Sin miedo a exageraciones puede decirse que la ciudad de la Habana estaba siempre de fiesta. La belleza insuperable de sus paseos y de sus calles y sus condiciones especiales climáticas, creaban allí un ambiente propicio a la vida de relación.
La Habana tenía, sin embargo, una temporada de más intensa vida social; tenía también, como ciertas, ciudades de Europa, de Francia e Italia especialmente, su “season”, en la cual la ciudad desbordaba de extranjeros y la gente parecía vivir tan sólo para divertirse.
Esta temporada comenzaba en primeros de diciembre, cuando se mitigan los ardores solares, transformando el clima de la Habana en el del país ideal sobre el que pintaron los primitivos, a la diosa de la Primavera, y terminaba en mayo, tan pronto el sol volvía a levantarse sobre el horizonte marino con una lanza ardiente en cada uno de sus rayos.
La Habana, en su gran temporada, reía, reía siempre, segura acaso de realizar con esto una gran función social. Y para asomarse al espectáculo armonioso y claro de su alegría, para bañarse en ella como en una fuente de optimismo, acudían miles y miles de forasteros, especialmente de la poderosa República norteamericana, la que hizo de la capital de Cuba su estación invernal.
Durante esta temporada funcionaba en el gran teatro Nacional una magnífica, compañía de ópera, en la cual figuraban cantantes de enorme reputación. Estaban abiertos igualmente todos los demás teatros y una cantidad considerable de cinematógrafos al aire libre, elegantísimos por su decoración, y hacia cuyo espectáculo era muy aficionada la sociedad habanera.
Los teatros todos se veían siempre concurridísimos, y para el gran teatro Nacional, en las noches de gala, parecía hecha, realmente la vieja y brillante, metáfora del ascua de oro. Refulgía el salón entero, brillaban las grecas de luces de los palcos, las joyas que adornaban cabelleras y gargantas, los ojos de las cubanas y con fulgor de joya sus dientes al sonreír.
Por la tarde había carreras en el hipódromo. El hipódromo de la Habana, aun cuando la noticia asombrara a los lectores que no conocieran la vida de la ciudad, funcionaba diariamente durante los tres meses de la “temporada” con carreras todas las tardes, tan animadas y con tanto lujo en los atavíos femeninos como las de Longchamps o aquellas en las cuales se disputaba el premio Derby.
Al mismo tiempo los clubs deportivos abrían sus salones y sus jardines, organizando fiestas y comidas una o dos veces por semana cada uno, con lo cual puede decirse que éstas eran diarias. Las comidas se prolongaban en un baile animado y fastuoso.
El día, para la gente de la buena sociedad, comenzaba a la hora de partir hacia las carreras, en automóviles admirables y en carruajes tirados por caballos espléndidos, de estampa magnífica y sangre briosa. Las carreras eran una verdadera exposición de bellezas y de trajes.
El clima permitía, además, que las mujeres lucieran toilettes ligeras, vaporosas, que realzaban aún más sus naturales atractivos. Y el cuadro tenía todavía por fondo el esplendor, sereno y magnífico de la naturaleza cubana, siempre verde, siempre joven.
Salía la gente de las carreras y se organizaba a lo largo del Malecón y el Prado un paseo verdaderamente fantástico, con tantos coches, con tantos automóviles, con tantas mujeres espléndidas que pasaban.
Allá, en la esquina del Malecón, la banda del Ejército o la Municipal ejecutaban un concierto selectísimo. El mar se iluminaba con las luces de plata, del crepúsculo, y el cielo, que acababa de perder el adorno del sol, se entretenía en presentar sobre su pantalla los más divinos paisajes con colores que el fuego del sol, desde lejos, valorizaba, como, hace el de los hornos con las tintas de los esmaltes.
El paseo se prolongaba después Prado arriba. Y llegaba la hora de que la gente elegante se dirijiera hacia el club donde se ofrecía la cena de aquella noche; cena en los jardines, al abrigo de las palmeras, de las cuales pendían bombillas de colores como frutos maravillosos. Y después de la cena, el baile allí, en los salones del club, o la función de moda en la ópera o la fiesta en alguna ilustre casa particular.
