La próxima vez que le inviten a un arroz con pollo piénselo dos veces y quizás tres. Probablemente le guste jugar al dominó y haya tenido en sus manos una baraja. Puede ser que conozca algún bolitero y hasta un peleador de gallos. Casi todos son gente agradable, dicharachera y simpáticos, son parte de la tradición y de lo que gusta a la gente de pueblo. Ahora, si empieza usted a ganar… mejor no le cuente a nadie y menos si le invitan a almorzar un apetitoso platillo.
Sin generalizar porque no siempre hay malas intenciones sucedió este veraz relato concluyendo el siglo XIX. Para la Isla de Cuba el año de 1899 será el primero sin dominación española, la guerra ha resultado en un estado de desolación, hambruna y anarquía en casi todo el territorio. Con la casi desaparición de la agricultura y el comercio, adjuntándose a ello un gran número de reconcentrados, mendigos y criminales, la vida en el país sufre una especie de caos social.
Para la provincia de Matanzas fueron tiempos terribles. Concluida la contienda comienza el período de ocupación estadounidense y llega a la ciudad de los dos ríos el Brigadier General James H. Wilson el diez de enero de 1899, dos días después las ultimas tropas españolas en la provincia embarcan en un viaje sin regreso.
Reconstruir el país es una tarea colosal. La industria del azúcar ha sufrido enormemente y se paga en los centrales a los trabajadores agrícolas un diario de cuarenta centavos frente a otro de uno y setenta y cinco por la mano de obra calificada. Parece ser que los productos vegetales son suficientes, sin embargo llegan a las ciudades aparejados de altísimos precios por la falta de organización en la comercialización.
Otro de los problemas es la escasez de caballos que existe en la Isla, llegando a costar su alquiler entre dos y dos y medio pesos diarios. Casi a ese precio alquila los suyos Manuel Villar quien posee un establo en la calle de Ayllón, esa que pasa por detrás del Teatro Sauto. Aquel domingo los dos hombres que se presentan acompañados de un muchacho llamado Joaquín Igarza no dudan en aceptar el costo de ocho pesos plata española por el alquiler de tres caballos.
Los dos son vecinos de Matanzas, uno de ellos es Ricardo Durbán Cuenca y el otro José Martínez Sosa apodado el Morito y jornalero de profesión. Es posible que estando allí hayan contado al arrendador de cuadrúpedos que se van de romería a las afueras de Matanzas, aunque con seguridad olvidan en su relato el hecho de que entre sus pertenencias de gira llevan cuchillo Durbán y revólver Smith & Wesson el Morito Díaz Sosa.
Aclarando ese domingo muy de temprano antes de pasar a por las cabalgaduras se presentan nuestros dos turistas en casa de Eleuterio Alonso, vecino del barrio de Versalles. Allí Durbán recoge un cuchillo de encima de un taburete y sopesando sus más de quince centímetros de hoja mira al Morito y espeta —¿José, estará bueno para matar la lechona? respondiendo aquel —¡Sí, está bueno! El revólver y sus cinco balas han sido prestados un mes antes por el mismo Eleuterio.
Pero ¿en qué quedamos, era pollo o lechón? La excursión se ha planificado el día antes… el invitado de honor llega desde la Habana a la ciudad de Matanzas el viernes trece de octubre de 1899, un día después del aniversario doscientos seis de la fundación de la ciudad. De nombre bíblico, a Abraham Díaz Lores probablemente que le era ajeno este hecho y la fecha fatídica que había escogido para viajar, un viernes trece sello de su destino sobre la tierra.
Abraham Díaz Lores utilizaba a menudo el pseudónimo de Manuel Rodríguez —¿Sería por Manuel el Rey de los Campos de Cuba? Imposible, aquel monarca del delito se apellidaba García. El asunto es que Abraham o Manuel como usted prefiera y que llamaremos Díaz Lores para evitar confusiones era un suertudo en el juego. Se dice que era de San Juan y Martínez en Pinar del Río y que robusto y sin profesión ni oficio conocidos se dedicaba a los naipes con sus veinticuatro años de edad, obteniendo a menudo de esta «dedicación» ganancias muy considerables.
