La Niña Cecilia y el misterio de los Brujos Caníbales de Matanzas. Sucedió en Cuba el siglo pasado un terrible acontecimiento que desde 1919 aún sigue envuelto en el misterio. En la ciudad de Matanzas involucró una niña llamada Cecilia y un grupo de personas acusadas de haberla sacrificado en un ritual de brujería.
En el mundo de aquellos días acababa de finalizar la Primera Guerra Mundial y en la Isla donde era presidente Mario García Menocal eran perseguidas las religiones afrocubanas. La prensa se encargaba de publicar cualquier hecho relativo a estos temas y así se creó un estado de crispación nacional en el que cualquiera podía convertirse en brujo por una simple sospecha.
Ya existían precedentes de canibalismo curandero como el rapto y muerte de la Niña Zoila1 en 1904 y libros como el de Fernando Ortiz que titulaba Hampa Afro-cubana – Los Negros Brujos2 en 1906, y aún La Policía y sus Misterios de 1908 en el que se escribe profusamente sobre “Brujería”.
El caso de estafa para que el embrujado Mamerto Ramos regresase a su madre era conocido, se vendía promocionándose con: “Los brujos asustan a las familias y nosotros a los colegas, vendiendo vajillas” y hasta estrenaban en el Teatro Alhambra3 el sainete “Brujos y Santeros”.
En las mentes el martirio de la Niña Justina ocurrido en 1918 estaba aún fresco por lo que de antemano los religiosos afrocubanos eran designados primeros sospechosos de cualquier crimen o desaparición. Bajo estos augurios comenzó todo el veintidós de junio de 1919, fecha en que desapareció la niña Cecilia Dalcourt. Faltaban pocos días para las festividades de San Juan Bautista, unas fiestas que sin falta se celebraban en Matanzas.
La familia Dalcourt vivía en la calle de Contreras 132, esquina a Dos de Mayo. Al atardecer del domingo el padre Casimiro Dalcourt, un sencillo zapatero, llevaba a la menor Inés Heredia de regreso a su casa sita en Daoiz entre Compostela y América después de haber pasado el día en compañía de sus hijas. Era el veintidós de junio el día de San Paulino y el santo del padre de Inés así que Casimiro tuvo que quedarse allí, hasta las diez de la noche.
Su esposa, ido aquel, fue con los niños a casa de su madre, lugar que estaba en el número 47 de la calle del Río, cerca de la esquina de Ayuntamiento. Allí llegó Casimiro después de las diez de la noche y despertando a los pequeños salió acompañado de dos. Uno de ellos era Sixa, mote cariñoso con el que designaban a la niña Cecilia. Ya en la calle entabló una vecina conversación con él y Sixa cansada se recostó a un balconcillo, después desapareció para siempre.
Guillermina la esposa y madre, confirmó que Cecilia no había regresado a casa de la abuela. El garajista de al lado la vió pasar y también otra vecina. Llegado a la esquina de Río y Ayuntamiento oyó un grito ahogado en la distancia y la llamó. Corrieron Casimiro y el dependiente del garaje por la pequeña pendiente que baja hasta el río San Juan y la actual calle de Narváez que es donde termina la de Ayuntamiento.
Otros se unieron y la buscaron por la calle del Medio, la Plaza de Armas, la de la Vigía. Sin embargo, la búsqueda fue en vano. Cecilia había desaparecido.
Al día siguiente se avisó a ejército y policía desatándose una cacería de brujos y morenos. La creencia popular y parecer de las autoridades apuntaban a que Cecilia había sido raptada con el fin de sacrificarla a un orisha africano. Bien arraigada estaba la idea de que los restos humanos eran utilizados para la confección de filtros y mejunjes de hechicería así como que la ingestión de ciertas partes garantizaba salud y hasta curaba la esterilidad.
