancia, á las barberías: apenas hay una que no ostente el letrero que dice Barber Shop.
Esto, por lo pronto, debidamente comprobado y registrado, para información de las generaciones futuras, podría evidenciar á éstas cómo, en la época presente, abundaban en Cuba los americanos y tenían la costumbre muy generalizada de afeitarse.
Exactamente como las “inscripciones iletradas” de las Catacumbas de Roma están evidenciando la verdadera y propia prosodia latina, así esta denominación en inglés, constante en nuestras barberías, muestra esa abundancia en Cuba de los yankees y esa su costumbre de ir afeitados. Apenas sentaron su planta en esta tierra en número bastante crecido, cuando todos los barberos se sintieron la necesidad de atraerlos, de advertirles en su propia lengua: “aquí se afeita!”
Y así han continuado las barberías, comprobando cómo siguen viniendo yankees en número no escaso, iniciando y manteniendo la práctica en la que casi todas las tiendas han entrado, de anunciar sus mercancías en anuncios bilingües, al mismo tiempo en español y en inglés.
Práctica, en verdad, de trascendentalísimo sentido, míresela como se la mire; y que de suyo es una tácita protesta contra la simpática y fervorosa majadería de los que hace algún tiempo declararon que el día en que nuestro presidente firmó el tratado de las carboneras fué un día “de luto para la patria”! ¡Ganas de hablar!
Pero no son los letreros en inglés de nuestras tiendas los que muestran un sentido político y social interesante. Nuestros establecimientos de comercio, por la costumbre local de darles denominaciones, las más de las veces caprichosas y pintorescas, han sido como un barómetro que en todo tiempo ha marcado con bastante fijeza la presión mayor ó menor, este sentido ó en el otro, de nuestra atmósfera política.
Durante nuestras guerras de independencia los títulos de las tiendas, que generalmente han sido siempre de españoles, eran muchas veces verdaderos gritos de guerra y casi casi formaban en batalla.
Recuerdo que en los tiempos de mi infancia había hasta marcas de cigarros con denominaciones de esta clase. Viene ahora á mi memoria una que se llamaba “El comandante Montaner”, cuyas cajetillas traían el retrato del heroico varón, que digno se haría seguramente de tal honra, pero cuyas hazañas entonces nunca supe (y confieso que tampoco las sé ahora), ignorándolas así mismo todos mis compañeros del colegio.
Por cierto, que esta marca de cigarros daba lugar á una cosa curiosísima, también de gran sentido político. Acostumbrábamos en aquella época en los colegios á “jugar á los Bancos” con las cajetillas de cigarros.
Para nosotros, estas cajetillas eran billetes; y las distintas marcas y tipos y clases diversas de cada una, tenían su diferente valor.
Jugábase con ellas; adquiríanse con ellas, consideradas como dinero y á título de compra-venta, dulces, lápices, cromos, etc., y hasta creo que por adquirirlas, muchas y buenas, hubo algún modorro caracterizado que llegó á vender sus libros por gruesas sumas en cajetillas de cigarros! Había entre nosotros coleccionadores entusiastas; y esta pasión (que precedió á la filatélica y á la tremenda de las postales) tenía hasta sus agentes mediadores de cambio.
Pues bien, en la singular cotización á que daba lugar todo esto, en la que una cajetilla de “La Honradez” (pongamos por caso) valía diez pesos y cinco pesos una de “La Legitimidad”, etc., las cajetillas del “Comandante Montaner” tenían un valor ínfimo. ¡Hasta eran de circulación difícil!
El espíritu levantisco del cubano se mostraba en esta insignificancia, como en cosas mayores.
Aquellos chiquillos, lo repito, no sabían lo que el tal Comandante había hecho para ilustrar su nombre hasta merecer tal distinción; pero no importaba: el instinto les advertía que todo aquello tenía su origen en alguna estropeada, más ó menos extraordinaria, del ideal cubano (¡era el tiempo en que Cuba tenía ideales y se moría por ellos!), debida al insigne Comandante, ó bien á él, por los suyos, pomposamente atribuida.
¡Et inde irae!;[1] y las cajetillas del “Comandante Montaner” (cuya escuálida, seca, dura fisonomía me parece estar viendo, en ellas pintada), víctimas de la ojeriza de los muchachos, habían caído en una grande y deplorable depreciación!
¡Ay aquellos tiempos…! En ellos, durante aquellos años, se verificó en España la restauración y volvieron los Borbones al trono, del que ciertamente no habían caído para siempre fueran ó no fueran raza espúrea, como declaró en Madrid, en tiempos de la “Revolución de Septiembre”, un famoso é histórico pasquín.
Inmediatamente las tiendas, que habían ostentado rótulos de sabor semi-republicano (el republicanismo liso y llano nunca fué hacedero en Cuba, porque la Revolución cubana, al decirse naturalmente republicana lo impedía), esas tiendas, repito, empezaron a recibir denominaciones monárquicas y aun dinásticas.
