Cuando dejé de la mano “Hermanita”, después de una primera lectura, animada, justo es confesarlo, más por turbadora fiebre de curiosidad que por sedante anhelo de comprensión, sentí vivos deseos de amontonar cargos contra Agustín Acosta.
Durante mucho tiempo, —¡Oh, la época en que yo adoraba a Dionysos y tenía ante los ojos la engañadora y fascinante visión del super-hombre de Nietzche! —, había enarbolado en mis impulsos iconoclastas el nombre del cantor de “Ala” para golpear, como con un mazo, esmirriadas figuras intelectuales, entronizadas en nuestra literatura por voluntad de distinguidos cronistas sociales, activos agentes de anuncios, escritores desprovistos de toda honradez artística y toda fe moral, y encantadoras “girls”, criollas, que tienen idénticos gustos en poesía y en música.
De la primera, aplauden los “versitos” morbosamente sentimentales, donde haya mucho “corazón”, rimado inevitablemente con“pasión”; de la segunda, prefieren el “fox-trot”, ese baile de contorsiones grotescas y carreras desconcertantes, amado por mi instinto de fauno y repugnante a mi aristocracia ideológica y sentimental de esteta.
Mas, con el transcurso de los días, mis afanes combativos se calmaron, como se calma la furia del torrente al desbordarse en la llamada y se despoja el árbol de hojas a la llegada del invierno, todo espontáneamente, por natural evolución.
Mis embriagadoras exaltaciones juveniles fueron atemperadas por mi constante analizar en el propio yo, y también por el conocimiento que adquiría en el trato continuo de los hombres, respecto a las vanidades, tonterías, ambiciones y torpezas de la humanidad.
Las aguas lustrales de la meditación, me limpiaron en parte de pecados anteriores. La serenidad,tal el divino Paracleto, envíado para consolación de los fieles, en el mito cristiano, —descendió hasta mi, rompiendo aristas, puliendo contornos, suavizando asperezas, y envolviéndome en un sentido unánime de bondad que hasta entonces me fuera desconocido.
El silencio, como una atalaya magnífica, se me abrió, para que desde sus ventanas, abiertas a a los cuatro vientos, pudiera vigilar los puntos cardinales de la vida. Evocando al suave pastor de Galilea, me dije: “Cada cual ofrece los dones que puede”; y agradecí todo obsequio.
Empero, no obstante mis esfuerzos por eliminarlos, de aquellas mis primeras luchas, odios y devociones, quedaron rastros en mi espíritu, como en el hombre de ahora, a pesar de siglos y siglos de evolución constante hacia una forma superior, perduran huellas del antropopiteco. Y uno de tales rastros era mi admiración por Agustín Acosta, y mi esperanza de que nos ofreciera su volumen definitivo.
Fué por ello que al recibir “Hermanita”, una palpitación de inexpresable gozo recorrió todo mi sér, y sentí la emoción expectante y única que reciben los iniciados en los cultos estéticos, al presumir próxima la revelación de una belleza desconocida.
Me entregaron el libro en la redacción de “El Mundo”, y no teniendo paciencia para abrir sus hojas con el corta-papeles, — ¡yo que siento enorme voluptuosidad desflorando con mis propias manos la virginidad de las páginas unidas! —, rogué que me lo cortasen con la cuchilla eléctrica, aún sabiendo, como en efecto sucedió, que la cubierta quedaría mutilada.
Leí el libro con febril premura. Pero no hallé lo que la espera me había hecho presumir: el espíritu de “Ala”, cuajado en fruto de maravilla deslumbradora, el volumen definitivo.
Ante el fracaso de mi esperanza, sentí, repito, deseos de amontonar cargos contra el autor de “Hermanita”, y una frase desoladora, impregnada en intonso desencanto brotó de los más recónditos pliegues de mi espíritu: “¡Agustín no debió publicar esto!”, exclamé.