Desde el lunes veintitrés de junio la policía y el ejército desplegaron sus fuerzas y llevaron a cabo una serie de registros y encarcelamientos de cualquiera que estuviera involucrado con creencias africanas. Los primeros detenidos fueron por un comentario, Ricardo Villegas limpiabotas en los portales del Ayuntamiento y su amigo Benito empleado de esa misma institución y conocido por Chacho. Ricardo Villegas unos días después aparecerá supuestamente suicidado en el castillo de San Severino.
Por una denuncia fueron también detenidos como autor principal José Claro Reyes, su madre Facunda Reyes, la Conga María de la Cruz Rodríguez, un vecino nombrado Marcos Rodríguez Cárdenas alias Pasa majá, Francisco Pereira alias Parra y Luis Gálvez quien fue capturado en el tren que lo traía a Matanzas desde Bolondrón. El niño Octavio Antolín Reyes, sobrino de José Claro, declaró haber sido testigo del asesinato ritual. De adulto, refirió alguien quien lo conoció, no se comportaba de manera normal, lo que posiblemente fuera debido a una limitación mental.
Debieron de ser días de terror en la ciudad pues cualquiera por el color de su piel se convertía en sospechoso de ser brujo y ladrón de niños. En el caserío de Bellamar dijeron que uno de ellos intentó llevarse al menor José Domínguez y al ser descubierto huyó. Más tarde fue detenido un sospechoso que tuvo la mala suerte de pasar por aquel lugar y apedreado por una turba enardecida casi muere.
En una calle de Versalles reportó un periodista que otro moreno intentó raptar una niña y que disparando su revolver al aire la madre impidió que se la llevara. Uno que limpiaba cubiertos en el Hotel Sevilla dijo que el hijo del dueño del hotel había sido designado por los brujos para ser sacrificado. Un clima de alteración pública se había apoderado de las calles y pocas pruebas hacían falta para convertir a cualquiera en criminal.
Mientras tanto en el Castillo de San Severino el chino Goyo, quien había denunciado a José Claro contaba como este había matado a la niña obligándolo a comérsela junto a todos los demás. Aunque José Claro negó todo declarándose inocente su sobrinito Octavio testificó en su contra. Después José Claro confesará que lo hizo, con una historia llena de contradicciones de la que solo quedaron de testigos los muros del castillo para contar lo sucedido en aquella celda.
Ya tenían culpables y una confesión. Sin embargo, faltaba el cuerpo del delito y José Claro, principal acusado y supuestamente de oficio sepulturero en el cementerio de San Carlos de Matanzas, señaló en el camposanto una zona llamada El Coro de los Ángeles. Reporta el Diario de La Marina que el sepulturero no quiso excavar y se buscó a otro debiendo el capitán Tomás Curtis, a cargo de la investigación, señalar un segundo emplazamiento pues en el primero no se halló el féretro en cuestión.
El cuerpo irreconocible que estaba en avanzado estado de descomposición fue identificado por el padre basándose en la cicatriz de un grano que tenía la niña en el glúteo izquierdo. Basta imaginar el terrible momento que vivió aquel padre ante la vista del cadáver de quien le decían era de su hija. Ni la ropa ni los zapatos con los que desapareció correspondían a los hallados.
Llovía sobre la ciudad aquel 29 de junio de 1919, una semana exactamente había transcurrido desde la desaparición de la niña Cecilia y ese domingo habían desenterrado el féretro en la necrópolis. Había oscurecido y con velas encendidas una gran multitud recorría las calles exigiendo que se les entregasen los brujos presos.4
Querían hacer justicia por su mano y se dirigieron al Castillo de San Severino que está al fondo del Paseo de Martí en el barrio de Versalles. Extraña coincidencia que el día veintinueve de junio sea el santo de San Pedro y San Pablo. San Pedro5 en las creencias africanas sincretiza en Ogún6 el patrón de los metales y, para algunos santeros es el símbolo de la tragedia y como responsable de las matanzas se le asocia con actos violentos y derramamientos de sangre.
