Sergio Carbó explica en la Revista Bohemia “Cómo y por culpa de quien cayó el Presidente Ramón Grau San Martín” en enero de 1934.
Sergio Carbó, el formidable panfletario, el revolucionario destacado y el amigo distinguido, recurre a las páginas de Bohemia, para desde la misma tribuna en que fué aludido a través de un artículo de nuestro valioso y simpático colaborador señor Rubén de León, hacer las aclaraciones que estima. oportunas.
Al acoger el formidable trabajo firmado por el señor Carbó, de la misma manera que al acoger los muy interesantes suscritos por Rubén de León, Bohemia se ha mantenido fiel a su política y a su línea de conducta consistente en ofrecer vehículo y ambiente a las ideas que se debaten y que siempre son beneficiosas desde un punto de vista histórico y ejemplarizante.
Tenemos la seguridad de que en lo íntimo de los señores León y Carbó, palpitan dos recias figuras de la juventud heróica y denodada que luchó abiertamente contra la Tiranía y que luchará decididamente en todos los momentos por la victoria de nuestra nacionalidad y de nuestro pueblo.
Esa certeza que implica la seguridad de las buenas condiciones y propósitos de ambos, nos permite asegurar que si discrepantes los dos valores revolucionarios en el terreno histórico e ideológico, fundamentalmente continuarán ligados por idénticos anhelos y esperanzas.
De aquí que nos felicitemos de la circunstancia que establece esta transitoria disparidad, que dá la oportunidad a Bohemia de ofrecer a través de sus páginas la sugestiva palabra de estos dos hombres valientes y capaces, que a despecho de los humanos errores, tienen méritos y virtudes innegables.
En la última edición de este popularísimo semanario aparece un artículo, último de una serie por lo que veo, a lo largo de la cual el señor Rubén de León, apolítico “enragé”1 y ahora pontífice máximo de un nuevo partido, asume el papel de supremo juez en cuestiones revolucionarias, historiando a su manera el golpe del 4 de Septiembre2 y lanzando veredictos jupiterinos como es de rigor que lo haga todo el que se cree en posesión absoluta de la verdad y la acapara como una exclusiva paraferna.
Después de la caída de Machado, sustituido por una confusión de valores en que las lenguas mendaces han sido las armas más activas, nada me extraña ni nada me asombra.
El tener una historia de combate y de sacrificio incesante es la más imperdonable de las provocaciones en estos días oscuros que vivimos; la popularidad es el peor de los crímenes y el que ha pasado sin mancharse sobre el pantano, como la sombra, horro de ambiciones bastardas, dándolo todo a cambio de la vaporosa satisfacción de haber cumplido con la patria sin cobrar nada por ello, es un tipo desclasificado, a quien los envidiosos de posiciones y de gloria no pueden soportar.
En los tiempos de Esparta, más sinceros que nuestros tiempos, se les condenaba al ostracismo, para que purgasen el delito de ser demasiado decentes y demasiado celebrados. Cuando la Revolución Francesa —Dantón, el Alcalde Bailly— Se les colgaba de los faroles, después de acusarlos de “traidores”, y se les guillotinaba:
en nuestras latitudes, más cobardes, más pérfidas, la amargura del prestigio ajeno se manifiesta por la difamación. Yo he sentido de cerca esta ola asfixiante de gas ponzoñoso y a fuerza de respirarlo estoy inmunizado ya. Nada me sorprende. Bien merecido me lo tengo, por haber arrojado en la hoguera no ya la fortuna, no ya la propia vida, que se pierde en un instante de una vez y para siempre:
sino el propio corazón, todo el corazón, que sobrevive y que sangra. El pueblo anónimo que me ha seguido con los ojos a lo largo de mi accidentada trayectoria, el “sector invisible” de los que sufren sin divisa ni aspiración material las intransigencias de los otros sectores en que se ha desguazado la patria, del cual soy personero y al que defendí y defenderé siempre en la medida escasa de mis fuerzas, conoce este pequeño calvario y me comprende hasta el fondo. Es mi único galardón, que nada ni nadie podrá arrebatarme.
