
El Pocero de Guanábana. Un episodio histórico de Tello Lamar contado por Schweyer. En la época á que voy á referirme, existía á poco más de una legua de Matanzas, una pequeña finca que en un tiempo había sido cafetal, y era conocida con el nombre de “Los Portales”, á causa de unas rocas que á flor de tierra y en forma de arco gigantesco, daban entrada al lugar donde los fundadores de aquella propiedad habían tenido la rara idea de instalar el molino de descascarar el grano, bajo una solapa ó cueva ancha y abierta, cavada por la naturaleza al pié de un pequeño farallón ó cerro.
La finca pertenecía á un miembro de mi familia, el cual vivía generalmente en ella, y a menudo íbamos varios de los parientes y amigos á pasar con el los días de fiesta, para gozar reunidos de los placeres del campo y del frescor de las brisas, que llegaban al batey perfumadas con el ambiente de las flores y cargadas con las sales del mar, que á no mucha distancia se podía ver reventando sus olas sobre la extensa playa de Camarioca.
Nunca faltaba á aquellas reuniones Tello Lamar, que habiendo tomado á su cargo la explotación de las maderas y leña del monte, solía llevar en persona esta última á Matanzas por la noche, y nos contaba luego con su natural buen humor, cómo sus íntimos amigos y amigas de la ciudad, al salir del teatro, pasaban por su lado sin conocerlo en el traje de guajiro que vestía;
Ajenos de que fuera él quien, con sin igual despreocupación, descargaba la leña de la carreta de camino parada junto á la puerta de la panadería “La Máquina”, situada ésta hasta hace poco en la mismísima plaza de la iglesia de San Carlos.
Tello era de carácter alegre, y era decidor como pocos; por lo que nos hacía reír con los episodios que contaba, y de los que había sido siempre el protagonista, —á lo que decía, — en sus frecuentes viajes á los Estados Unidos, á donde iba á gastar, cada verano, los ahorros de su trabajo personal durante su estancia en Cuba; ó sea en los otros nueve ó diez meses del año.
El día á que me refiero, esperaba el dueño á un isleño que debía inspeccionar el pozo de la finca para limpiarlo y componerlo, y de él hablábamos, comentando la fama de guapetón que tenía entre las gentes del partido, cuando le vimos aparecer por la talanquera que cerraba, junto al camino, la entrada de la larga guardarraya de naranjos.
Vimos al buen hombre desmontarse para quitar mejor las varas de la portada; vímosle subir luego otra vez sobre el animal en que cabalgaba, y no era otro que una potranca flaca y desvencijada, comidos los pelos por el piojillo, y enredadas las crines de la cola y del pescuezo con tantos millares de guisasos, que hubiera sido trabajo de Hércules el quitarlos de allí para desenmarañarlas.
Paso á paso, y tambaleando entre las largas piernas del isleño, que se agitaban como dos palancas de una tijera, al tratar de dar estímulo y ayuda con movimientos desesperados á la pobre bestia en su avance, llegó el pobre diablo al batey, no sin habernos proporcionado con su tardanza y visages á los que le aguardábamos, sobrado tiempo para que se hubiese ido acrecentando nuestro buen humor; el cual, al fin, hubo de llegar al colmo.
Recibimos no obstante al pocero con actitud mesurada, y luego que acabó de explicarnos á lo que venía y de decir que estaba decidido á bajar de una vez al pozo para estudiar detenidamente lo que había que hacer y ajustar el precio del trabajo, fuímonos todos con él al lugar; el dueño de la finca para tratar del negocio, y los demás por la curiosidad de ver al isleño descender las sesenta varas que había de pozo debajo de la superficie del globo, camino acaso —como decía Tello, — del infierno.
La boca del inmenso agujero sé abría en forma de círculo sobre la línea del suelo, sin brocal ni defensa alguna; pues todo había sido destrozado días antes por una manga de viento que por allí cruzara; y suspendida en el abismo habíase construido una especie de horca provisional, de la cual colgaba la soga en cuyo extremo se hallaba atado el barril que servía de cubo para sacar el agua necesaria al consumo.
Cuando llegó el isleño al lugar, echó pié á tierra, y después de atar su escuálida cabalgadura á un poste inmediato, resto de uno de los viejos horcones de la casa derribada, se quitó el chaquetón de felpa que llevaba y lo arrojó sobre la montura. Luego fijó los ojos investigadores en el abismo abierto á sus piés, y haciendo un gesto de disgusto exclamó con aire sentencioso: —¡Córcholis…! Esto está feo, muy feo…
Y repitió la frasecilla una y otra vez, dando la vuelta al terrible agujero, como hiciera un general que estudia el campo en que va á librar una batalla. Sin duda que tal había dicho para ponderar lo difícil de la obra que iba á emprender, imaginando que así se la pagarían mejor; pero Tello, que mientras tanto observaba al isleño, sin abandonar aquella sonrisita sarcástica que eternamente retozaba en sus labios, no pudiendo contenerse por más tiempo al ver que la indecisión del pocero continuaba y que éste no cesaba de repetir la frasecilla, le interpeló diciendo con sorna:
—¿Tiene usted miedo, camarada?