Antes de su partida a Matanzas desde la Habana en el lugar donde se hospedaba recibió de manos del dueño del hotel Isla de Cuba la suma de ciento veinte centenes que le habían sido guardados. Para que se tenga una idea de su valor en 1904 valía cada centén unos 4.82$ y el luís 3.86$ es decir que llevaba en sus bolsillos unos 578 dólares o lo que es su equivalente en la actualidad: aproximadamente unos diecinueve mil en billetes americanos. Resumiendo la situación parece ser que los naipes habían «forrado» al apostador Díaz Lores o que este era dinero ajeno.
El Hotel Isla de Cuba se encontraba en la calle del Monte cuarenta y cinco y estaba situado en un céntrico emplazamiento habanero, de frente al Parque de Colón y cerca de Teatros, la Avenida del Prado y la Estación de Villanueva que era parada de los Ferrocarriles Unidos.
Hacia 1900 el propietario era Álvaro López y mire usted que casualmente el nombre de la calle del negocio hotelero correspondía al mismo que el de un juego de barajas de la época llamado de Monte, ese mismo del que en 1898 hasta circulaba un libro titulado El juego de Monte y sus treinta trampas ó secretos.
Llegado en fecha tan difícil de olvidar se reunió ese mismo día y al siguiente sábado catorce con Durbán, el Morito y un tercer individuo que se dedicaba a la pesca nombrado José Rogés y conocido como Roché Rojas y Migueló ¿Para qué? Para reunido con sus compadres jugar como siempre y como ya había hecho en esta ciudad al menos en una ocasión. En dos lugares distintos dieron rienda suelta a su vicio, ambas veces obteniendo ganancias Díaz Lores.
De tertulianos terminaron en la barbería de Pedro García y allí acordaron que el próximo día domingo quince de octubre de 1899 merecía una gira campestre con almuerzo ¿Adivinan de qué? Pues arroz con pollo en el barrio de la Cumbre que está en la periferia de la ciudad de Matanzas. Lugar que muy bien conocían Durbán y el Morito, uno por haber sido guerrillero al servicio de España y el otro por pertenecer en el pasado al Ejército cubano.
Amanecidos y alistados los caballos, recogidos y a buen recaudo cuchillo “para lechona” y Smith & Wesson cargada, partieron los dos junto a Roché Rojas desde la casa de este ultimo que estaba en la calle de Laborde número veinte y dos, morada esta en la que también vivía el joven Igarza. La divertida compañía cambió sus elegantes sombreros por otros de guano comprados por Díaz Lores y partieron este, Durbán y Roché a caballo mientras que el Morito Martínez Sosa lo hacía sobre una mula de su propiedad.
Antes de abandonar la ciudad el grupo se detuvo en la tienda de Chabeque y Díaz Lores pagó arroz y otros condimentos emprendiendo nuevamente la marcha por el camino Real de la Cumbre al que se podía llegar por Vera o por la calle de San Isidro al costado del hospital Santa Isabel, subiendo por allí la loma llegaron a un puesto de policía frente al cual Durbán por dos pesos de plata española adquirió tres pollos, presumiblemente el lugar mismo donde existió anteriormente un puesto de la Guardia Civil española cuyo edificio en su momento fue gratuitamente dado por Manuel Mahy y León a las autoridades coloniales. Para ese momento el Morito ya había intercambiado mula por caballo cediendo esta al Migueló.
Recorridos unos diecisiete kilómetros llegaron a eso de las nueve de la mañana a un potrero llamado del Carmen en el cual se encontraba la modesta casa de Andrés Galván y familia, amigos ellos del Morito y Durbán era en esta vivienda donde cocinarían el arroz con pollo. Poco después del arribo estos dos últimos compadres convencieron a Díaz Lores para salir a buscar un chivo en casa de un tal Romero y de paso por la vuelta de la costa ver unas bonitas muchachas.