Y vamos ahora al eje de la cuestión: en el trabajo de referencia —que firma el estudiante León— se hacen algunas apreciaciones ligeras y desconsideradas que, por lo falsas y por lo que lesionan la realidad histórica, más respetable que mi propia realidad personal, deseo rectificar cuanto antes.
Después de una tediosa relación, donde el señor León escribe lo que le place y cita a quien le interesa, señalándose a sí mismo como al Mesías redivivo, cortando ciertos diálogos interesantes de los cuales parece no querer acordarse, afirma o parece afirmar que la candidatura de Hevia, la cual yo defendí, pero que no inicié por cierto, fué una “imposición militar”. Eso es falso.
Ante la renuncia inesperada de Grau San Martín, presentada sin contar con los hombres que lo habían exaltado y lo habían defendido denodadamente, la solución Hevia fué presentada y llevada adelante contra la voluntad de Batista, expresada ya a favor de Mendieta, como una maniobra desesperada para salvar los principios del cuatro de Septiembre.
De esta afirmación pueden responder los señores Reinaldo Jordán, E. Fernández, Fernández de Velasco, ex-secretario de Trabajo, Dr. Irisarri, y otros muchos que estaban presentes en aquellos momentos vibrantes, entre los cuales figura el propio Sr. Carlos Hevia, cuyo silencio, ante esta afirmación que nada le honra, atribuyo a no haber leído hasta el final la prosa de León.
A pesar de que el valor moral es planta exótica en los días grises que transcurren, confío en que las personas mencionadas no osarán desmentirme, aunque no ratifiquen públicamente lo que digo, que sería demasiado pedir. Los Dres. Carrera Jústiz, Luis Almagro y el Ingeniero Beola, pueden dar fe de lo que allí ocurrió, puesto que también fueron de los primeros en enterarse.
Por antiguos vínculos en la lucha, por espíritu de justicia, tengo la seguridad de que ellos dirán la verdad, desmintiendo la audaz afirmación del altisonante Herodoto que falta a la verdad cuando dice que la candidatura de Hevia fué una imposición militar. Es más:
El señor Enrique Fernández, Fernández de Velasco y yo fuimos los primeros que llegamos al Campamento de Columbia, y los primeros también en combatir la pretensión del Coronel Batista (a quien Grau había hablado ya de su renuncia antes que a nadie), de propiciar la fórmula Mendieta como única para resolver el problema de la paz.
Acaso el doctor Grau estimó llegado el instante a que se refiere el articulista, cuando le manifestó “que si la única fórmula para pacificar los ánimos y dar tranquilidad a la Isla era que él entregara la Presidencia a otro revolucionario, no esperaría a Febrero ni a Mayo para retirarse”.
¡Por eso, ante su peligrosa retirada, los que habíamos dado el pecho en los peores momentos, nos apresuramos a seleccionar a un hombre del 4 de Septiembre, antes de dejar caer a la República vacilante en el caos de la anarquía y de la posible guerra civil!
Falta León a la verdad cuando afirma que “Batista no estaba solo: estaba acompañado por Carbó y Lucilo de Pena, que tomaron participación aquella noche en la caída de Grau”.
Grau había renunciado ya, destruido por sus palaciegos, hecho polvo por los “apolíticos”, abandonado oficialmente por el Directorio Estudiantil en una carta pública, minado por los que como Rubén León, celebraban conciliábulos constantes con Caffery y por los funcionarios que, con torpeza inaudita, atacaban públicamente al Ejército, único sostén de un gobierno a quien el apoliticismo prohibía lanzarse a la propaganda popular y mover las masas; porque el gobierno de Grau San Martin, a pesar de estar cargado de buenos propósitos, no era más que éso: un teléfono desconectado, un aparato de cine sin pantalla.
Aquella noche no cayó S. Martín: Grau había caído ya abrumado por la insensatez de quienes, como el Sr. León, creyéndose amos de los destinos de Cuba y procediendo con una petulancia que llegó a ser proverbial, formaron alrededor de él un circulo de exclusividad repelente, de torpe hostilidad hacia Batista, dócil y comprensivo
—es justo declararlo—
Como no lo ha sido jamás un caudillo militar hacia un grupo de civiles encaramado en el poder y sostenido en él gracias a la efectividad de su sable; porque lo único organizado y lo único sólido que en aquellos días se destacaba en el caos republicano era la tropa mandada por los sargentos. ¡Seamos respetuosos de la verdad y digámosla sin ambajes!
