Páginas desconocidas u olvidadas de nuestra historia: Maceo, Paladín de la Libertad, Noble y Grande Corazón, por Emilio Roig de Leuchsenring. Antonio Maceo es objeto también —como ya vimos lo fue Ignacio Agramonte— de calumnias e injurias sobre su carácter y actuación revolucionaria y de errores y falsedades históricos acerca de sus campañas y de su muerte, por parte del “cuentista” biógrafo de Weyler, Julio Romano, el “mayor embustero del mundo”.
Aunque ya el doctor Benigno Souza en su aplastante crítica a ese libro ha demostrado de manera incontrovertible que Romano desconoce por completo cuanto se relaciona con la vida y la obra del extraordinario y heroico mulato que con Máximo Gómez concibió y ejecutó la hazaña militar más portentosa de aquellos tiempos —la Invasión— nosotros vamos a consagrar las Páginas de hoy a desmentir las gratuitas afirmaciones de Romano sobre Maceo para que nuestros lectores que no hayan tenido la fortuna de leer el vibrante trabajo del doctor Souza conozcan por sobre las mentiras de Romano, la verdadera vida y muerte de Maceo.
Ya en el primero de los artículos que dedicamos a este desdichado libro, destruimos la afirmación que hace Romano de que Antonio Maceo estuvo dos veces preso en España, esclareciendo que fué su hermano José quien cayó prisionero de los españoles y logró fugarse, no mediante el soborno de sus carceleros, sino por obra y gracia de su valor y su desprecio a la vida.
Cuando Romano habla de Maceo, aunque lo califica de “valeroso jefe cubano que llenaba la manigua con su prestigio y valentía”, completa su juicio agregando, “aquel capitán insolente que enseña su salvaje sonrisa a la felina astucia de Weyler”, y lo pinta rodeado de “miles de hombres decididos que enseñan a su lado, en un gesto de ferocidad, sus mandíbulas de acero, dispuestos a disputar el ejército español la tierra que pisa”, terminando por presentarlo frente al “estratega” eximio que para Romano es Weyler, como un pobre y simple “negro ingenuo y valeroso, que desconoce el valor de la ciencia estratégica en la guerra”.
Maceo fué, precisamente, todo lo contrario del retrato que de él hace Romano.
Como muy bien replica el doctor Souza, ese Antonio Maceo, hombre arrogante si los hay, admirablemente conformado, orgulloso y soberbio ejemplar humano, con todo el porte y la refinada elegancia de un dandy, no tenía la “jeta” ni la “sonrisa salvaje”.
Y esclarece Souza: “Lo que más seducía precisamente, el atractivo mayor de aquel coloso de seis pies, acribillado a balazos, eran sus modales tan suaves, su sonrisa acariciadora, su palabra, de dicción lenta y cariñosa. Cuando en la Acera se le veía discurrir, o sentarse a la mesa con los generales españoles, sus amigos, que lo admiraban —sí, Julito, el valor lo admiran los españoles— Santocildes, Lachambre y otros, la verdad es que la gallardía de aquel gran mulato no la eclipsaban los rutilantes uniformes ni el esmalte de las grandes cruces”.
Así fué Maceo, y así lo pintan cuantos le conocieron, inclusive los españoles, sus adversarios de entonces, excepto, desde luego, tipos del bajo nivel moral, de la escasa inteligencia, de la pobreza de espíritu y del valor inédito de un Valeriano Weyler, o cotorras como su biógrafo Julio Romano.
Ya en Páginas publicadas por nosotros en el número 7 de octubre último de esta revista, presentamos el retrato moral y físico que de Antonio Maceo hace su mejor biógrafo y cronista de todas sus campañas, el general José Miró y Argenter. Precisamente, Miró afirma que:
“Maceo era la antítesis de todo lo feroz y estrafalario; su carácter era abierto, franco, liberal… creía en la bondad de los demás mientras el hecho palpable de la alevosía no demostrara lo contrario… el alma noble del guerrero no daba paso a ningún aviso de la inmediata defección, mientras la deslealtad no se hiciera evidente… le repugnaba la sangre que no fuese vertida en el campo de batalla… en su corazón magnánimo no tenían acceso las hecatombes realizadas a sangre fría”.
