Un Parisino en las Antillas – La Fonda del León de Oro. Fui a pasar cuarenta y ocho horas a Matanzas, adorable ciudad, risueña y activa entre todas, la que tiene el más lúgubre de los nombres.1 Matanzas sería el puerto de las masacres.
Un escritor contemporáneo de la conquista, Bernal Díaz del Castillo, cuenta que un barco yendo de Santo Domingo a Las Lucayas naufragó en la bahía donde más tarde nació Matanzas. La tripulación fue recogida por los indios, tan astutos como tan gastrónomos, los cuales, después de mucha cortesía, los mataron y bucanearon.
Una mujer y tres hombres fueron dejados con vida. Bernal Díaz del Castillo no da la razón de esta preferencia ¿Los sobrevivientes estaban demasiado flacos para figurar en un menú salvaje? Es posible ¿Los Caribes organizaban en esos tiempos un jardín de aclimatación? Dudo que alguna vez hayan soñado con aclimatar a los españoles.
Prefiero creer que Bernal Díaz del Castillo necesitaba algunos sobrevivientes para contar la historia. De cualquier manera desde 1692 la bahía lleva el lúgubre nombre de Matanzas.2
La villa se ha construido entre dos ríos adorablemente enmarcados, el Yumurí y el San Juan. Ocupa al fondo de la bahía una situación de las más felices, gracias al terreno ligeramente en pendiente sobre el que se levanta. Matanzas no tiene nada de una “villa provinciana” varios de sus barrios son tan elegantes como los más elegantes de la Habana. Algunas casas de tablones, de aspecto miserable, destinadas a abrigar la población marítima, entristecen desgraciadamente el puerto. El país pertenece a los americanos del norte, los que desarrollan su actividad proverbial.
Dejo a los guías el cuidado de describirle las cinco plazas, la estatua de Fernando VII, la aduana, los puentes, el cuartel, la catedral y todos los monumentos públicos, las 1500 casas de piedra, las 13 farmacias, las 70 bodegas, las 14 panaderías y las 25 tabaquerías que son los más bellos ornamentos de la villa. Usted no habrá olvidado mi profesión de fe. Pretendo describirle el país y sus costumbres; al diablo las estadísticas.
Estrecha entre sus dos ríos, Matanzas ha pasado los puentes. Dos barrios nuevos envuelven hoy la vieja villa del otro lado del San Juan, el Pueblo Nuevo, del otro lado del Yumurí, Versalles ¿Por qué Versalles? Si el esplendor relativo del hospital Santa Isabel, del fuerte San Severino, del cuartel, del paseo que por media legua acompaña la bahía, valió el pretencioso nombre al nuevo barrio, me parece absolutamente exagerado.
Si se ha visto en el valle de Yumurí un rival del parque de Versalles, declaro en revancha que este último ha perdido sin ninguna duda, y es la villa de Luis XIV quien debe pedir prestado su nombre a Matanzas, si Matanzas se digna a permitirlo.
Durante mi estancia estuve en la fonda del León de Oro3, dicho de otra manera, la posada del León de Oro. Ocupo el cuarto número 22; un cuarto singular pintado al fresco, el techo decorado con vigas a la vista.
En esta sala, los muebles dispersos tienen la importancia de un juego de dominó caído de un globo en el Campo de Marte. He aquí el inventario: tres camas, una silla, cuatro cucarachas, siete escorpiones, una taza, dos tercios de jarra de agua, una toalla, una mesa, una vela y su candelero, dos fósforos, un peine ornamentado de doce cabellos encontrado debajo de la almohada y de compañía veinte mil mosquitos.
Este inventario no se completaría si no hago figurar los frescos que ornan el número 22. Los colores son tan vivos que un ciego los vería en la obscuridad. Hay rojos intransigentes, azules oportunistas, blancos reaccionarios, verdes revolucionarios que nos hacen bajar la mirada.
En el panel del medio, la Fortuna se libra a ejercicios de acrobacia. Se pasea, con una pierna elevada, sobre una bola azul, en un pequeño camino arenoso. La bola sobre la cual su pie grosella se apoya tiene alas. No veo muy bien en que la podrían ayudar a rodar… ¡Pasemos a otra…! Una de sus alas está desplegada, la otra replegada cuidadosamente ¿Cómo indicar mejor los caprichos de la fortuna? Con un propósito del que ella sola posee el secreto, la diosa prodiga coronas y piezas de oro en un sendero donde nadie pasa.
Dos otros frescos cubiertos a mitad por los mosquiteros me parecen representar, un palomar de la edad media y el otro la Torre de Santiago rodeada de palmeras.
Lo que da al número veintidós del León de Oro un valor sin igual, es que da a una terraza que domina la bahía, la ciudad, el valle… todo el paraíso que bordea el Yumurí. Nada más maravilloso que esta azotea. Los insto a que la visiten conmigo.
Comencemos por la derecha. Las colinas boscosas tallan los bordes del horizonte. De ese lado, el verde oscuro domina. Algunos ingenios en pleno trabajo humean en la lejanía escondidos por ramos de palmeras.
Les he tantas veces hablado del sol, que esta tarde lo dejo ponerse solo.