Cuando renunció, desconcertado y arrastrado hasta los limites de la desorientación y de la fatiga física, ya Grau estaba solo.3 Quizás el que le advirtió de la proximidad de nuestro fracaso con más energía y más franqueza, fui yo, tres días antes del día fatal, que históricamente no fué ni para él, ni para mí ni para ninguno de los que supimos mantenernos en la línea del deber y del sacrificio, una verdadera derrota: más bien fué una provechosa experiencia.
Entonces Rubén León, estudiante, no fué capaz ni siquiera de propiciarle la Universidad, que en las postrimerías de nuestra accidentada empresa le pedía a él la cabeza junto con las del Directorio Estudiantil, víctima de unos cuantos reyezuelos arbitrarios con ínfulas de reformadores de pueblos. Si con ese mismo séquito nefasto ha pensado Gran San Martín volver a la carga, que Dios lo coja confesado…
Yo, que le hice frente al Déspota Sanguinario sacudiendo en los aires y en la primera plana de mi glorioso periódico el ultimátum de los profesores y estudiantes, que fui tiroteado, perseguido a muerte y asaltado por los sicarios de Calvo por denunciar el asesinato de Rafael Trejo mientras su padre, burócrata machadista, ni siquiera se personó en la acusación por no perder el favor del Tirano, tengo autoridad para hablar sin rodeos, aunque la verdad sea dura.
Y si es preciso, continuaré hablando, señalando con el dedo y apelando a la inmensa masa ciudadana para desnudar a todos los sepulcros blanqueados, hasta unirla en un formidable clamor de reivindicación y de castigo contra los que “revolucionariamente” y con la escopeta recortada de sus necias vanidades pretendan monopolizar la Revolución, repartiéndose sus vestiduras como los centuriones se repartieron el manto de Cristo moribundo. ¡A cada uno su pedazo de gloria, ya que no hemos puesto mano sobre el botín!
He callado; pero ya tengo razón de sobra para levantar la voz, porque el período de Grau no fué para mí un lecho de rosas. Quebrantada la improvisada estructura gubernamental por la ausencia, la impericia y el debilitamiento de algunos fundadores a los que el acosamiento enemigo
—baraúnda de letra de molde, de campaña verbal, de explosiones de dinamita y de disparos de arma de fuego—
fué resquebrajando gradualmente, el “autenticismo” se disolvió como un terrón de azúcar en el agua, pero no fui yo por cierto de los que se desviaron de su guardia de honor.
Es posible que haya sido yo el navío más castigado de aquella cuadrilla, pues sobre mí convergieron, desprovisto de la coraza de una función protectora, los mayores volúmenes de fuego, en forma de insultos, de chismes arteros y anónimos, de hojas sueltas, de atentados frustrados, de odio artificial y ensañado, sin que por fortuna mía lograsen hundirme ni desplazarme: los cubanos no son tan malos, después de todo.
Ahora, cuando más indefenso estoy, sus caras ya cordiales me permiten andar sin máquina blindada. Y levanto la voz, conste, con el propósito exclusivo de hacer luz sobre un tema concreto, supliendo la falta de talla espiritual de tantos a quienes defendí y serví, de tantos a quienes hice, cuyo silencio egoísta no pasa de ser la máscara de una ingrata prudencia sancho-pancesca que les prohíbe acercarse y estrechar la mano honrada y amiga del hombre combatido: es humano, y lo encuentro muy natural. Yo no soy así, no obstante, y harto lo tengo demostrado.
Conozco el camino y llegaré a donde necesite llegar —no se alarmen los aspirantes a la Presidencia, que para tranquilidad de ellos no me ha dado esa clase de locura— con tal de que un cuerpo extraño, plomo o bacilo inesperado, no se me atraviese a la mitad de la senda.