Ensillados dos caballos y Díaz Lores a lomo de mula enfilaron por un trillo hacia la costa de Punta de Guano, una zona despoblada y de suelo bastante irregular abundante en casimbas y cuevas. Roché el Migueló quedó a cargo del arroz con pollo. Lo que no sabía Díaz Lores es que yendo por el trillo a unos ochocientos metros de la casa nacía una vereda la que casi oculta por la hierba se extendía por unos doscientos metros hasta la entrada de la gruta llamada Cueva de Galván.
¿Llevaron engañado a Díaz Lores hasta allí o le amenazaron para que entrara? Lo cierto es que la oscuridad englutió su alma aprisionándola para siempre entre los muros de la Cueva de Galván. Quizás que todo sucedió en la vereda y le arrastraron para esconder el cadáver hallado en la boca de una furnia como si hubiesen intentado precipitarle por ella después de muerto.
Es inconcebible el ensañamiento de Durbán al propinarle once puñaladas con el cuchillo prestado y la frialdad del Morito disparando a quemarropa dos veces a la cabeza. Fracturado el maxilar inferior y con tres piedras encima abandonaron en la Cueva de Galbán los restos de Díaz Lores después de robarle el reloj y su leontina.
Los dos victimarios campantes siguieron trillo hasta la costa y fue Durbán al mar para lavarse las ensangrentadas manos y el puño de la camisa. Regresaron los dos a la casa por caminos opuestos para sin remordimientos almorzarse el arroz con pollo junto a Roché, quien preguntó por el ausente contestándosele que había regresado a Matanzas sin más ¡Cuanta frialdad y falta de empatía en estos seres! que hasta hace poco habían compartido amistad con la víctima.
Terminado el almuerzo Roché regresó a Matanzas por el camino Real de la Cumbre haciéndolo juntos Durbán y el Morito por el de Yumurí para alejar sospechas. Entre dos y tres de la tarde llegó el trío y mandó al establo Roché a Igarza para que devolviera su caballo y también entregara los tres sombreros y un centén por el alquiler que debía a Durbán. Recibida la suma por Durbán fue completada esta con dos pesos plata de su bolsillo y se pagó el alquiler de los caballos.
Del establo se fueron en coche de plaza el Morito y Durbán hasta el cuarto que habitaban en el barrio de Versalles y desde allí siguió camino Durbán en el mismo coche hasta la Estación de los Ferrocarriles Unidos abordando hacia la Habana el tren de las tres y media de la tarde. Detenido en la capital algún tiempo después fue enviado de regreso a reunirse con Martínez Sosa el Morito y Roché quienes ya lo habían sido en Matanzas.
¿Y la mula dónde quedó? ¿Y qué se hizo de los ciento veinte centenes? ¿Quién era en realidad el dueño de la suma? ¿Y lo que ganó en sus dos días en Matanzas? ¿Qué fué a hacer a la Habana Durbán? ¿Todo por un reloj y leontina…? que los dos tasados equivalían a unas doscientas pesetas, equivalentes a unos ocho centenes.
Dos días después del hecho el Juez instructor practicó el reconocimiento del cadáver y encontró dentro de un bolsillo interior del chaleco una bolsa de plata que contenía catorce luíses de oro franceses, los que a poco más de cuatro pesos la unidad daban un total de cincuenta y nueve pesos a los que sumándoseles los tasados que eran unos treinta y ocho no llegaban a los cien pesos.
Turbio asunto del que quedaron más preguntas que respuestas y en el que dictó sentencia la Audiencia de Matanzas en tres de febrero de 1900 sin que hubiera una exhaustiva investigación de los hechos. Ricardo Durbán Cuenca y José Martínez Sosa alias el Morito fueron condenados a reunirse en el más allá con el ultimado Díaz Lores y al Roché conocido por Migueló correspondieron catorce años, ocho meses y un día de presidio así como vigilancia de la autoridad por el resto de su vida. Además correspondió a los tres el pago de las costas y una indemnización solidaria de cinco mil pesetas que irían a los herederos del occiso.
