El Foso de los Laureles en la fortaleza de la Cabaña en la Habana. Entre los pavorosos recuerdos legados á la posteridad, por la dominación española en Cuba, ninguno conservará, sin duda, caracteres más sombríos ni memoria más luctuosa, que los fosos de la fortaleza de la Cabaña.
Construido este castillo sobre una larga elevación del terreno, que al otro lado del puerto y frente á la Habana domina con su posición y sus fuegos á toda la playa, parece más un enemigo que se alza amenazador, que un centinela vigilante y defensor del pueblo que á sus pies reposa indefenso.
Formidable es el aspecto del baluarte. Un largo muro, aspillado, y haciendo zigzags, dá su cara á la población, que lo contempla con temeroso respeto, porque tras ellos se ocultan todas las violencias de la fuerza, y reina el despotismo y la barbarie, en todo el poderío de una voluntad militar, sin límites ni cortapisas de leyes humanas, y con una extensión que no termina los mismos confines de la muerte.
Y sin embargo, este tremendo castillo y esta terrible fortaleza, la única vez que pudo demostrar su resistencia y su pujanza, que fué cuando el conde de Albemarle y el almirante Pocock, al mando de la escuadra inglesa, asediaba á la Habana, el año de 1762, se entregó el once de junio, al primer ataque de los ingleses, y sus defensores se refugiaron en el Morro, que al fin se entregó también, como rendida fué el 14 de Agosto la plaza entera de la Habana.
Hago esta reminiscencia histórica, para demostrar que todo el poderío del famoso castillo, no se usó nunca sino para martirizar y amenazar á los cubanos. La terrible fortaleza era una tumbas, no para los extranjeros enemigos de España, sino para los naturales del país que habían de sentir su tremenda y pavorosa garra.
La Cabaña, en su parte que mira al mar, está defendida por inmensos bastiones que forman los fosos, tristemente célebres. Uno de ellos, ancho y largo, está sembrado de laureles y á esta circunstancia debe su nombre de Foso de los Laureles, con que es conocido, porque allí se perpetraron los más tremendos crímenes que marcan los últimos destellos del gobierno español, en las Américas.
Pero no adelantemos las ideas. Digamos primero que esos muros que circundan el foso son de una anchura inmensa y que por la parte interior, que da á la plaza, están socavados en forma de grandes nichos de cementerio, con su techo abovedado y su entrada, única, para el aire y la luz, en la forma que he dicho, defendida la salida por una gruesa reja de hierro con un portillo guardado por cerrojos monstruosos.
No hay maderas para cubrir la mirada, tras aquellos hierros, y no parece sino que el infeliz allí encerrado había de estar siempre á la vista del carcelero. ¡Ah! no. La lobreguez de la estancia es tal, que algunos pasos hacia el interior bastaban para entrar en la penumbra, y allá en el fondo, reinaba siempre la noche eterna…!
En esos calabozos es donde han sufrido el martirio los cubanos. Allí han sido asesinados los pobres prisioneros, sufriendo las torturas más crueles, faltos de aire respirable, de luz y de consuelo. Han vivido interminable cautiverio, llevando la existencia de las bestias, con el suelo por único asiento y la promiscuidad asquerosa de las deyecciones, por imprescindible compañero.
Ha sido un Calvario mucho más terrible que el del Gólgota, y que no terminaba sino cuando las bayonetas venían á sacar á la víctima para llevarla al sacrificio, que bendecía el prisionero, como el día inefable en que terminaban sus angustias y martirios.
Los pabellones donde vivían los oficiales están en la explanada interior del Castillo y muy cerca del muro que sirve de cornisa á la entrada del puerto. La guarnición de tropa se anidaba en lóbregas celdas que horadan muros interiores. El acceso al Castillo tiene lugar por una puerta, con puente levadizo, que da al camino del Morro y á la que se llega de la Habana, por la parte conocida por El Pescante.
La otra entrada es un camino quebrado, cubierto con techo de zinc y empedrado con chinas, que sube desde la orilla del agua, en la bahía, hasta la entrada misma del Foso de los Laureles.
Para penetrar por esta vía, en la fortaleza, se necesita cruzar dos fosos y una galería y traspasar una enorme puerta.
El foso anterior al de los Laureles, es un cuadrilátero relativamente pequeño. Allí se hacían las primeras ejecuciones y allí fué fusilado el poeta bayamés Juan Clemente Zenea.
El grabado que representa la ejecución está tomado de una fotografía hecha clandestinamente, desde lo alto de uno de los bastiones exteriores del foso de los Laureles. Ampliada luego, porque su tamaño era muy pequeño, puede permitir, á pesar de sus malas condiciones, ver distintamente á los soldados en el instante en que apuntaban sus fusiles.
Esa fotografía es quizás da única que se conserva. Su autor hace años que murió y sus planchas como todos sus útiles de trabajo debieron ser rotas unas y vendidos los otros. Entre viejos recuerdos de la historia de Cuba, he desenterrado esa memoria que hoy ofrezco ú los lectores de Cuba y América.