Y volveré a ser generoso con todos, aun con los que no lo fueron para conmigo, y tornaré a brindar lo que posea, dinero, actividad, sangre si fuera necesario, a ese sector invisible de los que sufren y esperan, al cual amo y por el cual me agito sin cesar.
Ya, cuando las horas iban haciéndose largas y los ataques y los proyectiles arreciaban de los cuatro puntos cardinales, lo había advertido yo al buen Grau San Martín:
“El gobierno necesita desplegarse para sobrevivir: un gobierno enquistado es un gobierno difunto; para gobernar es preciso difundirse en la atmósfera nacional, hacer una gran política a lo largo de uno o varios partidos y desarrollar una vigorosa propaganda. Los soldados que nos ayudan y nos abrieron brecha se cansarán de ser hostilizados sin tregua. No podemos recostarnos en las bayonetas indefinidamente.”
Aunque sofocado por sus “sparring-partners” que pretendían censurarle hasta la manera de respirar, Grau era inteligente y comprendió. No obstante el criterio predominante de que los que hacen política
—¿Qué se creerán ciertos bitongos que es la política; la verdadera política?
—son unos galopines y de que los periodistas son unos sinvergüenzas, San Martín se escapó un día del colegio y accedió, de acuerdo con un grupo de personas decentes, a fundar el Partido Nacional Revolucionario, con el cual yo cargué sólo después, por diversas circunstancias especiales, dándole cara al aquilón de las falanges adversas.
Fué un triunfo, aunque efímero y parcial, sobre el “apoliticismo” agrio, que envenenaba los más hábiles recursos y las mejores avenencias con sus desplantes foscos: para determinados apolíticos el procedimiento auténticamente revolucionario consistía en gobernar a sangre y fuego en todas las circunstancias, imponiéndole así, a contra-pelo, nuestro programa a la República, aunque nadie supiera en qué consistía.
Antonio Guiteras Secretario de Gobernación
Mucho más tarde, Guiteras4 —al cual traje de Oriente para la Secretaría de Gobernación, apoyándolo contra la saña iconoclasta de los mismos “apolíticos” que lo quisieron barrer, y que en justa reciprocidad no me ha vuelto a saludar desde que perdió la colocación—
Guiteras, digo, junto con Fernández de Velasco, a quien también defendí cuando trataron de hacerlo saltar, y que tampoco me conoce ya me ayudaron a poner en marcha “Acción Revolucionaria”, organismo de coordinación y de encauzamiento de núcleos dispersos, bureau de propaganda y de proselitismo que, comenzando por la radiodifusión y por la distribución de carteles ofrecía sus primeros frutos en las semanas postreras de nuestra fabulosa aventura, tan pletórica de buenas intenciones como huérfana de unidad de acción y de previsión política.
Guiteras: he ahí un hombre bueno y valiente. Se olvidó de que la Revolución era no más que la lucha por la democracia, y se dió de lleno al izquierdismo, como quien se entrega al alcohol. Alguna vez le dije que nuestros ideales, por los que tantos habían perdido la vida, no eran precisamente la dictadura del proletariado ni la dictadura de nadie, sino la redención de todos los cubanos;
Parece que se disgustó como si lo hubiese maltratado, y se perdió por los senderos, del brazo de Chano Penabaz, sin decirme adiós. Si lee estas líneas en Morón, quiero que sepa que le envío un saludo cordial.
El estudiante Curti, hoy tesorero del Ayuntamiento de La Habana, formó parte del “staff” de la referida oficina. Un poco apasionado, pero puro de alma y sincero en los propósitos. Curti sabe bien qué forma defendíamos, ya en las últimas trincheras, al gobierno de Grau, cuando muchos otros camaradas se dedicaban a trepar ágilmente por la crujiente escala presupuestal.
Ya en esta sazón “La Semana” había caído en un segundo vía-crucis, en aras de la doctrina septembrista, bombardeada por el boycot implacable de la reacción admirablemente organizada.
Así, después de muchos años de brega, de conspiración, de incesante predicar, de persecución y de exilio, serví yo al Cuatro de Septiembre, echando sobre su tapete aleatorio mi prestigio envidiable de legionario gibareño, mis intereses y mi propia seguridad.