Hechos reiterados demuestran esta nobleza, hidalguía y generosidad de Maceo para con sus enemigos cuando caían prisioneros de sus tropas y la inflexibilidad que tenía con los que maltrataban a los prisioneros. El mismo Weyler, en Mi Mando en Cuba —que a lo mejor no ha leído Julio Romano— destruye sus aseveraciones sobre la crueldad de Maceo, confesando que al entrar éste y Máximo Gómez con sus fuerzas en Hoyo Colorado, “los voluntarios entregaron las armas, quedando en libertad”.
Miguel Ángel Carbonell en brillante estudio que publicó en 1921 sobre Maceo, recoge de fuentes históricas absolutamente veraces varios de los más típicos casos reveladores de la magnanimidad del heroico lugarteniente general del Ejército Libertador, tanto en la guerra del 68 como en la del 95.
El 4 de febrero de 1878, en la victoriosa acción de las llanadas de Juan Criollo, en la que Maceo causó cerca de 300 bajas al coronel español Sanz Pastor, hizo prisioneros a 27 soldados y un oficial, el coronel Gregorio Goroño Hacha, todos los cuales fueron devueltos al campo español.
Ese mismo año, al tener Maceo conocimiento, el 4 de marzo, en su campamento de Barigua, de que se proyectaba por el general Díaz y otros mandar a asesinar a Martínez Campos, escribió al general Flor Crombet una enérgica carta oponiéndose a dicho proyecto por entender que:
“los cubanos, con ese hecho se harían pequeños, y en particular escribí a usted temiendo que su nombre se confundiese con los de aquellos qué no presentaron el cuerpo á las balas y que apelan a tan reprobable medio… llenéme de indignación cuando lo supe, y dije que aquellos que quisiesen proceder mal con este señor, tendrían que pisotear mi cadáver: no quiero libertad si unida a ella va la deshonra”.
Miró, en sus Crónicas de la Guerra, relata el elocuente hecho acaecido el 26 de diciembre de 1895.
Un coronel de voluntarios mató a un soldado de la Invasión en los umbrales de la casa que aquél habitaba con su familia.
Conducido a presencia de Maceo explicó que estaba en su finca, en los portales de su casa, viendo el paso de los soldados cubanos, cuando varios de éstos le acometieron y uno de ellos trató de penetrar en el cuarto donde se encontraban aún en el lecho su esposa y su hija, y que él entonces trató de impedirlo, y cuando ya el soldado cubano se hallaba dentro de la habitación, cogió su carabina, retó al atrevido y le pegó un tiro.
El coronel de voluntarios, al ocurrir este incidente, se hallaba vestido de paisano y desarmado, habiendo descubierto los cubanos que pertenecía a tal instituto armado, cuando al registrar los baúles descubrieron el uniforme y las armas.
Miró cuenta así la actitud y conducta adoptadas por Maceo en este caso: “— ¡Muy bien hecho, amigo! —díjole Maceo apretándole con efusión la mano: — ¡Que aprendan esos descarados a respetar las casas de familia!”.
Nos mandó que incontinenti se le quitaran al hombre las ligaduras, que le fueran devueltas las armas y el uniforme, y que lo acompañásemos hasta su vivienda, dándole un salvoconducto para que nadie se metiera con él.
Esta escena la presenciaron más de dos mil hombres. Al poco rato fueron ejecutados tres insurrectos que fueron a explorar por otros contornos. El coronel se llamaba Francisco Haza, y no estaba solo cuando mató al saqueador: tenía un destacamento de voluntarios en la misma finca.
