Inauguración de la Real Casa de Beneficencia de la Habana. Una procesión histórica por Ramón Meza. Ocurre frecuentemente en los asuntos históricos lo que con los arroyuelos cuando se desea conocerlos bien, que entonces es preciso recorrer curso arriba muchas leguas hasta dar con el origen. Tal circunstancia es la que nos obliga en el presente caso á remontarnos un tanto, no mucho, á través del tiempo, suplicando al lector que, mientras, aguarde con cristiana paciencia que asomen la cruz y los ciriales de la anunciada procesión.
El Ilmo. Dr. Diego Evelino de Compostela, gozó de mucha fama de predicador en su tiempo, construyó nada menos que cinco templos en la calle que la Habana dedicó á su memoria y tanto se afanó y tanto hizo en beneficio de su diócesis de Cuba que siempre hubo de venerársele en ella por sus virtudes y buenas obras.
Esto explica, y aun excusa, la hipérbole del raro epitafio que aparece, solo con la letra inicial de cada palabra O. Q. V. F. ocupando cada uno de los ángulos de la lápida que se vé sobre su sepulcro situado en un muro del templo de Santa Teresa, construido por él; y que, “se le preparó entre los lirios del Carmelo y los coros virginales”.
Aquellas cuatro iniciales, colocadas en torno de esta parte de la inscripción, también en latín, quieren decir: Omnia quæcunque voluit fecit. Hizo todo lo que quiso. Por última voluntad expresó que quería que su corazón quedase entre sus hijas las Carmelitas Descalzas, y éstas, obedeciendo el postrer deseo de su Prelado encerraron el corazón en una redoma de alcohol y la colocaron en un lugar visible y preferente del coro.
Entre las buenas obras que quiso hacer el digno Obispo de Compostela cuéntase la Casa de Expósitos. El móvil que le decidió á fundarla, nárralo la tradición asegurando que cierto día hubo de aparecer destrozada, dentro del recinto mismo de la ciudad, por cerdos ó perros, una tierna criatura, y compadecido, el venerable Prelado, arbitró recursos solicitando más tarde del Ayuntamiento que, del producto del derecho de Sisa, destinase mil pesos á la benéfica institución.
Con ese pequeño auxilio, y más que todo, con el de la pública entidad, se instaló el Asilo á fines del siglo XVII en una casa situada en el mismo lugar en que, pocos años después, en 1700, se fabricó el Monasterio de Santa Teresa.
La construcción de este convento y la muerte de Compostela, ocurrida en 1704, fueron causa de que se debilitara un tanto la caridad hacia los desamparados niños y aun de que se distrajeran parte de los recursos que para tan sagrada atención se habían concedido.
Pero la Mitra pasó entónces á muy digno sucesor: á Fray Gerónimo Valdés que alentando los mismos propósitos de Compostela, prosiguió la obra comenzada por éste habilitando unas casas que compró, inmediatas al Palacio de los Generales de Marina y cerca del espacioso y sólido convento de San Francisco, para instalar en ellas la Casa Cuna. Una lápida que aún conserva esta casa, cuya situación según las actuales señas es Muralla, Ricla ó Cuna esquina á Oficios, y redactada en estos términos:
“AÑO 1711. ESTA CASA DE NIÑOS ESPS. FUNDÓ EL ILMO. SR. MROD. SRMO. VALDÉS OBPO. DE CUVA.”
Conmemora la fecha de su fundación. Además de la vivienda del P. Capellán, que nombrado por el rey servía á la vez de mayordomo, director y secretario y de las destinadas á las nodrizas, fabricóse una capilla de quince varas de longitud, cinco y media de anchura y cinco de elevación. En el modesto altar de esta capilla hallábase su Patrono, el Patriarca San José. Aparecía el santo dormido y un ángel llegaba á despertarle con las palabras del Evangelio: accipe puerum.1
Aun en vida del Obispo Valdés, que completó su obra filantrópica legando su apellido á los expósitos de la Habana, hallóse la Casa Cuna muy falta de recursos; pero esta falta agraváronla años después la mala administración, el inconcebible abandono de quienes más debieron haber velado por ella.
El local iba siendo cada vez más pequeño, incómodo, malsano: á los agotados pechos de una misma nodriza agolpábanse hasta media docena de niños, quienes, en su mayor parte, eran alimentados artificialmente. Una epidemia cebóse, tan cruelmente en aquel asilo de caridad tan combatido que la voz pública llegó á distinguirlo con el nombre de “tumba de inocentes”.