Zenea murió en la mañana del 25 de Agosto de 1871. “Cuando lo dejaron solo contra el muro —escribe su historiador Enrique Piñeyro— alzó las manos esposadas, se quitó los espejuelos y los dejó caer en el suelo, con el objeto sin duda de que no fuesen destrozados por la descarga, de que llegasen intactos á poder de la familia, é inmediatamente cayó exánime”.
Se negó resueltamente á hincarse de rodillas y fué fusilado de pié. A nadie se permitió penetrar en el foso donde se efectuó la ejecución, y el poco pueblo que allí había acudido tuvo que replegarse en el foso anterior que es, como ya he dicho, el que se llama de los Laureles y que debía estar destinado, más tarde, á ser el teatro sangriento de la epopeya cubana.
Usose posteriormente del pequeño foso, para ajusticiar reos de delitos comunes, en garrote vil, sobre el tablado y con el instrumento cuya reproducción hago en este artículo. Las fotografías del aparato me las regaló un fotógrafo, llamado Agüero, del periódico La Caricatura, hace diez ó doce años. La ejecución en garrote vil, que reproduzco, es también obtenida por La Caricatura algunos años antes de la ultima guerra separatista.
Vistas son esas muy curiosas y de las que no quedan, probablemente, más que el ejemplar que yo poseo, por eso, á título de recuerdo histórico las perpetuo en esta Revista, para memoria eterna de nuestra sangrienta historia y con la esperanza de que esas escenas no se reproducirán jamás.
Y tócame tratar ya del Foso de los Laureles donde una obra artística que ha dictado la piedad y la gratitud del pueblo cubano, va á mostrar á las generaciones venideras el lugar donde fueron sacrificados nuestros hermanos.
El Foso de los Laureles, es, como he dicho, un vasto espacio que se encuentra entre dos poderosos muros. Su situación se debe al sistema de fortificaciones que se usaban en una época en que las plazas habían de tomarse al asalto y en que la artillería estaba en pañales.
Salvado un muro, el sitiador se encontraba con otro valladar formidable tras el cual habíase refugiado la guarnición, que hostilizaba y se defendía tras la poderosa muralla, hasta que tomada ésta al asalto, se penetraba en la plaza donde muchas veces continuaba la lucha, más sangrienta que nunca, desde el fondo de las galerías y en las mismas estancias interiores.
Ya he dicho que en 1762 la guarnición de la Cabaña, la entregó á los ingleses, sin que ocurriera ninguna de las peripecias que refiero, sino simplemente un abandono, de la fortaleza entera, para ir á tomar refugio en el castillo del Morro.
El ancho foso ó espacio entre las dos murallas, forma un largo boulevard que empieza en la parte de la fortaleza, que mira hacia la Habana y concluye en el extremo opuesto que dá al mar. Una parte está sembrada por una hilera de laureles, el resto no tiene más que la yerba que crece espontáneamente y que se extiende hasta los cimientos de los muros.
El sitio es amplio, claro y alegre si se le contempla saliendo de la fortaleza Solitario lo es siempre é imponente por las murallas que lo circundan y que parecen aislarlo del resto del mundo, sin más espacio en que extender la mirada que el azul del firmamento.
Su aislamiento pareció sin duda propicio para hacerlo teatro de las ejecuciones capitales. Allí se llevaban á los reos, uno á uno ó por partidas, y allí morían, ante la plebe que los contemplaba desde lo alto de los muros exteriores.
Cuando la conciencia pública protestó del repugnante espectáculo ofrecido en medio de una población, de levantar el cadalso en la vía pública, como sucedió con el bandido Luis Machín, que agarrotaron en la plazoleta de la Punta, frente al paseo del Prado, los gobernantes españoles, los últimos en el mundo en haberse apercibido del cuadro salvaje que ponían ante los ojos del pueblo, ordenaron que las ejecuciones se verificaran en la Cabaña ó en las faldas del Castillo del Príncipe, pero siempre públicas, no sabemos si para escarmiento ó regocijo del pueblo.
Más de una vez se levantó el cadalso en el Foso de los Laureles, para agarrotar criminales por delito común pero fueron los asesinatos políticos por medio de las balas, los que más se abrigaron á la sombra de esos murallones.
El enrejado de madera que se vé en uno de los grabados, es el lugar exacto donde arrodillaban á los que habían de fusilar, solos ó en montón alineados de cara contra el muro.
El grabado que tiene las figuras representa el momento en que el ingeniero americano Capitán A, H. Weber, que envió el general Ludlow, entrega al señor Honoré F. de Laine, presidente de la Comisión de la Lápida, la llave de aquel lugar como emblema de posesión de un terreno que se nos entregaba para un culto sagrado.
El general Ludlow mandó enrejar el espacio de terreno que la Comisión después de afirmada, le señaló como sitio de las ejecuciones.