Bodega hubo, en la calzada de la Reina, que se tituló atrevidamente La Corona de Alfonso Doce; y así otros casos tales.
Pero dicha primera Revolución cubana cesó y en el acto hubo tiendas y bodegas que se apresuraron á llamarse El Convenio del Zanjón, que proclamaban altamente como cosa en verdad acaecida, mientras el propio General Martínez Campos llevado á ello por altibajos de la política, negaba su existencia efectiva y su realidad histórica en el Congreso español!
Y así sucesivamente, los nombres de los establecimientos fueron marcando la diversa altura de la columna barométrica.
He conocido una bodega en la calzada de San Lázaro que se llamó en un tiempo Las Reformas de Maura, honor que nunca alcanzaron las de Abarzuza, al menos, que yo sepa.
No sé, en cambio, de tienda alguna que se llamara La Autonomía, aunque sospecho que en 1898 debieron tomar algunas, quizá, este nombre efímero, que no simbolizó entre nosotros, al fin de la jornada después de haber condensado los anhelos de una generación entera, sino el lamentable y melancólico epílogo de una secular cadena de desaciertos.
Pero yo no estaba en Cuba en los siete primeros meses, de 1898 y sólo, luego, anduve por sus campos, entregado á un sport político de escasa trascendencia, para volver de nuevo á los Estados Unidos y regresar al cabo á la Habana á fin de enero de 1899.
En aquellos días se verificaron en títulos y etiquetas de tiendas transformaciones sorprendentes. Conocía yo á un señor, catalán, muy buen amigo mío ciertamente, dueño de un establecimiento entonces muy acreditado, que escribía sus cartas comerciales en papel encabezado con una viñeta con el nombre de su casa y detalles de su situación, dirección cablegráfica, giro á que estaba dedicada, etc.
En la viñeta, a la izquierda, había un medallón en cuyo centro aparecía el General Prim en Castillejos (ya he advertido que el dueño del establecimiento era catalán).
¡Pues bien, á partir del primero de enero de 1899, el General Prim desapareció de la viñeta! Ella, la nueva, continuó igual á la anterior en todo, salvo en esto: el ilustre caudillo de “la guerra de África”, figura que no podía ser antipática para los cubanos, ¡había sido sustituido, en el mismo medallón, por la imagen de la Estatua de la Libertad que en New York se yergue sobre el islote de Bedloe, iluminando la bahía por la que se paseó el “Vizcaya”, á juzgar por lo que muchos creyeron, escupiendo por el colmillo!
Del mismo género, pero de mucha más gracia, fué otra transformación singularísima. Existía, la Calzada del Monte, desde muchos años atrás, una tienda que se llamaba Las Glorias de Pelayo.
El dueño de este establecimiento, hace poco desaparecido, pensó sin duda en aquellos días que, una vez terminada en Cuba la soberanía española, era peligroso cobijarse bajo el nombre del primer rey de la Reconquista. ¡Vaya V. á ver por qué!
Pero es el hecho que puso por obra la sugestión de sus temores cambió el título de su casa, dejándole su misma estructura, alterando sólo el nombre de la personalidad cuyas las “glorias” eran; pero advirtiendo al final la transformación, para dejar un eco claro del antiguo título, para mantener su propia entidad comercial, para no perder el crédito adquirido ni la marchantería ya habituada; y en virtud de todas estas cosas, la tal tienda se llamó, durante cierto espacio de tiempo, de este modo extraordinario: Las Glorias de Maceo, antiguas de Pelayo!!!
Aquí la sutileza mercantil se combina con el candor, es indudable; y aunque la cosa parezca tan disparatada, yo le doy fé. Y digo que le doy fé, porque debo declarar, para ser probo, que este rótulo no lo he visto por mis propios ojos, pero me ha afirmado su existencia un amigo con el que una vez hablaba de estas cosas, hombre veraz, que nunca me ha dicho la más ligera mentira.
Después de todo, ello no tiene nada de extraño. ¿No aparece todos los días, en el Diario de la Marina, un aviso de las alzas y bajas de los valores cotizables, bajo este rubro no menos estupendo: “Cotización oficial de la Bolsa privada”?
Pero todo lo anterior es tortas y pan pintado, al lado del ejemplo dado entre nosotros por un establecimiento muy antiguo y conocido de esta capital.
La librería de Wilson ostentaba, desde su fundación, un rótulo en inglés, que decía American book’ store; y jamás semejante denominación se había cambiado.
Pero sobrevino la Revolución, empezóse á decir que los Estados Unidos prestaban un apoyo solapado á los revolucionarios, surgió el incidente del Alliance con motivo del desembarco de Maceo, creció la ojeriza contra los americanos; y un día, al pasar por la conocida librería, advertí con sorpresa que el antiguo letrero se había cambiado: decía entonces English book’ store!…
Los meses transcurrieron, los tristes sucesos de la guerra iban desarrollándose, y un buen día, ¡digo!, un mal día (de los peores) yo mismo fui preso y deportado; y vino, después de habérseme puesto en libertad, mi tiempo de emigrado en New York y mi rough camping por el Camagüey, al que me trajo mi amigo Domingo Méndez Capote, y los meses de la Asamblea de Santa Cruz del Sur.