Otra dificultad uníase á todas éstas y era que los niños según crecían iban demandando otras atenciones, que no les proporcionaba el asilo, respecto á su enseñanza y educación. Los varones encomendáronse entonces á los P. Betlemitas. Y de las hembras hízose cargo un beaterio de diez mujeres. De estas originales instituciones que eran como la transición entre la casa de familia y el monasterio había muchos esparcidos por la capital.
En cualquiera casa particular se establecían: bastaba cerrar el zaguán con ancho cáncel de cedro, para interrumpir, excepto por una ventanilla de rejones de madera cruzados diagonalmente ó una lámina de cobre hecha una criba, la comunicación con el resto del mundo terrenal y entregarse á las dulzuras de la oración y sibaríticos goces de la vida contemplativa y celestial en tanto que al sustento de la enemiga carne atendían las limosnas de las almas piadosas ó rentas de capitales cuidadosamente acensuados.
Luego, vastos monasterios, construidos sin más arte que el necesario para dar amplitud, comodidad, luz y ventilación á claustros, celdas, refectorios aljibes y jardines interiores, elevaron sus paredones, gruesos, firmes, de sólida sillería, sin hueco alguno hasta cerca de la línea del tejado de modo que sus vistas dominaran al caserío de la ciudad, vinieron á monopolizar las ventajas espirituales y materiales de la vida mística, haciendo desaparecer, por absorción, de tal suerte los beaterios, que á principios del siglo actual era ya muy rara casualidad el dar con alguno de ellos.
La creación de otro asilo benéfico que produjese mejores frutos que los obtenidos hasta entonces era necesidad imperiosa. Recién fundada la Sociedad Patriótica en cuyo seno se reunieron y organizaron tan valiosas iniciativas, tres de sus miembros, muy dignos próceres, acudieron en 1792 al General D. Luis de Las Casas con el propósito de establecer un asilo benéfico. Acogió el General con calor la idea y muy pronto, por suscripciones y donativos particulares, reuniéronse más de cien mil pesos.
Sobrados eran estos recursos para levantar el nuevo asilo de caridad, pero un curioso incidente, mas no raro ni singular en nuestra historia, vino á entorpecer un instante la pronta construcción del edificio en que había de instalarse, la proyectada institución. Y fué el tal incidente que el Obispo Tres-Palacios se opuso á que se levantara en el punto elegido, en las afueras de la ciudad, porque en tan retirado sitio no se hallarían las niñas al alcance de los socorros del vecindario.
Apunta un cronista que este fué el motivo de las ruidosas cuestiones en que se empeñaron por entonces la Mitra y la Capitanía General; tal vez lo fuera, pero el origen de este antagonismo, que se había mostrado poco antes entre el Obispo Hecheverría y el Gobernador Cagigal y después en repetidas ocasiones, debe buscarse en la dualidad de poderes que cada vez absorbían, en sus frecuentes atribuciones, mayores y más valiosos recursos.
No estando su respectiva jurisdicción marcada por previsora y estrecha ley, resultaban á menudo confusiones, dando lugar á desavenencias, rencillas y choques que no dejaban de tener su lado cómico y aún ridículo.
Asuntos relativos á un matrimonio en que tenía interés el gobernador fueron causa de las disputas entre el fastuoso Obispo Hecheverría y Cajigal.
Ya fuere la causa ó pretexto de las cuestiones suscitadas entre Trespalacios y Las Casas, la que apunta el cronista ú otra más oculta á la historia, lo cierto del caso es que Trespalacios se opuso de manera tan tenaz como al establecimiento de la Casa de Recogidas, al de un Teatro y de una Plaza de Toros, al de la Casa de Beneficencia, y como en todo esto no se saliera con las suyas, apoyándose en una disposición regia que prohibía la impresión de escrito alguno sin que lo censurase y aprobase el Obispo, extremó sus rigores contra el Papel Periódico, primera publicación literaria, en orden cronológico, del país, recién creada y protegida por las Casas.
No en balde decía este ilustre General en enérgica exposición de queja al Rey “á cada paso que doy, Señor, en el ejercicio de mi destino, tropiezo con el Obispo”.
Para probar que no entendía el díscolo Trespalacios la caridad evangélica del mismo modo que Compostela y que Valdés un siglo antes, bastara indicar las dificultades que opuso al proyecto de construir un asilo benéfico sinó hubiera otro rasgo que lo marcara de más gráfica manera. Concedió permiso á sus diocesanos para que pudieran comer carne cuatro días de la cuaresma, no sin que mediara una retribución, si bien con carácter de limosna, para usar de esta licencia. Las Casas suspendió los efectos de esta bula. Protestó el Obispo, acudió á la Corte; y ésta, dió la razón al General.