Sangre hubo aquella noche cuando se encontraron los restos en el cementerio y se organizó la manifestación que trató de asaltar la fortaleza de San Severino para apoderarse de los acusados. En la primera glorieta un oficial y ocho soldados intentaron contenerlos sin éxito continuando el populacho hasta las puertas mismas del castillo donde fueron recibidos a tiros.
Hubo varios heridos y resultaron muertos dos jóvenes nombrados José Guerra y Armando Arbelo. También murieron cinco de los presos quienes al ser sacados de sus celdas para ser llevados a un lugar seguro intentaron fugarse al oír los tiros contra la multitud y el ejército los baleó. Eso dijo la versión oficial.
De los militares que participaron en aquellos sucesos el oficial investigador del ejército capitán Tomás Curtis Valdés fué misteriosamente y por decreto presidencial retirado del servicio activo en septiembre de ese mismo año. El coronel Emiliano Amiel y Ginori Jefe del Cuarto Distrito Militar de Matanzas vivió por muchos años recibiendo numerosas condecoraciones7.
Algunos creyeron que fueron los brujos los culpables del sacrificio ritual y justicia fue impartida con lo que sucedió, otros que el verdadero padre de la niña, un español arrendador de la casa en que vivían y propietario de la bodega de enfrente, habría simulado la desaparición en complicidad con la familia y la niña Cecilia vivía en España8.
Rumores se propalaron sobre la implicación del alcalde liberal de Matanzas, doctor Armando Carnot. Supuestamente era simpatizante de los brujos y estos habrían salvado la vida de su hermana sacrificando la niña. Y he aquí una muestra de que el oportunismo económico o político parece con toda probabilidad servirse de cualquier suceso sin importar las consecuencias.
El Alcalde Carnot siendo miembro de la Junta de Defensa había impedido en 1918 el aumento de los precios de la harina en Matanzas9, mientras el saco se vendía en la Habana a 40 pesos en Matanzas se cotizaba a 17 pesos y así ocurrió con la manteca y otros productos. Su repostulación en el cargo de Alcalde no era del agrado de sus adversarios políticos ni tampoco de los muchos comerciantes que no pudieron enriquecerse.
Aunque el tiempo fue calmando aquellos incidentes y quedaron de culpables el suicidado y los cinco morenos muertos en el Castillo de San Severino, baleados los dos jóvenes que junto a la muchedumbre marcharon hacia la fortaleza y víctima una niña enterrada que no correspondía a la desaparecida Cecilia, todavía persiste el misterio y existen los lugares que fueron teatro de aquella extraña desaparición.
Con el fin de esclarecer aquellos sucesos se decidió a mediados de la década de 1990 abrir el sepulcro en el cementerio de San Carlos, Matanzas.10 La sorpresa no sería mayor cuando al retirarse la losa de la bóveda se encontraron dos raíles de línea de ferrocarril, los que atravesados sobre una plancha de hierro impedían el acceso al sepulcro y debajo y, de manera inusual cubiertos de tierra estaban tres ataúdes.
El primero contenía el esqueleto de un infante de no más de nueve meses al fallecer, lo que no correspondía con la edad de tres años de Cecilia. Los otros dos eran los de José Guerra de veintiún años y Armando Arbelo de veintitrés11, muertos al marchar con el grupo que quiso entrar a la fortaleza para ajusticiar a los supuestos brujos. Los tres aparecen en el registro de inhumaciones enterrados el primero de julio 1919.
Tantas precauciones para impedir el acceso al interior de la bóveda podría explicarse por el simple hecho de que la construcción fue posterior al entierro pues se hizo por cuestación popular y por encima de los restos, lo que explicaría que aparecieran los féretros recubiertos de tierra y protegidos contra toda tentativa de profanación. Sería admisible también pensar que se hizo para encubrir o dificultar una investigación posterior.