El general no permitió que de la suscripción se distrajese ningún dinero para ese gasto. Lo dispuso él y contribuyó además con toda su familia á la suscripción de la lápida. Los caballeros retratados son, contando de izquierda á derecha:
Benito Lagueruela, José Arias, el capitán Seantling ayudante del General Ludlow, Francisco de P. Coronado, Manuel María Coronado, Honoré F. de Laine, que recibe la llave, el ingeniero A. H. Weber que la entrega; el autor de estas líneas, Saturnino Lastra, Juan Gualberto Gómez, Ezequiel García, Armando Menocal, Ricardo de la Torriente, Leopoldo Romañach y Diego Vicente Tejera, miembros todos. de la Comisión para erigir el monumento.
Dos grabados representan la colocación y visita del público á los Fosos, el día en que pusimos un facsímile de madera del tamaño que tendrá la lápida que se coloque en aquel lugar. La lápida como es sabido será de bronce y tendrá una figura escultórica representando la Inmortalidad, que saldrá del cuadrado, el busto y las alas, y tendrá la actitud de depositar los laureles de la gloria sobre un grupo en relieve de las víctimas moribundas.
La obra será ejecutada por Antonin Merció, que es sin disputa el primer escultor de Francia, y será expuesta en el Salón de París de 1902.
Las proporciones de la lápida serán colosales (3 metros por 2 ½) y en unas placas adicionales se grabarán los nombres de todos los que allí perecieron por la independencia de la patria.
Será un recuerdo imponente y valioso, una gran obra de arte que parecerá perdida en aquellas soledades, pero que representará por su misma importancia, la inmensa gratitud qué encierra.
Contra ese muro, y en el espacio que marca la reja, fueron inmolados nuestros hermanos. La fotografía que dice: “Un fusilamiento en 1896”, fué tomada, con mucha dificultad, por el fotógrafo señor Gómez Carrera, que me la ha ofrecido, ampliándola, para que pudiera distinguirse, por que fué hecha con grave riesgo de que tomando el hecho por el deseo de perpetuar un recuerdo, dieran con el fotógrafo en una obscura bartolina.
Después del fusilamiento de los tres patriotas, los soldados están alineados en torno de los cadáveres, preparados al desfile que allí ha de tener lugar. La costumbre era hacer llevar momentos antes, á aquel sitio la tosca caja de pino en que había de meterse el cadáver.
Allí la extendían sobre la yerba al lado del carro y á pocos pasos del lugar de la ejecución. La víctima veía, pues, antes que nada, la mortaja que le estaba preparada. El procedimiento era, por consiguiente, de una crueldad inaudita.
La fama pavorosa del Foso de los Laureles no es tanta por las ejecuciones oficiales allí efectuadas, como por los crímenes que en él se perpetraron, sin más testigos que Dios y los ejecutores del asesinato.
La conciencia pública habla de individuos sacados clandestinamente de los calabozos y asesinados en aquella soledad, unos al filo del machete y otros con el plomo de los fusiles, cuyas detonaciones llegaban más de una vez á los oídos de los infelices encarcelados, que esperaban de un momento á otro ser ellos las víctimas elegidas.
Y he dejado para lo último el mencionar el retrato del niño con cuyo recuerdo termino este artículo. Era un muchachito de diez y ocho años, triste y melancólico, de mirada profunda y soñadora. Tenía según la expresión del gran poeta francés, el rostro de los que mueren jóvenes. Se llamaba Enrique Gelbert Osma. Amaba á su patria, como á su madre, una pobre mujer envejecida por las penas, y de quien era el solo hijo y el único sostén.
Los españoles lo cogieron y lo fusilaron el 1o de Febrero de 1877, en el Foso de los Laureles y la madre, desde entonces, es un espectro, que no ha tenido fuerzas más que para traerme el retrato de su hijo, cuando oyó decir lo del recuerdo de la Lápida, y marcharse luego, á llorar, por todo el tiempo que arrastre su mísera existencia.
Yo someto á la consideración de la conciencia más desprovista de ternura, el hecho de quitar la vida á un pobre niño de diez y ocho años, raquítico y endeble como son casi todos los hijos de esta tierra, por el crimen, no ya de haber sido cogido con las armas en la mano, sino por intentar marcharse á la revolución, inducido, por un sentimiento de honor y patriotismo que no concibieron nunca sus jueces.
Con crueldad infinita sacrificaron al niño, sin que pudiera impedir este nefando crimen, los años juveniles de la víctima, ni las lágrimas amargas de la madre. No sirvieron las súplicas ni ablandaron las razones, para la seguridad de España, era necesario que muriera aquel infeliz…
Y aquí tienen ustedes porque he tomado con tanto ahínco la realización de ese recuerdo en el Foso de los Laureles.
Porque á cada rato me asalta á la memoria la imagen del pobre niño, agujereada la cabeza, y extendiendo en la sombra sus bracitos temblorosos, como pidiendo al cielo la piedad que los hombres le negaban en la tierra…!
Bibliografía y notas
- De Saavedra, Héctor. “El Foso de los Laureles”. Revista Cuba y América. Año 5, núm. 101, junio 1901.
- Roig de Leuchsenring, Emilio. “El Garrote en Cuba por Cristóbal de La Habana en Recuerdos de Antaño”. Revista Social. Vol. XV, núm. 6, junio 1930, pp. 29, 85.
Deja una respuesta