Miró también nos da a conocer el placer que sentía Maceo en conversar “con los españoles para atraerlos a la causa de la revolución pero sin inferirles la menor ofensa; les hablaba de Cuba esclavizada por la metrópoli, de Cuba que luchaba por su emancipación y por los derechos políticos de todos los que vivían en este suelo sin hacer distingos de origen ni opiniones”.
Para Maceo, según Miró, “la dominación de España, de la España oficial, el militarismo, la burocracia, la probidad y la sabiduría de real orden, el trono, con sus privilegios y vicios hereditarios, eso era lo opresor, lo pésimo, lo depravado”.
Y les hacía ver Maceo cómo si España despreciaba a los cubanos, a los españoles los explotaba y los rebajaba.
“Yo no sé —solía decir— cómo hay hombres de carácter independiente que pueden llamarle su majestad a un lechuguino imberbe, y excelentísimo señor a Weyler. Primero me cortaría la lengua antes que caer en semejantes humillaciones. ¡Mire usted que eso es duro!; un hombre como usted que ha labrado una, fortuna con el trabajo personal; que nada le debe al rey, decirle a un mequetrefe a los reales pies de vuestra majestad y arrodillarse ante el muñeco coronado como si fuera Dios bajado del cielo… vamos, amigo mío confiese usted que tenemos razón los qué proclamamos la libertad y la República, porque con nuestras doctrinas enaltecemos la dignidad humana”.
Y termina Miró refiriendo que casi siempre Maceo concluía el discurso en esta forma: “Yo hago la guerra a España, a sus tropas que combaten por la tiranía, pero no a los españoles que permanecen neutrales y que deploran el carácter de esta guerra destructora. Dígales usted a sus compatriotas cuál es el modo de pensar de Maceo, porque me entristece que me crean intolerante y cruel. El día en que España se convenza de lo infructuoso de esta guerra colonial y se decida a tratar con nosotros, ¿sabe usted a quién voy a designar para que me represente en el Tratado?…”
El español se quedaba perplejo, ansiando conocer el nombre del misterioso diplomático de lo porvenir. “¿Quién es, si puedo yo saberlo?” —se permitía preguntar, cuando Maceo no lo decía en el acto: “Pues… ¡Pi y Margall!”
Como prueba final elocuentísima de la nobleza de sentimientos y magnanimidad de conducta de Antonio Maceo en la guerra del 95, debemos citar la famosa carta que el 27 de febrero de 1896, desde su campamento de Cayajabos, dirigió el Titán libertador, como un estigma, a Weyler, recriminándolo duramente por sus crueldades con los prisioneros y con la población campesina indefensa, viejos, mujeres y niños.
”Tal cúmulo de atrocidades —le dice— tantos crímenes repugnantes y deshonrosos para cualquier hombre de honor, estimábalos de imposible ejecución por un militar de la elevada categoría de usted… y creía que usted tendría buen cuidado de dar un solemne mentís a sus detractores colocándose a la altura que la caballerosidad exige y al abrigo de toda imputación de aquella clase, con sólo adoptar, en el trato de los heridos y prisioneros de guerra de este ejército, el sistema generoso seguido desde sus comienzos por la revolución con los heridos y prisioneros de guerra españoles…
mas es fuerza rendirse a la evidencia; en mi marcha, durante el actual período de esta campaña, veo con asombro, con horror, cómo se confirma la triste fama de que usted goza y se repiten aquellos hechos reveladores de salvaje ensañamiento. ¡Cómo! Es decir que hasta los vecinos pacíficos han de ser sacrificados a la rabia que dió nombre y celebridad al duque de Alba”.
Y conviene advertir al lector que en la fecha en que Maceo escribe esta carta aun no había dictado Weyler su bando de 21 de octubre de 1896, ordenando la reconcentración, causa de la muerte de más de 300.000 campesinos, por la miseria, las enfermedades y el hambre.