La gran temporada habanera correspondía hacia sus últimos días con la época del Carnaval, durante el que se prolongaba con una intensidad casi mayor que antes.
El Carnaval, que en Europa terminaba con la llegada de la Cuaresma, permitiéndose apenas, como la última y más atrevida de todas sus diabluras, manifestarse en un día tan sólo de la época triste, seguía viviendo en la Habana con vigor extraordinario, hasta que la Iglesia ponía definitivamente un crespón a sus altares y amordazaba sus campanas, las cuales ya no volverían a sonar hasta que se estremecieran en una vibración algarera y de triunfo anunciando el aleluya.
La Habana, durante casi toda la Cuaresma, organizaba los bailes más fastuosos de la temporada toda. No se notaba el bullicio en las calles como en los días marcados por el calendario para las locuras del Carnaval.
No había máscaras ni comparsas. Pero había, en algún palacio insigne, casi a diario, grandes bailes de trajes, y el paseo de las noches resultaba, por lo tanto, un verdadero corso. Los clubs organizaban también entonces sus mejores bailes del año, los organizaban a su vez las Sociedades regionales y el Casino Español.
Entre todas estas fiestas, sin embargo, por su carácter más íntimo y por la mayor selección de la concurrencia que permitían, distinguíanse las de las grandes casas particulares, llegando a adquirir tal suntuosidad que podían ser acaso igualadas, pero no superadas en modo alguno por las mejores celebradas en los palacios de la más rancia y más opulenta aristocracia europea.
En la temporada de 1916 se celebraron tres verdaderamente fastuosos, que dejaron recuerdos imborrables en cuantos a ellos asistieron, por su magnificencia, por la belleza de las mujeres, por la riqueza y elegancia de sus trajes, por el buen gusto de la organización y por todo cuanto podía distinguir a una fiesta de esta índole.
Nos referimos a los tres suntuosos bailes de trajes que tanto dieron que hablar antes y después de celebrarse, ofrecidos por la gran dama cubana Marianita Seva de Menocal, esposa del Presidente de la República, la distinguida y bella señora Mina Chaumont de Truffin y la elegantísima señora Lila Hidalgo de Conill.
Siendo tal la vida social en la Habana, dicho se está que cuanto con ella se relacionase despertaba en la ciudad un interés enorme. La crónica social de los periódicos tenía una importancia que ni siquiera se concibe en otros países. Todos ellos le dedicaban diariamente secciones especiales, que cuidaban con el mayor esmero y a cuyo frente se hallaban personas verdaderamente mimadas por el público.
El cronista social del Diario de la Marina, por su autoridad en la materia y por el crédito del periódico, era en la Habana una personalidad de tanta importancia como un ministro. Enrique Fontanills, el cronista a que estamos refiriéndonos, era sin discusión la primer figura de la vida social habanera.
La base principal de toda esta vida fastuosa, que constituía el mayor asombro de quienes visitaban por vez primera la ciudad de la Habana, y atraía allí tantos forasteros, especialmente de la poderosa nación vecina, era indiscutiblemente la belleza, la elegancia y la gracia de la mujer cubana, a la cual el clima y el paisaje daban el más esplendente y fastuoso de los marcos.
La elegancia de la mujer cubana era proverbial en todo el mundo y sus otras dotes personales inspiraron poemas inflamados a las plumas más ilustres.
Cuba, además, era muy rica, fabulosamente rica, existiendo en el país mujeres cuyos padres o cuyos maridos suman sus ganancias anuales por millones de pesos.
Tenían, pues, en esta riqueza un gran elemento que realzaba sus galas nativas, dándoles la cultura completa, sólo asequible para las gentes adineradas, que podían estudiar y viajar y habituarse a la vida amplia y fastuosa. La riqueza les servía, además, para rodearse de lujo, que era siempre un bello espectáculo.
Referencias bibliográficas y notas
- La Vida Social en Libro de Oro Hispano-Americano. Sociedad Editorial Hispano Americana, 1917. pp. 364-366
- Vida Social: Baile de Miguel Mendoza en el Jockey Club de Marianao, Enero 18, 1916.
- Personalidades y Negocios de la Habana.
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