Al cabo decidióse, contra el parecer del señor Obispo, levantar el nuevo Asilo de Beneficencia en las afueras de la ciudad y comisionado al efecto el Provisor Peñalver designó algunos solares en el punto llamado entonces Jardín de Betancourt inmediato á la Caleta de San Lázaro, adquiriéndose su dominio con el caudal donado por la caridad pública.
Con no haber tenido el Ayuntamiento intervención alguna en estos pasos, ya se captó la mala voluntad del Obispo que irritado de ver como se mantenía indiferente le espetó en solemne ceremonia tal filípica, que herido vivamente en su orgullo el encopetado Cabildo reunióse para discurrir qué medida adoptaría en trance tan grave á fin de obtener justa reparación del agravio y decidió, adoptar el recurso extremo de recoger los bancos que tenía en la Catedral y enviarlos á la iglesia de Santo Domingo. Ya podía el señor Obispo bramar cuanto quisiera ¡Como la digna Corporación no había de oír sus sermones…!
Tales antecedentes y circunstancias contribuyeron á la popularidad y brillo que obtuvo la fiesta presenciada por el pacífico vecindario de la ciudad de la Habana en 8 de Diciembre de 1794.
El lamentable abandono en que mantenía la administración oficial los asilos benéficos, y los obstáculos opuestos por mezquinos celos ó excesivo orgullo, contrastaban con la actividad, rectitud y nobleza del que había fundado la Sociedad Patriótica, la Biblioteca Pública, el primer periódico literario, había hecho reformas en el modesto teatro de la Alameda colocándole, según decir de los cronistas de la época, en primer lugar, en cuanto á belleza, entro todos los de la monarquía; del que atendió con predilección caminos, calzadas y los ramos de fomento, de obras públicas, del que, en una palabra, despertara las dormidas iniciativas de la colonia haciéndole salir de su infecundo letargo de tres siglos y entrar en una senda de no interrumpido aunque lento progreso.
La inauguración pues de la nueva y utilísima obra apoyada desde el primer momento por el General D. Luis de Las Casas fué acogida con profundo y sincero regocijo popular.
Ya llega la procesión… Pero… no trae cruz ni ciriales que fué aquella una procesión de carácter exclusivamente cívico para trasladar treinta y cuatro niñas huérfanas educandas desde la ciudad de la Habana, algo distante, aislada por sus fosos, encerrada por aquellos gruesos y formidables murallones almenados, que comprimieron las casas, las calles, las plazas, sin contener la vigorosa expansión de los vastos y soberbios monasterios cuyas contrahechas torres sacudían sin sosiego sus destempladas campanas, hasta que, la voz más potente y estruendosa del cañón imponía la queda, cerrándose también al punto las puertas de las casas, y de la población;
Y apagábanse las luces; y sumíase todo en silencio profundo que no era interrumpido más que por los alertas de los centinelas y los sordos pasos de las rondas, hasta el rayar del alba del día siguiente en que, al ruido de la ciudad que despertaba, precedía el murmullo solemne del rezo de los maitines, cuyas notas graves, pausadas, sonoras, acompañadas de las harmonías de órganos y serafinas se escapaban por las tupidas celosías de los conventos y parecían iban á quebrarse y apagarse entre los agudos toques de diana de los clarines que vibraban en los cuerpos de guardia, en los patios de los cuarteles y en los puentes levadizos de los castillos.
Las treinta y cuatro inocentes víctimas de las preocupaciones sociales, se dirigían, abandonando la pesada atmósfera de la estrecha ciudad hacia el Jardín de Betancourt cuyos bellos horizontes eran de una parte el campo, de otra el mar, el extenso y libre mar desde donde venía envuelto en sus rumores misteriosos, aire nutritivo, oxigenado, aire más agradable y más puro.
En el antiguo Jardín estaba levantada ya, por el comandante de ingenieros Wambitelli, sólida y sencilla construcción de un sólo piso, con cuatro frentes de treinta varas, teniendo el del norte ocho ventanas y, en su extremo del Este, una modesta capilla de cúpula octogonal.
La procesión salió de la ciudad por la puerta de la Punta y se dirigió por la calzada de San Lázaro, abierta entre mangles, malezas, zarzas, palmares y cocoteros y refrescada por la brisa del Océano cuyas oleadas se rompían entre los ásperos arrecifes de la vasta ensenada donde sonaba, seca y penosamente, la piqueta de tristes presidiarios cargados de cadenas.