Pero a pesar de ese sanguinario comportamiento de Weyler, declara: Maceo en su carta le declara:
”¡Por humanidad, cediendo a impulsos honrados y generosos, a la vez que identificado con el espíritu y tendencias de la revolución, yo jamás tomaré represalias que serían indignas del prestigio y de la fuerza del Ejercito Libertador de Cuba”.
Y lo incita a que cese en su crueldad, “pues que la guerra sólo debe alcanzar a los combatientes, y es inhumano hacer sufrir las consecuencias de ella a los demás… evite usted que sea derramada una sola gota de sangre fuera del campo de batalla; sea usted clemente con tantos infelices pacíficos, que obrando así, imitará usted con honrosa emulación nuestra conducta y nuestro procedimiento”.
En cuanto a la afirmación que hace Romano de que Maceo era un “negro ingenuo y valeroso que desconoce el valor de la ciencia estratégica de la guerra”, Souza le ha recordado, contestándole, “que Maceo se graduó de general con casi todos los que lo fueron en el ejército español durante más de 25 años”, y le cita, como reveladora de la importancia que para España tenía la personalidad guerrera de Maceo, aquella frase de Cánovas del Castillo de que “la guerra de Cuba sólo es cuestión de dos balazos felices: a Gómez y a Maceo”.
Descubre también el alto concepto que en el orden militar gozaba Maceo por parte de los españoles que no fueran fanfarrones y cobardes como Weyler o inconscientes y cotorrones como Romano, la opinión expresada por el general Arsenio Martínez Campos en carta de 19 de marzo de 1878 al presidente del Consejo de Ministros, Cánovas del Castillo, cuya carta leyó en el Senado español el propio Cánovas en 11 de junio de 1880:
“En Cuba no ha sido posible tener inteligencia en el campo enemigo, donde no hay medios de hacer luz, donde manda un Antonio Maceo, que era arriero y es general, que tiene una ambición inmensa, mucho valor y mucho prestigio, y que bajo su ruda corteza esconde un talento natural, no ha sido posible hacer nada, contra todo lo que esperaba la Cámara y el Gobierno”.
Y para probar el valor y la estrategia de Maceo basta dejar constancia de que desde octubre de 1868 en que a la edad de 23 años, se lanzó a los campos de la manigua revolucionaria, hasta marzo de 1878 en que después de la protesta de Baraguá abandonó la isla, su hoja de servicios ostentaba 800 acciones de guerra, 22 cicatrices en su cuerpo, el diploma de mayor general y ¡33 años de edad!, y que en la guerra del 95, desde el primero de abril de ese año hasta el 7 de diciembre de 1896 en que cayó en Punta Brava, Maceo dirigió 119 acciones de guerra.
Y basta citar su solo nombre, que flameó triunfante en la Invasión, Paso Real, Peralejo, Sao del Indio, Mal Tiempo, Coliseo, Las Taironas, Cacarajicara, Montezuelo, Tumbas de Torino, Loma Blanca, Ceja del Negro, Soroa, El Rubí, El Rosario…
Y la importancia y significación de Maceo para los españoles la descubre el alborozo que produjo en la Península y entre los peninsulares de Cuba, su muerte.
Réstanos desmentir la mendaz afirmación que hace Julio Romano atribuyendo la muerte de Maceo a la estrategia y hábil persecución de Weyler.
En nuestras ya citadas Páginas de 7 de octubre del pasado año relatamos detalladamente cómo ocurrió la muerte de Maceo.
A ese trabajo sólo debemos agregar aquí, para confirmar cómo esa caída, tan lamentable para Cuba y de la que tan felices augurios esperaron inútilmente los españoles, fue un hecho fortuito, en que para nada intervino Weyler, sino que, por el contrario, éste creía a Maceo en Pinar del Río y en esa zona trataba de perseguirlo, las opiniones, sencillas, pero elocuentísimas, de los historiadores españoles.
