
El Señor de la Misericordia es una leyenda matancera publicada por Álvaro de la Iglesia en sus Tradiciones cubanas y dedicada a Bonifacio Byrne poeta nacional de Cuba.
Entre el San Juan y el Yumurí, pegada a la costа, empezaba a alentar la misérrima aldea que el general Manzaneda había bautizado enfáticamente con el nombre de ciudad de San Carlos y San Severino de Matanzas. La fundación había resultado relativamente fácil:
Lo difícil era hacer surgir una verdadera población de un aduar de isleños cuyos únicos elementos de vida eran las crianzas de puercos y algunos pequeños cultivos, uno de ellos el trigo, que los primeros colonizadores aclimataron y que fué languideciendo hasta desaparecer.
La población reducíase a tres docenas de bohíos de arcilla y embarrado, diseminados por las dos orillas de los ríos, un humildísimo templo de no mejor material que las viviendas de los isleños y la casa del Corregidor, frontera a la Plaza de Armas, lo que es hoy plaza de la Vigía.
Todo esto en un terreno húmedo, verdadera ciénaga, sombreado por espesos guayabales y sabicús, donde la vida urbana pareciera hoy imposible al más contentadizo y sencillo de los ciudadanos… Lo verdaderamente magnífico en aquel pueblo naciente, era el espectáculo deslumbrador de una naturaleza tropical virgen de afeites;
La magestad del Pan recortándose sobre el purísimo azul de un cielo incomparable, los palmares deliciosos con el blando concierto de sus pencas, aquellas dos corrientes de esmeralda que festoneaban el paisaje, una rompiendo del abra por entre matojos, el Yumurí; otra bajando, descendiendo ruidosa por entre cañas bravas, con todo el empaque de un gran río: el San Juan.
Una noche de invierno, dando tumbos por aquellas veredas, que no calles, en lo más poblado de la ciudad de Manzaneda, buscaba posada un hombre que, según su exótica vestimenta, no debía ser del país. En las tinieblas, llamó al azar a la puerta de una de las casas de mejor aspecto, la de la piadosa María Salinero una de las primeras pobladoras de Matanzas y también de las más acomodadas, si es que había alguna entonces.
El desconocido hizo presente la necesidad que tenía de albergue y como ya en tan remota época era proverbial la hospitalidad cubana, la obra de misericordia que manda dar posada al peregrino fué cumplida una vez más.
—¿Cuál es vuestro oficio? preguntó el ama de la casa.
—Soy carpintero… pero carpintero sin trabajo —dijo. No sé cómo podré pagaros vuestro hospedaje…
Después de meditar un rato dijo la señora:
—Tal vez podríais pagarme fácilmente… Si supíerais hacer una imagen del Señor… Nuestra iglesia es tan pobre que no tiene un Santo Cristo de talla. ¿Os sería posible labrarlo?
El forastero prometió pagar la habitación que se le destinó con una imagen del Crucificado. Y con esto se encerró en el aposento que tenía puerta al patio y a la calle (que es hoy la del Medio) y nadie volvió a oír hablar del huésped; pero tampoco nadie lo sintió dar un golpe, cosa extraña, siendo su oficio sobrado ruidoso.
Sorprendida la dueña de la casa de aquel sepulcral silencio, alarmada después al ver que no se abría ninguna de las dos puertas de la habitación, ni dentro de ella daban señales, las más leves, de vida, se decidió a llamar; pero como si llamase sobre la losa de un sepulcro esperando respuesta.
Entonces, en unión de otros vecinos, procedió a descerrajar la puerta, encontrando el aposento vacío…decimos mal, no estaba vacío, porque en un rincón, con los brazos abiertos y las manos ensangrentadas, estaba un admirable Cristo, sin peana ni cruz; pero por lo demás, sin que le faltara ninguna de las características del Dios-Hombre en su crucifixión.
El asombro del pequeño concurso no es para descripto. Como declaró la señora Salinero, ni allí había madera para tallar aquella hermosa imagen, ni el desconocido entró en el aposento banco de carpintería ni herramientas para el caso, ni mucho menos, como ya hemos dicho al principio, alma humana sintió dar un martillazo ni un golpe de escoplo.
Por otra parte, vigilada desde el primer día la habitación por el aspecto extraño del huésped, no cabía admitir que fuera introducido el Crucificado sin ser visto de alguien. El hecho, mucho más en aquellos tiempos de fe sencilla y sincera, bien podía pasar por milagroso.
¿Qué podían hacer mejor aquellos vecinos sorprendidos por el prodigio, que caer de rodillas ante el Señor Aparecido que fué llamado después el Señor de la Misericordia?
Colocada la imagen, (que es una bellísima escultura) en su cruz, fué solemnemente llevada a la iglesia de San Carlos donde hoy se venera, por un vecindario que declara deber al Señor Aparecido, grandes favores y grandes consuelos en las calamidades que han afligido a la ciudad y a la isla.
Bibliografía y notas
- De la Iglesia, Álvaro. “El Señor de la Misericordia”. Cuadros Viejos. Segunda serie de las Tradiciones Cubanas. Habana: Imprenta Moderna, 1915, pp. 108-112.
- Historias y leyendas de Cuba
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