Así contribuí yo a consolidar lo que nació por una transfiguración tumultuosa y seguramente prematura, desde las noches insomnes en que siendo Secretario de la Guerra hice coronel al sargento Fulgencio Batista, leader de la colectividad militar, obligado por una imperiosa necesidad revolucionaria y con la escuadra norteamericana en Bahía, después de ensayar todas las recetas de avenencia con la oficialidad.
No hubo nadie en el Gobierno de los Cinco que estampara su firma junto a la mía, en el discutido decreto, y así lo proclamo, asumiendo de una vez la integra responsabilidad de tal acto, que no fue un mero capricho.
La madrugada aquella en que arengué a la inquieta tropa que empezaba inequívocamente a impacientarse, poniéndole la mano sobre el hombro a la figura máxima del golpe, mientras las campanas del Ángel desgranaban en toque de maitines, no se borrará de mi cerebro mientras viva.
Así serví yo al Cuatro de Septiembre: fabricando doctrina y haciendo Presidente de la República al doctor Ramón Grau San Martín, también en contra de la opinión de mis compañeros pentarcas, que respeto porque en ella campeó un punto de vista elevado.
Fué una memorable tarde, y se hizo en honor a la Junta Revolucionaria que acordó el cambio de sistema para servir la causa de la paz amenazada por un criterio rutinario de parte del público, nada familiarizado con una gubernamentalidad que aún ahora se moteja de “comunista”, cuando no fué sino simplemente colectiva y colegiada.
El remoquete de “comunista” lo he heredado yo, y mis amigos saben que lo sobrellevo con bastante dignidad y no poca resignación. ¡Con tal de que me pongan en lista a la hora del reparto!
Después de entonces, desde el primero hasta el último día, mi nombre voló por mil bocas gárrulas igual que un abracadabra diabólico; se me atribuyeron los errores de la situación sin faltar uno solo. En cambio, los éxitos, que no fueron tan contados, se borraban airadamente de mi hoja de servicios.
Por sentido elemental de honor, por solidaridad, por compañerismo, por deber, renuncié a definir mi verdadera actuación no siempre errónea, inclinada a la conquista de nuevas voluntades y en persecución constante de una legítima victoria, la victoria de una minoría que debió haberse transfigurado en mayoría con un poco de generosidad, de transigencia, de mano habilidosa y acogedora.
Sin ser visita diaria de Palacio no hubo una ocasión de peligro, ¡ni una sola!, que no me encontrase junto al Ejecutivo, para caer con él hasta el desastre, si hubiese sido nuestro destino cruento.
¡Ah, las noches durísimas en que el Palacio permanecía casi desierto, en que los teléfonos nerviosos campanilleaban exclusivamente para dar malas noticias y para anunciar degollinas finales!
Nadie me superó tampoco en diligencia para libertar cautivos, para atenuar rigores, para ahorrar inutiles derramamientos de sangre…
Fuí para Grau San Martín, al decursar de innumerables horas sombrías lo que fuera Cyrano de Bergerac para Cristián en la escena inmortal del balcón de Roxana: su colega leal, su coadyuvante desinteresado desde la penumbra conveniente de quien no pide participación en los laureles a pesar de afrontar el anatema en las equivocaciones inevitables, la mayor parte de ellas a cargo de los demás.
¿Lo habrá olvidado acaso el propio Grau San Martín? No lo creo. Pero si así fuera, el pueblo, para cuyo instinto clarísimo no hay muros espesos, sabe lo ocurrido. El mismo pueblo que me hizo justicia siempre conserva la exacta impresión de lo que yo fui para el Cuatro de Septiembre, de lo que yo signifiqué para mis amigos y aún para mis enemigos durante la etapa que acaba de transcurrir. Y eso me es más que suficiente.
Ni medré, ni coloqué queridas, ni vendí indultos, ni formé compañías, ni acepté trabajado y he ganado dinero toda mi vida.