He recordado y escrito los anteriores pensamientos míos, por tres causas: primera, por que una segunda lectura, (después vinieron: la tercera y la cuarta), luego de haber desdeñado preconcebidos propósitos de crítica, me ha hecho variar de opinión; segundo, como prenda de mi sinceridad y garantía de las palabras que vendrán después; y tercera, para dejar puntualizada la única objeción que, en mi sentir, puede ponérsele a “Hermanita”, y que ha siclo suficiente para enturbiar en muchos espíritus, —sobre todo en los que aman al poeta de “Ala”—, la admiración que debe suscitar clara y honda este nuevo libro de Agustín Acosta si se le considera únicamente en’ su valor intrínseco, aquilatando sus méritos propios, y dejando aparte por inútiles y engañosos toda suerte de consideraciones vanamente premeditadas y todo género de estudios comparativos, lo mismo aquellos que tienden a precisar las simpatías y diferencias que existen entre la obra pasada y la presente de Agustín Acosta, que los otros que intentan establecer un paralelo entro su obra actual y lo que imaginamos “que será la cosecha de su labor futura”. (Aunque ya, y, por tanto, presente para él, considero futura, para los efectos de un juicio, toda la labor inédita del poeta).
Acaso resulte lamentable y doloroso tener que confesarlo; pero, en verdad, esto de establecer parangones inútiles y arbitrarios ha sido el error que ha guiado a la mayor parte de las personas que han leído “Hermanita”, extraviando los juicios serenos y motivando un reproche tan injusto como infundado: “¡Agustín no debió publicar esto!”
Pero, ¿por qué decimos tal cosa? He aquí una pregunta difícil de explicar y, por tanto, de responderla categóricamente.
En efecto, ¿cuál es la base de la objeción? “Hermanita” es un bello libro. En afirmar tal cosa están acordes todos los que reprochan su publicación, como están acordes en reconocer que es, desde muchos puntos de vista, superior a la primera obra del poeta: es más sincero más humano, más vivido y tiene mas de su propia música, así como también más arte.
Sí, tiene más arte porque está mejor disfrazada la literatura, casi desterrada la retorica, y por que se percibe al través de todos los versos un ardiente anhelo de perfección integral, —casi siempre cumplido victoriosamente—, en la realización de los poemas, así como también se nota mayor unidad entre el vivir cotidiano del poeta, las múltiples sensaciones que recibe y la forma de expresar estas sensaciones.
En “Hermanita” están abolidas las imágenes brillantes como soles, inauditas como cantos de sirenas y gigantescas como montañas inaccesibles, que soliviantaron en otros tiempos la dedicación perenne de Agustín Acosta; imágenes que ponen un deslumbramiento insólito en las pupilas admiradas, pero obscurecen el sentido de los pensamientos, fatigan los nervios del autor, después de exacerbarlos como una sinfonía wagneriana ejecutada por titanes, y asordan al espíritu como un redoble de triunfales tambores épicos, en día de gran parada y fiesta nacional.
Lógicamente, “Hermanita” tenia que llegarnos así: desprovisto en parte de estridentes galas verbales y de policromías chillonas. Bien están las artificiosas sonoridades de palabras y los inesperados alardes de imaginación, cuando precisa halagar a bellas mujeres frívolas, a quienes se les regalan metáforas brillantes y ritmos sonoros con orgullo principesco de gran señor que dona sortijas resplandecientes y alfileres áureos para turbación de los sentidos; pero ambas cosas huelgan cuando ha de hablarse a la Elegida, cuando el poeta desoye los consejos utilitarios de mezquinas limitaciones, y proyecta su interior fuera de sí mismo, para que se entregue plenamente a la Esperada, como suprema ofrenda.
Tributo de amor, sembrado por el amor y cosechado por el amor —amor en su más acendrada expresión de pureza, idealismo y divinidad—, este libro exigía, para cumplir los sagrados fines a que se destina, —la canonización de una realidad en las basílicas del ensueño—, espontaneidad de manantiales, levedad de espuma y candorosa dulzura de antifonario.
Con tales factores puestos a contribución, es posible rimar poemas amorosos penetrados de una vaporosa blancura de culto, que serán recibidos por la amada con gesto gozoso, mirando en ello plegarias fervorosamente sentidas; y entregados por el amante en actitud sumisa y devota de triunfante que cumple un rito. Pero tales poemas están amenazados por un peligro inminente: ser considerados por los ojos indiferentes y los razonamiento fríos como puerilidades.
¡Puerilidades! ¿Y qué otra cosa que una puerilidad sublime es el amor en sí, cuando nos invade totalmente con fuerza de cielo absolutismo de dogma y fuerza incontrastable de cataclismo silencioso? ¿Dónde más puerilidad que en la emoción que sentimos al leve contacto de unos dedos amados, o que en las sensaciones que nos conturban al oír una frase cualquiera en labios de la mujer querida? Y, sin embargo, en esta puerilidades, ¡cuánta trascendencia, cuánta realidad y cuánta ventura, la única verdadera que existe sobre el mundo!