A la izquierda abríase algo accidentado el ancho campo libre, aún de firmes construcciones: solo entre San Lázaro y la Zanja había desperdigadas algunas casas. Preciso era avanzar algo por los peñascales, estancias, jardines y huertas para dar con los primeros vagos esbozos del futuro ensanche de la ciudad, en torno de la Iglesia de la Ceiba, y en los conatos de calles de la Salud, San Luis y Calzada del Monte, tras de las cuales, en terrenos cenagosos se ensanchaba alrededor del arsenal el reconstruido barrio de Jesús María.
Cerca de San Lázaro solo se veían muy salteados los techos de teja ó de guano de las humildes y toscas viviendas de las estancias, comunicadas entre sí y la ciudad por estrechos trillos que también bordeaban las canteras, el Hoyo del inglés y lagunatos y lodazales.
Y el paseo del Prado Nuevo, cuyas triples avenidas señalábanse por cuádruple hilera de árboles frondosos de los trópicos, pues allí confundían su ramaje la ceiba, el cedro, el ocuje, el pino, la yagruma y las diversas palmeras, se extendía, recto, ancho, cómodo, terminado por dos obeliscos á la largo de aquella explanada rota por el foso y donde todo podían barrerlo los amenazadores bronces que erizaban el almenado muro de la ciudad.
La ordenada procesión avanzaba por el camino de san Lázaro. Las treinta y cuatro educandas iban en dos correctas filas vestidas de negro zayal y blanco velo; precedíanla batidores que abrían la marcha á caballo, empuñando largos fusiles, vestidos de casaca azul, pantalón de blanco dril con polainas abrochadas hasta la rodilla por nutrida hilera de botones de oro; á éstos seguía la banda de música compuesta de platillos, tambores, clarinetes, flautas, trompas y cornetas, instrumentos sencillos, sin la revesada complicación de llaves ni pistones que traen los actuales.
Vestían como los batidores sin otra diferencia que el color de su casaca que era rojo.
Tras de las niñas, venía lucido grupo, en el cual, en primer término, destacábase la noble figura de Las Casas que vestía magnífico traje de paño azul, alto de cuello y de grandes solapas rojas como el chaleco y las vueltas de los puños.
El Ayuntamiento, quizá en desquite de la recia filípica que, á manera de helada ducha aplicada bajo las bóvedas de piedra de la Catedral, recibiera del Prelado, lucía con orgullo y garbo, al aire libre, su uniforme cuyo uso poco antes hubo de concederle el Rey y que consistía en uno grande, para las fiestas de primera clase, y en otro pequeño, de uso diario.
El primero, sacado á relucir por el Ilustre Cabildo en la procesión, era de color azul turquí, botón y bordadura de oro y forro de caña, El pequeño, ó sea el de uso diario, que seguramente dejarían bien doblados y reposando en sus arcas alcanforadas hasta oportuna ocasión los sermoneados ediles, era del mismo color, forma y bordadura, pero con un solo botón.
No hay que olvidar que unos y otros, caballeros y soldados, iban de peluquín y coleta y cubiertos con tricornio, no el primitivo, el genuino y auténtico tricornio de tres candiles, con el ala abarquillada exacta y escrupulosamente por terceras partes, sino el reformado y que tanto contribuyeron á popularizar las estampas y bustos de Washington y Lafayette.
El resto del acompañamiento, el público, con sus casacas amarillas, rojas, verdes, azules, grises, su calzón corto, blancas pelucas, medias de seda, zapato bajo ornado de grandes hebillas de plata, camisas de fina batista con golilla, contribuían á caracterizar la indumentaria de la época.
Detrás del abigarrado grupo seguían las calesas con sus dos ruedas al extremo de su caja cubierta de capota fija, ornada de flecos de seda y pintadas de colores tan chillones como su forro interior de damasco. Entre las barras de la limonera iba, por lo general, una mula, pero en otras no era raro ver una, y aún dos mulas más, fuera de barra, guiadas todas por hábiles caleseros negros y mulatos vestidos de chaquetilla muy corta, dominados por cuellos bajos de ancho vuelo, sombrero de alta copa y vastas alas y enormes botas de cuero con muchas hebillas y una sola espuela de plata.
Otro grupo de distinguidas personas, presidido por el digno Provisor don Luis de Peñalver, salió por las puertas de la Casa de Beneficencia á recibir las educandas y sus acompañantes y en tanto unas se preparaban á instalarse en su nueva morada y otras á examinar las bien repartidas y aseadas dependencias, pronunciáronse patrióticos discursos.