Igual que en la época tremenda del Machadato, esta segunda época para mí supuso pérdidas materiales constantes y crecientes: todo sea por la patria. Pero encima de eso, de los áridos “apolíticos” que no ligan intereses con nada que no sea sus descarnados y feroces exclusivismos despiadados, no me ha venido más que ingratitud y difamación gratuita. Las excepciones, que no faltan, confirman la regla.
Su espíritu intolerante, su virtud agresiva —no siempre “auténtica” ni acrisolada— su incontenible voracidad tiburonesca que les impele a dar de dentelladas a todo lo que brilla, aunque detrás del reflejo se esconda la carne intangible del amigo y del camarada, los arrastrará hacia el plano peligrosísimo de la oligarquía desaforada y machadizante;
eso, los grupos excepcionales y privilegiados detentadores de patriotismo, fué lo que nos obligó a luchar y a sublevarnos contra el viejo régimen, donde aún se podían encontrar hombres más cordiales, capaces de ayudar a un perseguido, con esa dulzura y ese sentido humano de los que han pecado mucho.
Tienen la característica de ser excesivamente benévolos para con ellos mismos de olvidarse fácilmente de sus palabras; las que me dirige Rubén León en las páginas de BOHEMIA, tan inconsideradas como altaneras que le arrastran a desconocer el respeto debido a un compañero de prisión y de fatigas, no responden a otras muy afectuosas que me dirigió en la asamblea de Columbia, cuando yo le pregunté ante doscientas personas si tenía algún reproche que hacerme;
Porque a mí, que trato con cortesía a todo el mundo, no se me habla jamás en la forma original y tronituante que aparece en sus diálogos vanidosos del artículo, en el cual, por lo menos, se denuncia a sí mismo como lo que en realidad no es: una persona muy mal educada.
Si no fuera un síntoma dramático de la desintegración nacional, de la anemia creciente de esta pobre patria que agoniza por crisis de ideas y por escasez de hombres, era cosa de morirse de risa. Confieso que no obstante su amnesia, su escaso comedimiento con las realidades y con los compañeros, no le guardo rencor: Rubén León, adornado por otras muchas cualidades, no es más que una faceta del ambiente.
La vida, la dura vida, docta institutriz, le señalará el buen camino; y es posible aún la salvación de su alma. Está ahora en la dolorosa transición del “apolítico” apóstata, que, inconsecuente con el país que observa, una buena mañana renuncia sin más explicaciones a sus convicciones arraigadas de antaño y se lanza a hacer política y a establecer comités…
¡He aquí una pequeña tragedia interior cuando se tiene sensibilidad, y el buen Rubén no carece de ella!
Y basta ya por hoy. Tanto hablan de mí, que he tenido que hablar de mí yo también. Es de mal gusto, lo comprendo: pero hay que dar el alto a los que confunden un silencio altanero, por encima de los partidos y los grupos frenéticos, con la timidez del culpable.
Soy un soldado de la primera línea de la Revolución y hay que respetarme, como yo he respetado a los demás, porque siento la religión de la amistad a la manera antigua:
por encima de la propia Revolución, con, ser más alta y más perdurable que Grau; que Batista, que yo y que todos y cada uno de nosotros. ¡Adelante, que la senda es escabrosa, y todavía hay mucho que caminar y que combatir!
Bibliografía y notas
- Carbó, Sergio. “Cómo y por culpa de quien cayó Grau San Martín”. Revista Bohemia. Volumen XXVI, núm. 10, año 26, 25 marzo 1934, pp. 28, 29, 40, 41, 42.
- Furioso. ↩︎
- De León, Rubén. “La Verdad de lo Ocurrido desde el Cuatro de Septiembre. Desde la Caída de Céspedes hasta la Posesión de Grau”. Revista Bohemia. Año XXVI, vol. 26, núm. 5, febrero 1934, pp. 28-30,39,40. ↩︎
- “El último día del Presidente Grau en Palacio”. Revista Bohemia. Vol. XXVI, Año 26, núm. 3, 21 enero 1934, pp. 36, 37, 44, 45, 49. ↩︎
- Guiteras, Antonio. “Septembrismo por Antonio Guiteras”. Revista Bohemia. Volumen XXVI, núm. 11, año 26, 1 abril 1934, pp. 30, 32, 38. ↩︎
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