El Cementerio de Espada en la Habana por Ezequiel García. “Etiam Periere Ruinae” para El Fígaro, Periódico Artístico y Literario en 1903.
Où tout ce qui vécut dort d’un sommeil profond!
V. Hugo “La Prière Pour Tous”
Abîme où la poussière est mêlée aux poussières,
Où sous son père encore on retrouve des pères,
Comme l’onde sous l’onde en une mer sans fond!
Donde todo lo que vivió duerme en profundo sueño
V. Hugo “La Prière Pour Tous” (Trad. de A. Martínez).
abismo donde el polvo se confunde con la tierra
donde bajo su padre aún padres hallamos
como la onda bajo la onda en un mar sin fondo!
Acercábase el día de los difuntos, y como se me ocurriera visitar muertos que nadie visita —lo que hago a veces con los vivos— me encaminé á un lugar olvidado: al primer cementerio —muerto también ya!— que se creó en los albores, aún no muy remotos de nuestra civilización.
Llego á su sencilla portada, miro á través de las enmohecidas verjas festoneadas de enredaderas, y nada da señales de vida en el triste recinto; doy voces, y nadie responde; golpeo con un guijarro la cancela,[1] y al fin contesta el ronco ladrido de un mastín.
Un guardián acude; después de abrir candados, descorrer cerrojos y desenredar cadenas, hace girar la reja que rechina en los goznes, dándome paso á un vestíbulo formado por añosa nictagínea[2] que alegra y rejuvenece las vetustas piedras con los apretados ramos de sus flores de carmín. A un lado, tiende aún su inútil brazo el arbotante[3] de que pendía en un tiempo la campana plañidera.
Al salir de la gruta de follaje, se encuentra el primer patio, el mayor, que constituyó, allá en los comienzos del siglo XIX, todo el cementerio. Aquel campo se atestaba entonces de carne humana hasta colmarlo, y cuando, henchido, comenzaba á elevarse demasiado, se escarbaba todo con empeño de hienas y los restos eran hacinados en osarios al aire libre, para ceder el escatimado lugar á los nuevos cadáveres que llegaban… llegaban… ¡Era aquello el póstumo “quítate tú para ponerme yo!”.
El terreno, sembrado de osamentas, en el que las depresiones de las fosas semejan el oleaje de un mar, está cercado por altos muros en cuyo espesor se abren, superpuestas, hileras de nichos, á la manera de las columbaria romanas, pero conteniendo cada uno, en vez del par de ollæ cinerarias,[4] un sarcófago que en realidad no se entierra, sino se empareda. Es el clásico camposanto español.
Al fondo del gran patio se levanta, ó mejor, se hunde á pedazos, se desmorona, la antigua capilla. Junto á ella, apretadas, como si se hubiesen querido disputar la proximidad de las plegarias y bendiciones ó alguna salpicadura del hisopo, llenan el suelo bóvedas de familias principales.
Los mármoles, cubiertos de yedra, de musgo y de moho, dejan ver aquí un heráldico cuartel ó el florón de una corona, allá el apellido de un prebendado ó el nombre sonoro de una sinecura.
La mayor parte de las privilegiadas huesas, están en ruinas, descubiertas, sirviendo de arriate á lujuriantes herbazas. En una de ellas nació quizás del grano abandonado por algún ave errante, un árbol hoy frondoso que recuerda los versos del poeta:
A los que yacen olvidados cubre perpetuo horror, hierbas extrañas ciegan su sepultura; á sus entrañas árbol funesto enreda la raíz.
Algunas losas que aun cubren despojos, dejan filtrar la lluvia por viejas resquebrajaduras. Y la imaginación se representa con horror aquellas tenebrosidades, en las que huesos amarillentos y piltrafas desecadas se anegan en los desvencijados féretros.
En cambio, la concavidad de un mármol sepulcral arqueado por la intemperie, guarda con frecuencia un poco del agua límpida que cae y los pajarillos van allí á beber como en la tumba hospitalaria del minnesinger Walther que tanto los amaba.
Cinco patios más, idénticos, fríos, monótonos, —que se suceden cubiertos de césped esmaltado de margaritas silvestres y de florecillas azules que no son ¡ay! miosotis. — han sido convertidos en pacederos por cabras triscadoras y en corral por pavos y pintadas.
Más de la mitad de aquellos nichos, que semejan celdillas de un panal, están aún ocupados, á pesar de haber transcurrido más de un cuarto de siglo desde que se decretó la clausura de la vieja necrópolis, y los restantes, abiertos, misteriosos, sucios, parecen fauces de monstruos que reclaman la presa que se les ha arrancado. Muchos de estos lúgubres alvéolos están llenos de basuras, paja, latas vacías, garrafones (!), zapatos viejos, herraduras, botellas: una inmunda mescolanza de objetos innoblemente heterogéneos.