Nombróse en ésta la comisión que había de ir á Washington, á gestionar la paga del ejército cubano, bajo la presidencia del General Calixto García, de cuya comisión formé yo parte.
Volví á la Habana, en octubre de 1898, después de dos años de tormentosa ausencia; y en uno de los cuatro días que en la Habana estuve, de paso para New York, pasé una vez por la librería de Wilson.
¡Oh sorpresa! El rótulo en cuestión nuevamente se había transformado.
La guerra entre España y los Estados Unidos había llevado consigo la creencia de que Inglaterra había prestado á los americanos no sé qué auxilios misteriosos, ó qué apoyo secreto; y el sentimiento español estaba tan irritado contra los ingleses como contra los yankees. El English book’ store era tan arriesgado como el antiguo American book’ store.
¿Qué hacer? —se habría dicho el propietario. Era cosa de no saber á qué carta quedarse. Era preciso adoptar un título que no comprometiera, seguro, definitivo, anodino y tranquilizador. Y en virtud de todo esto, la antigua y conocida librería había llegado á ostentar este letrero, altamente diplomático: ¡International book’ store!!! “All is over!” se debió haber dicho el propietario.
Más en este mundo ya no puede creerse ni en la paz de los sepulcros y el ingenioso rótulo cosmopolita estuvo también a punto de desaparecer.
¿Qué cosa mejor, durante el Gobierno Militar de la Intervención, que restablecer el antiguo letrero American book’ store? Y este primitivo rótulo volvería así á ostentarse; sobre todo, si al fin resultaba que “los americanos no se iban de Cuba”.
El dueño debió pasar por muchas cavilaciones, debió experimentar grandes dudas. Temporada hubo, corta, en verdad. en que todo letrero desapareció; pero al fin, prevaleció la sugestión de la diplomacia y la librería continúa hoy llamándose “Internacional”.
Y ciertamente lo es, porque no sólo se encuentran en ella libros en inglés, libros americanos, sino libros en todas lenguas. El nombre ha hecho la cosa, en esta vez, por excepción.
Veremos los destinos que le reserva el porvenir; pero confesemos que ella ha sido el mejor de todos los indicadores de los accidentes distintos de nuestra política en el más próximo pasado de nuestro pueblo.
¡La historia de sus denominaciones diversas está entretejida, íntimamente conectada con la historia de Cuba!
Todo esto tiene, naturalmente, más miga que lo que á primera vista parece. Sirve para determinar la especial psicología del comerciante y la posición que ocupa en la sociedad contemporánea.
El comerciante, por lo general, es conservador y amigo del gobierno. De acuerdo con éste se halla casi siempre su interés; y su más natural tendencia le lleva a procurar que el Gobierno le tenga siempre por amigo.
Pero al mismo tiempo necesita halagar al pueblo, que es el que le compra, al consumidor del que vive y todo lo espera; y el Gobierno y el pueblo casi nunca están de acuerdo!
Cuando la oposición entre estos dos términos antitéticos, y casi recíprocamente antipáticos, se acentúa, el comerciante adopta, ó procura adoptar, la posición de equilibrio, y entonces comienzan sus sudores, sus fatigas y, al propio tiempo, el despliegue de su más fina ingeniosidad.
Esta se aguza á veces de una manera increíble y se traduce en una prodigiosa facultad de adaptación á los medios más diversos y las situaciones más distintas.
Pero me detengo. No quiero entrar de lleno en este singular capítulo de la sociología contemporánea; no me propongo dar la lata al lector. Me basta con sugerir estas ideas é indicar la vía por donde ellas marchan.
Después de todo, estos renglones no son otra cosa que la ilustración, por medio de unos cuantos ejemplos, de una frase de Alphonse Daudet, que leí en una de sus novelas, (“La Petite Paroisse”), profunda y fina, filosófica y humorística, que transcribo aquí, para concluir, como la más adecuada moraleja de estos cuentos con los cuales he perdido sin duda un rato y he hecho perder otros más á los que los leyeren:
“¡O clavier du commerçant, cent fois plus subtil et nuancé que la gamme chinoise…!”[2]
J. A. González Lanuza. Abril, 1903.
Bibliografía y notas:
[1] ¡Et inde irae! del latín: Y de ahí la ira.
[2] ¡Oh teclas de comerciante, cien veces más sutiles y matizadas que las gamas chinescas! (T. del E.)
- González Lanuza, José Antonio. “Rótulos Trascendentales.” El Fígaro, Periódico Artístico y Literario. Año XIX, no. 18, Mayo 3, 1903, p. 210, 211.
- Librería Internacional Wilson. El Fígaro (Febrero, 1899).
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