El isleño se irguió indignado de oír aquella apreciación de su actitud, y con la cual se hería su dignidad de cheche como con una saeta envenenada; y midiendo de arriba abajo al interpelante con una mirada de profundo desdén, contestó:
—Sepa usted, mocito, que todavía está por ver que al pocero Juan Pérez le hayan temblado las piernas ante ningún peligro.
Y tomando en sus manos un extremo de la soga que colgaba de la horca, hizo una especie de lazo, introdujo por él una de sus largas piernas hasta el muslo, y después de recomendar que tuviesen cuidado con su cabalgadura, no fuese á caer en el pozo, ordenó al fornido negro que tenía á su cargo la provisión de agua de la finca, que lo fuese arriando lentamente hasta el fondo.
Tello no contestó una sola palabra para dar satisfacción al ofendido bravucón; sino que al verle desaparecer de la superficie del mundo de los vivos, se dirigió á la yegua que permanecía atada al tronco del horcón; tomó el chaquetón del isleño de encima de la albarda; lo echó en tierra, y se acostó sobre él boca abajo, con la cabeza sobre el borde del pozo, para poder contemplar así fácilmente el descenso del isleño al fondo de aquel abismo de sesenta varas.
Pronto llegó el pobre diablo á su destino; mas apenas empezaba á reconocer el futuro campo de su trabajo, cuando á Tello, que parecía preocupado por saber si aquel hombre era en efecto tan valiente como decía, se le ocurrió una idea diabólica:
Sacó, de bajo su cuerpo el chaquetón, y extendiéndolo por las mangas cuanto pudo, lo dejó caer á plomo gritando al que estaba abajo con voz desaforada: —¡Ahí va la yegua! ¡Cuidado, amigo!
Y se volvió á echar tranquilamente en el suelo para seguir mirando lo que sucedería.
Ya puede imaginarse cualquiera la lenta terrible agonía del pocero, desde que vió bajar el bulto negro que se le venía encima por el tubo del largo telescopio, hasta que aquel hubo llegado al fondo. La columna de aire allí encerrada impedía que el chaquetón cayese á plomo con todo su peso, y le obligaba, por el contrario, á descender lentamente, haciendo zigzags y dando tumbos de un lado á otro contra las escarpadas paredes;
Ya abriéndose en toda su anchura y agitado las mangas como un fantasma, ya reduciendo su tamaño y haciendo así más cruel y larga la ansiedad del pobre diablo que, con los pies afirmados en dos piedras salientes sobre la superficie del agua, para no caer dentro, pues ésta era profunda;
seguía con el cuerpo, de la cintura para arriba, y con la mirada fija en el bulto, los movimientos de éste, tratando de esquivar con los suyos que se le viniera encima lo que él se figuraba ser la malhadada yegua.
Un largo minuto duró semejante agonía; y Tello mientras tanto, riendo á más no poder, contemplaba los equilibrios y evoluciones, á la verdad ridículos, del pocero que abajo se moría de miedo.
Al fin llegó al fondo el chaquetón, y el pobre hombre, vuelto de su espanto, permaneció un rato en silencio. Pidió luego que le subieran, y cinco minutos después, más muerto que vivo, ponía la planta en la superficie del suelo. Su primera mirada fué para buscar á Tello; —había comprendido que éste se vengaba de él por el desdén con que le había tratado momentos antes; pero Tello había tenido tiempo de desaparecer de allí, sabiendo que de encontrarlo el isleño lo hubiera macheteado.
Cuando hubimos calmado á aquel hombre, volvió éste á montar su penco, y pálido aún,—no sé si de miedo ó de ira; —ó si de ambas cosas— sin querer saber más de nosotros se alejó rumiando amenazas, al tiempo que Tello, asomado á una ventanilla de la casa de vivienda, desde lejos le miraba partir, dejando ver en su rostro aquella eterna risita sardónica con que parecía decir entonces:
—Esos son los guapos de este mundo.
Años después, por una rara casualidad, encontré al pocero bajo el colgadizo de una tienda de camino. El buen hombre, al reconocerme, me recordó el episodio de que había sido víctima; pero moviendo la cabeza entristecida, exclamó fijando los ojos en el suelo:
—¡Pobre don Tello! Dios le haya perdonado como le perdono yo la que me hizo. A la verdad… era un valiente…!
Guillermo Schweyer Lamar, 1903.
Bibliografía y notas
- Schweyer Lamar, Guillermo. “El Pocero de Guanábana. Episodio histórico”. Revista El Fígaro. Año XIX, núm. 2 y 3, enero 1903, p. 31
- Schweyer Lamar, G. “Tello Lamar, Recuerdos de la Guerra de los Diez Años”. Revista El Fígaro. Habana: Agosto 1899.
- Historias y Leyendas de Cuba
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