Esta ventura ha sido gustada plenamente por Agustín Acosta. Como cándida paloma, celeste portadora de un mensaje augural, ha posado confiadamente sobre la torre de ensueño, prolongada hacia la serenidad de los cielos extáticos, que es el espíritu del poeta. Y el poeta, obseso por la blancura de las alas nítidas y sugestionado por la música de incomparables arrullos acariciadores, ha sentido transformarse en oraciones trémulas todas las fibras de su carne, todas las sístoles y diástoles de su corazón, todas las palpitaciones de sus células cerebrales, y ha puesto esas oraciones ante el ave tímida que es símbolo de la pureza de su amor, como es símbolo también de otra pureza altísima: la del Espíritu Santo en la Iglesia católica.
El poeta ha superado en el arte de cantar cumplidamente el amor de su vida, el amor puro, el amor divino, el amor-culto: pero como tal género de amor, para serlo, debe estar cuajado de candor e idealismo, candor e idealismo que han hecho diáfana, — o inocente, ¿por qué no?; y, ¿dónde más elogio? —, su fantasía, hasta el punto de obligarlo a pensar exaltadamente que el sol no se pone porque está absorto ante la belleza de Hermanita; y como siempre no ha de encontrar ojos húmedos y brillantes de ternura, y corazones enamorados y labios rojos de pasión, propicios al elogio fraterno, por similitud ideológica y sentimental; como que también han de surgir espíritus tontamente graves y esperanzas sin fundamentos que se suponen defraudadas; como la que hace algún tiempo alentaba en mí —el poeta ha de oír de cuando en cuando la palabra de la rutina, dictada con tono definitivo y doctoral : ¡Puerilidades!
Y es lógico que tales espíritus piensen, sientan y se expresen de esa manera; porque para comprender y aquilatar plena y acertadamente el sentido, la emoción, el valor y la belleza latentes en “Hermanita”, sobran las reglas retóricas —tanto clásicas como “modernistas”— y precisan la quietud crepuscular, la templada atmósfera de un aposento silencioso, que haga blando nuestro espíritu a las sugerencias del ajeno sentir; radical substitución del afán de deslumbrarse por el anhelo de comprender, y, sobre todo, la fragancia de ensueño y exactitud que vierte sobre nosotros el recuerdo de la mujer igual a todas las mujeres que hallamos un día y otro día, que pasa altivamente por nuestro lado, como imagen de la tentación, y a la cual urgimos para que nos deje devorar en sus labios sensuales el fruto del placer que dura un instante; sino a la mujer que aparece una vez en nuestro camino, — ¡consoladora samaritana para nuestra red de ideal —prestigiada por el encanto de ser la Única, la Esperada, meta donde culminarán victoriosamente nuestras ansias de ventura, y a la cual rogamos, con la rodilla en el polvo el alma febril, transportada de emocionado misticismo, que nos permita adorarla, y si acaso que nos otorgue, no el fruto del placer que dura un instante, sino la exquisita flor de amor, que perdura gloriosamente por toda una existencia sobre el corazón enamorado.
Enrique Serpa, 1923.
Bibliografía y notas:
- Serpa, Enrique. “Sobre un libro de Agustín Acosta: Hermanita.” El Fígaro (Septiembre, 1923): 250-251.
- Agustín Acosta Bello ¿Y si Acosta fuera Agustín?
- Acosta, Agustín. “Hermanita: poemas.” Imprenta El Siglo XX, 1923.
- Escritores y Poetas.
Yolandacbritoalvarez@gmail.com dice
Gracias x compartir esta importante carta. Quizás demasiado larga para decir lo q al fin dice, pero q se puede percibir como una catarsis de Ruben, en tanto narra sus apresurados sentimientos. Desborda para mí, su pasión x Acosta. Leyó 4 veces el texto, para finalmente exaltar el romántico poemario. El estaba apasionado con la poesía de su compañero de grupo, pero además, exigía que el nuevo libro fuera como él quería. Nada más lejos del proceder de Acosta. El realizaba su obra de arte, no pensaba en otra cosa q en su desbordamiento de sentimientos y sensaciones.