Pareciera que todo terminaría con esta sentencia pero no sucedió así porque por diversas causas legales se ordenó la suspensión de la vista pública y teniendo esta al fin curso entre el siete y ocho de mayo de 1900 determinó entonces el Magistrado Ambrosio R. Morales que la muerte de Díaz Lores no fue medio necesario para robarle, ni probado estuvo que por ello pudieran apoderarse de las alhajas y el dinero, lo que equivalía a invalidar los cargos de asesinato y robo pues el primero era necesario para alcanzar el segundo así que impuso la calificación de homicidio y hurto.
Esta vez correspondió condena de diez y siete años, cuatro meses y un día de reclusión al Morito y a Durbán, este ultimo reincidente de robo y adjuntado el haberse ejecutado en despoblado el hecho recibió otros seis meses y el primero cuatro meses y un día, quedando también por pagar la indemnización de cinco mil pesetas y los gastos causados por el proceso. El suertudo de Migueló, Roché y Rojas fue absuelto pues no se justificó debidamente su participación como autor, cómplice o encubridor.
Interpuesto por la defensa a saberse compuesta por Estorino, Pollo, Núñez y Wenceslao Morejón un recurso de casación de sentencia por quebrantamiento de forma é infracción de ley ante el Tribunal Supremo de la Habana obtuvieron en mayo dieciocho de 1900 respuesta de este, la que aunque contemplaba que no hubo quebrantamiento expuso las incongruencias en la investigación entre ellas la ausencia de pruebas en la búsqueda de un despoblado para cometer la fechoría. Solo imaginar que no se haya probado el móvil del asesinato si no fue este el robo es parte del enigma.
La vida fácil no la tenían los amantes del juego porque además de las emociones ligadas a su profesión también atraían malhechores por las cantidades de dinero que manejaban. Así sucedió en Pedro Betancourt, un pueblo de Matanzas en una noche de diciembre de 1918 cuando el billetero habanero Antonio Aguirre se encontró cara a cara con un audaz ladrón que se llevaba sus mil seiscientos pesos de la habitación que ocupaba en el Hotel Continental. Alarmando la villa salió el robado revólver en mano y con sus disparos hizo huir al fugitivo a través de la oscuridad y las campiñas recuperando en la misma sus sudados billetes.
Anulada la sentencia de la Audiencia de Matanzas dictada en tres de febrero condenando a muerte y a prisión a nuestros apostadores, desaparecieron el Migueló, Durbán y el Morito en los meandros del tiempo ¿Sobrevivieron a la prisión? ¿Regresó el Morito a Jerusalén de donde dice venía? De esta historia que ocurrió hace ciento veinte y dos años quedan los lugares de los hechos, la calle de Ayllón, el barrio de Versalles, La Cumbre, la Cueva de Galván y hasta cerca de allí el Peñón de la Bruja y el lugar donde poco tiempo después encalló el Barco de los Muertos.
¿El azar y sus trampas en el Monte? los trucos y las mentiras de las barajas marcadas que hasta nombre tenían, el barquillo, la oreja, el microbio, relámpago, la vista de la china y otros. Vivir entre Oros y Copas acompañado de Espadas y Bastos pudiera parecer una irónica trampa del destino.
Si Díaz Lores esos fatídicos días hubiera consultado las cartas del Tarot se habría dado cuenta de que trece, catorce y quince corresponden a la muerte, la templanza y el maligno, una mano poco propicia. De aquellos ¿centenes y la verdad? esos se esfumaron como la carta que mágicamente se pierde en la pila de una baraja y si de arroz con pollo o lechona le comentan… ¡Ya sabrá usted!
A. Martínez/ Oct. 15, 2021
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