Aquel asilo, erigido por la caridad del pueblo habanero, modesto, y pequeño en su principio, fué luego construyendo nuevos departamentos, levantando sus muros, extendiéndolos, recibiendo valiosos donativos y recursos de particulares y á la par acogiendo todas las abandonadas instituciones benéficas.
En 1827 se reprodujo, aunque con menos lucimiento, aquella procesión inaugural del siglo anterior. Esta vez la presidía el General D. Dionisio Vives que acompañado de numerosos miembros de la Sociedad Patriótica, condujeron en sus carruajes propios, cuarenta niños con los cuales se abrió en la Beneficencia el departamento de varones.
La Casa de Dementes, la de Mendigos, la de la Cuna y de Maternidad, especialmente estas últimas que anduvieron recorriendo de una en otra parte la población, pues que primero se hallaron, según queda apuntado en aquella parte del presente artículo en que el lector convino en aguardar que saliera la procesión, en Cuna esquina á Oficios;
Luego en una casa del Paseo de Tacón; más tarde en la calle del Prado; después en la de Dragones, fueron á domiciliarse, por último, en la Casa de Beneficencia, asilo vasto, ordenado, defendido de los instintos absorbentes de nuestra administración pública y de su gestión estéril, cuando no contraproducente, por sabias cláusulas condicionales de sus más espléndidos legatarios, que hoy sigue su marcha progresiva y que nada tiene que envidiar, en punto á escrupulosa dirección, á otros establecimientos análogos del extranjero.
En la sala izquierda de la capilla de la Beneficencia, trazó en vasto lienzo, Juan del Rio, el cuadro conmemorativo de la inauguración, en 8 de Diciembre de 1794, de la primitiva Casa de Beneficencia y que por ser una de las primeras manifestaciones de la inspiración pictórica en esta ciudad de la Habana, muy digno es de que se le perdonen sus defectos de perspectiva, sus licencias contra la realidad y sus más que visibles anacronismos.
D. Juan Domingo Lequerica es acreedor á sinceros plácemes por haber salvado en 1860 mediante la más fiel copia litográfica aquella joya que cualquiera que sean sus garrafales faltas tiene derecho á figurar en los anales de nuestra pintura, al lado de los primitivos trazos del maestro Vicente Escobar nacido espontáneamente entre las tinieblas en que nos hallábamos, como en otras muchas cosas, en lo tocante á las artes, en el ultimo tercio del pasado siglo.
El maestro Escobar, á quien todo podrá negarse menos la originalidad de su método y de su escuela, se dió tal maña en el estudio de la figura humana que retrataba de memoria muchos años después de muertas las personas por las señas que, á falta de daguerrotipos ú otro no inventado sistema de estampación, solían darle los pesarosos familiares.
Esto no amengua sino que por el contrario dá creces á la mucha fama que logró adquirir entre sus contemporáneos, de hábil fisonomista, el maestro Escobar.
Su discípulo Juan del Río, deslumbrado seguramente por los esplendores de la naturaleza llena de color y de vida que le rodeaba, desdeñó el estudio de la figura humana y se dió de lleno al dibujo de paisajes.
En sus cuadros, lo que predomina como vasta mancha, es el verde campo, matizado por los techos de las casas invariablemente de dos aguas y rojos como las flores del hibiscos, los muros y paredes, amarillos como pétalos de malva real y bordeados, hacia arriba, por el azul del cielo, y hacia abajo por el azul más fuerte del mar sin oleaje ni tempestades, terso siempre cual lámina de zafir.
Como su mejor obra señálase el destruido lienzo de la antigua capilla de la Beneficencia.2
Ramón Meza
Bibliografía y notas
- Meza, Ramón. “Una procesión histórica”. Revista La Habana Literaria. Año I, núm. 6, 30 de noviembre 1891, pp. 129-135.
- A., B. “Casa de Beneficencia”. Revista Ilustrada Cuba y América. Año VII, núm. 122, Marzo 1903, pp. 274-277.
- Meza, Ramón. “El Obispo Diego Evelino de Compostela”. Revista Cuba y América. Año VIII, Vol. 14, núm. 6, 1904, pp. 143-146.
- Accipe Puerum (Toma al niño):En Mateo 2:21 — Entonces él se levantó, y tomó al niño y a su madre, y se vino a tierra de Israel. ↩︎
- La copia litográfica de este lienzo pintado por orden de la Sociedad Patriótica, y que fué sacada en 1860 por D. Juan Domingo Lequerica, según queda indicado en el artículo de nuestro colaborador el Sr. Meza, es la que reproducimos en el grabado de la pág. 131, que lo ilustra. — N. de la R. ↩︎
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