El conde de Romanones, en su libro Doña María Cristina de Habsburgo y Lorena, dice:
“Al recibirse la noticia de la muerte de Antonio Maceo, hecho de importancia, debido, como tantas veces ocurre en la guerra, más a la casualidad que al cálculo de una operación militar, España trepidó de júbilo, confiando en que este episodio, muy sensible para los insurrectos, pues Maceo era un guerrillero de grandes arrestos y facultades, pondría fin a la guerra”.
Gabriel Maura Gamazo, en su Historia crítica del reinado de don Alfonso XIII durante su menoridad, declara que:
después de haber fracasado Weyler en su intento “de copar la partida de Maceo, o capturarlo personalmente, o conservar siquiera su pista”, había el general español llegado a concentrar tal cúmulo de elementos militares en una sola provincia, la de Pinar del Río, “que aun para tan hábil guerrillero como Maceo se hizo imposible la permanencia, y resolvió, pues, separarse de sus tropas, y aprovechando un temporal, se trasladó por mar con algunos de los suyos, en la noche del 4 al 5 de diciembre, a la provincia de La Habana”.
Y agrega: “gozaba ya, sin duda, el cabecilla mulato con la perspectiva de dar en las proximidades de la capital algún ruidoso y sorprendente golpe de audacia, mientras que muy lejos de allí, le perseguía todo un cuerpo de ejército, cuando topó el 7, en Punta Brava, con la columna de Cirujeda; y quien escapó con bien en tantos y tan difíciles lances, pereció oscuramente en aquella inopinada escaramuza”.
Luis Morote, en su libro Sagasta, Melilla, Cuba, afirma:
“El 7 de diciembre, casualmente, sin pensarlo ni saberlo los que le combatían, caía muerto Maceo en Punta Brava y a su lado sucumbía también Francisco Gómez Toro, abrazado al cadáver de su jefe para defenderlo, para evitar que se apoderasen de él los soldados de la columna de Cirujeda. Los cubanos lograron salvar el cuerpo de su general.”
Finalmente, Antonio María Fablé, en su obra Cánovas del Castillo relata así la muerte de Maceo:
“Por una verdadera casualidad el 7 de diciembre de 1896 la pequeña columna de Cirujeda, en un combate mantenido entre Marianao y Punta Brava, a 12 kilómetros tan sólo de La Habana, dió muerte a Antonio Maceo, al cual los informes oficiales presentaban entonces en la provincia de Pinar del Río, al otro lado de la trocha de Artemisa.
Este golpe de fortuna anuló en España el efecto de la proposición Camerón, presentada en el Congreso de los Estados Unidos, solicitando la inmediata intervención en el litigio cubano de la Unión Americana; también sirvió para fortalecer la posición, muy débil ya, que entonces tenía en la opinión pública el general Weyler.”
Como el lector ha visto, no somos nosotros, sino la verdad de los hechos históricos, reconocida así por los propios historiadores españoles, la que demuestra cumplidamente que el señor Julio Romano es un ignorante, un mentiroso, un cuentista, que sólo desempeña en su libro apoteosis de Weyler el triste papel de cotorra, repitiendo, sin saber lo que dice y sin tomarse el trabajo de comprobarlo, las falsedades y fanfarronadas que Weyler le relataba a los 90 años, valetudinario, rodeado de “potingues y sospechosas mixturas”…
Bibliografía y notas
- Roig de Leuchsenring, E. (27 de enero de 1935). Páginas desconocidas u olvidadas de nuestra historia: Maceo, Paladín de la Libertad, Noble y Grande Corazón. Revista Carteles, 23 (4) pp. 26,27,44,45.
- Roig de Leuchsenring, E. (7 de octubre de 1934). Páginas desconocidas u olvidadas de nuestra historia: La Exhumación de los Restos de Maceo y Gómez en El Cacahual el 17 de septiembre de 1899
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