Delante corre el San Juan moteado de púrpura y de azul oscuro, de plata también. Almacenes atestados, muelles inmensos llenos de cajas, de barriles y de sacos, tiendas, fábricas que lo bordean. Sobre el muelle las mercancías se amontonan listas para embarcar. De ese lado es un va y viene incesante de carretas pesadamente cargadas, arrastradas por bueyes en parejas, de quitrines en los cuales gentes ocupadas cubren de cifras su carnet, de jinetes que estimulan sus monturas. Los pequeños caballos resbalan sobre la ruta. Sus cascos hacen oír un staccato seco, rápido y regular. Los negros con el pecho desnudo muestran su fuerza, los chinos su habilidad. Nadie se entiende mejor que ellos para ahorrarse trabajo.
Domino la ciudad. La mirada va de una calle a la otra sin preocuparse de distancias u obstáculos. El sol baja. Las calles se llenan de sombras. Se salpican de luces. En las confiterías, los cafés, las bodegas, arden las primeras. Las ventanas de las oficinas les siguen. Los bebedores primero, los empleados después.
En una pequeña calle llena de hierba, los bueyes pastan libremente.
En las terrazas pavimentadas con mosaicos, mujeres jóvenes se balancean, medio dormidas en sus mecedoras. Los niños juegan. Se hablan desde una casa a la otra. Una terraza se ve desierta. Es la del Colegio de señoritas de Nuestra Señora del Carmen, del cual las pensionarias están rezando. La casa es de un azul María-Luisa.
Por debajo veo una vasta superficie de techos rojos. La mirada se sumerge en pequeños patios sucios y lúgubres. Allá, un magro caballo mastica algunas hojas secas de maloja, disputadas por una cabra y unos patos; aquí, sentada sobre el brocal de un pozo, una negra cambia de camisa… ¡Cerremos los ojos!
Frente a la entrada principal del León dorado, el mar, la rada llena de barcos alineados lado a lado, a lo largo del borde, en la desembocadura de los dos ríos.
Pero… ¿Qué veo arder, allá, a la derecha, cerca del horizonte? Es un campo de cañas quemándose. El humo se extiende a lo lejos. Para controlar el fuego, otra parte del campo fue incendiada. La llama corre, bajo el viento, frente a la llama. Los dos incendios se encontrarán y se extinguirán mutuamente. Es lo que se llama contra-candela. La caña queda de pie, medio calcinada. La savia fermenta y bulle. Cada nudo se rompe y estalla. Es como un fuego de mosquetería que suena muy lejos.
A mis pies, de nuevo, de este lado, una maraña de tejados y terrazas. En todas partes buscamos el fresco. Las negras entran la ropa que se estaba secando sobre estiradas cuerdas. Los negros riegan las plantas que vegetan, quemadas por el viento del mar, en cajas sobre la azotea. Más lejos, cerca de la bahía, el teatro domina todos los demás edificios. ¿Qué veo todavía? Un montón de casas altas, todas más azules, todas más rosadas las unas que las otras; en la distancia, las líneas de colinas entre las que se abre el Yumurí; luego, finalmente, más a la izquierda, la catedral con sus pináculos encantadores.
Agregue a todo esto el tintineo del Ángelus, el sonido lejano de la música militar proveniente de una plaza de armas cualquiera. En el cielo rosado otra vez, cuelgue una fina luna creciente. En la parte superior, haga brillar las primeras estrellas; Debajo, haga arder las primeras cruzadas. En el horizonte, avive el fuego. Ofrezca para que la devore toda una cosecha a la llama. Alrededor del brasero haga correr negros enloquecidos, encantados con el desastre.
Cuente las palmas y los cedros enguirnaldados de enredaderas que ruedan en la brasa. Gire la cabeza y, de ese lado, siga las linternas de las ruedas de las volantas que van y vienen en las calles oscuras, las embarcaciones que se deslizan por la bahía plenas de fosforescencias. Espolvoree los techos de gatos merodeadores, con palomas inesperadas; llame en las terrazas a mujeres blancas con hombros y brazos desnudos y dígame con franqueza si la azotea de León de Oro no compensa ¡y aún más! las imperfecciones de la habitación número veintidós.
Referencias bibliográficas y notas
- El capítulo reproducido y traducido al castellano fue extraído del libro Un parisino en las Antillas, escrito por Quatrelles pseudónimo de Ernest Louis Víctor Jules L’Épine. Fue este un escribano y dramaturgo francés nacido en París el 12 de septiembre de 1826 y fallecido en esta misma ciudad el 4 de febrero de 1893. Decíase de el que a la magia del estilo unía la preciosa calidad del observador viendo bien y viéndolo todo con esa mirada circular de la cual habla Víctor Hugo. ↩︎
- Bernal Díaz del Castillo se equivoca en su relato, véase Provincia de Matanzas, en ningún momento habla de caníbales. Los Caribes no poblaban la zona de Matanzas y el nombre se le conoce desde principios del siglo XVI. ↩︎
- En la Guía oficial de la Exposición de Matanzas en 1881 aparece el León de Oro situado en los números 4 y 6 de la calle Jovellanos. ↩︎
- L’Épine, E. (1883). Matanzas. Le N° 22 de la Fonda del León de Oro. In: E. L’Épine, ed., Un Parisien dans les Antilles. [en línea] París: E. Plon, Nourrit et Cíe., pp.282-288. Disponible en: https://books.googleusercontent.com/ [Consultado 9 Oct. 2018]. [PDF]
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