Sea lo que fuese, el misterio sigue aún sin develarse pues los restos que reposan en la bóveda no son los de la niña Cecilia. Esto implica que no existe cuerpo del delito y que aquellos todos los que murieron fueron víctimas de una macabra suerte, unos por injusta propensión a culpar sin pruebas y otros por querer erigirse en jueces y justicieros intentando linchar a los prisioneros y, en este caso hasta quizás por pecar de curiosidad acompañando aquel tumulto insensato.
En gran medida también tienen su parte de culpa los periodistas que cazando primicias llenaban las páginas con relatos de raptos y persecuciones culpando a diestra y siniestra sin asomo de pruebas. Y así fué al Castillo en busca de venganza aquella muchedumbre enaltecida por los oradores de pacotilla, cuando en realidad sólo se sabía que había una niña desaparecida.
En los más de cien años transcurridos la cuestión sigue sin respuesta y la niña Cecilia ausente, de tiempo en tiempo se vuelve a hablar12 de aquellos innecesarios días, y recorremos los lugares testigos que aun siguen en pie, el 47 de la calle Tello Lamar (Río), el Castillo de San Severino y en el San Carlos la bóveda que se construyó por deseo popular.
Recordamos también la lección que dejó todo aquel dolor, aprendiendo que antes de juzgar y condenar deben de primar autonomía y honestidad para evitar males mayores. Entre tanta tristeza sobrevivió la niña Cecilia en el recuerdo y el corazón de los matanceros, los que cuando miran al San Juan en junio desean que pueda develarse algún día el misterio. Repose el alma de la ausente en paz.
A. Martínez – 1 de junio 2024.
Bibliografía y notas
- “El Atentado de la niña Zoila”. Diario de la Marina. Año LXV, núm. 292, 9 diciembre 1904, p. 2. ↩︎
- Ortiz, Fernando. Hampa Afro-cubana. Los Negros Brujos. Madrid, Librería de Fernando Fé, 1906. ↩︎
- “Espectáculos”. Diario de La Marina. Año LXXXVI, núm. 274, 1 de octubre 1918, p. 6. ↩︎
- González, Santiago. “La Brujería en Matanzas”. Diario de la Marina. Año LXXXVII, núm. 181, 30 de junio 1919, p. 11. ↩︎
- Cabrera, Lydia. “Cómo se prepara un Zarabanda”. El Monte. Editorial Letras Cubanas, 1993, p. 134. ↩︎
- González Wippler, Migene. La Santería. La Religión. “Oggún”. Llewellyn Español, 1999, pp. 41-44. ↩︎
- Ubieta, Enrique. “Biografía del Coronel Emiliano Amiel Jefe del Distrito Militar de la Prov. de Matanzas”. Efemérides de la Revolución Cubana. Tomo IV, 1920, pp. 500-503. ↩︎
- Chávez Álvarez, Ernesto. El Crimen de la niña Cecilia. La brujería en Cuba como fenómeno social (1902-1925). Habana, Editorial Ciencias Sociales, 1991, pp. 18-20. ↩︎
- Dollero, Adolfo. Cultura Cubana. La Provincia de Matanzas y su Evolución. Habana: Imp. Seoane y Fernández, 1919, p. 279. ↩︎
- Vento Canosa, Ercilio. “Consideraciones sobre el caso de la niña Cecilia”. Revista de Espeleología y Arqueología. Año 1, núm. 1, Diciembre 1997, pp. 19-25. ↩︎
- Aunque la inscripción sobre la bóveda del cementerio señala que José Guerra contaba veintitrés años al fallecer y Armando Arbelo veinticinco, aparecen en el registro de entierros José Guerra y Molina con veintiún años y Armando Arbelo y Romero veintitrés. ↩︎
- Luis Marimón & Eduardo Lolo. “Las siete muertes de la niña Cecilia”. Inédito. ↩︎
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