En las lápidas no hay nada interesante, ni siquiera un epitafio curioso. Sólo en la que cubre el nicho no. 326 se destaca, esculpido en la parte superior, un lirio de los que en Cuba son más comunes, flor preferida, seguramente, de la que allí duerme, y que el amor colocó junto á ella para siempre.
A excepción de este homenaje, sólo conmueven algunos lamentos de madre que, aún expresados sobriamente, recuerdan el “¡Ah! Si yo hubiera sabido!” de Hégésippe Moreau reprochándose no haber hecho más feliz aún la corta vidita del ángel adorado.
De arte, ni un detalle. Y ¿cómo ha de haber nada artístico, cuando ni siquiera se encuentra una planta cerca de los sepulcros, ni una corona, ni una flor! Pensando en esto, mientras recorría aquellos patios definitivamente abandonados, acudió á mi memoria —como para probarme que tanta indiferencia no proviene de que los allí enterrados son muertos viejos— una melancólica frase de nuestra compatriota la condesa de Merlín, al describir, hacia 1840, en sus recuerdos de viaje, esa misma necrópolis:
“Ni flores —decía— ni coronas; ningún símbolo cultivado por el recuerdo de cada día”, y otras palabras suyas, más amargas, que encierran un irónico reproche: “La imaginación variable de los habaneros es demasiado inclinada á olvidar.” Sí, inclinación debe ser, porque la naturaleza, en cambio, se ha mostrado propicia al recuerdo.
En un departamento del tercer patio, ocho pinos que fueron plantados como adorno de dos tumbas, han ido creciendo, creciendo como el olvido, hasta ser gigantescos, y constituyen uno de los dos rincones poéticos de aquella desolada ciudad de muertos.
El otro lo ha creado el exceso mismo del abandono. El muro que contenía parte de los nichos del segundo patio se desplomó hace años. De bajo las ruinas se sacaron cadáveres y ataúdes como se pudo, que mal debió poderse, y quedó todo lleno de escombros, entre los que los nichos destrozados parecen hornos de otra Pompeya desenterrada.
En el pedestal de una cruz de mármol, que aún se mantiene allí en pie, se pudiera grabar la clásica tremenda frase que sirve de título á estas líneas:
“¡Hasta las ruinas han perecido!” Sí, “¡hasta sus restos se han dispersado!”
Era tarde, cuando salí de aquel pudridero en que se han disuelto, con montañas de materia, tantas ambiciones, tantas esperanzas y — iOh dolor! — tantos amores; donde se ha abismado un mundo de alegrías y de penas, sin que las lágrimas hayan germinado en recuerdos ni las sonrisas en flores… y cuando, ya entre los vivos, advertí en torno mío el movimiento vertiginoso é intenso de esta agitación sin fin que es nuestra existencia, murmuré pensando en los fúnebres parajes que acababa de dejar:
—¡Lo que os aguarda…!, mientras revolvía, en mi mente las palabras de la dichosa condesa:
“La imaginación variable de los habaneros…”
Ezequiel García.
Bibliografía y notas
[1] Cancela: Verja pequeña y en Andalucía, verja, comúnmente de hierro y muy labrada (R.A.E).
[2] Nictagínea: Del lat. cient. Nyctagineus, y este de Nyctago, -inis ‘dondiego’ y -eus ‘‒́eo’. 1. adj. Bot. nictagináceo. U. t. c. s. f., en pl. como taxón. 1. adj. Bot. Dicho de una planta: Del grupo de las angiospermas dicotiledóneas, con hojas por lo común opuestas, enteras y pecioladas, flores rodeadas en su base por… (R.A.E).
[3] Arbotante: Arq. Arco situado en la parte exterior de un edificio que transmite el empuje de una bóveda o cubierta a un contrafuerte. Marina: Palo o hierro que sobresale del casco del buque, en el cual se asegura para sostener cualquier objeto. (R.A.E).
[4] ollæ cinerarias: Urna cineraria, Destinada a contener cenizas de cadáveres. Tipo de olla que servía de urna funeraria, también conocida como urna osaria.
- García, Ezequiel. “Etiam Periere Ruinae”. El Fígaro, Periódico Artístico y Literario. Año XIXI, no. 44, Noviembre 1, 1903, p. 540.
- Personalidades y negocios de la Habana.
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