
La Sociedad Habanera de mis recuerdos en 1888-94 por Javier de Acevedo. Sería exagerado decir, recordando la célebre frase de Talleyrand1 a propósito del siglo XVIII, que quien no frecuentó la sociedad de La Habana durante los años que precedieron a la Guerra de la Independencia no ha conocido la dulzura del vivir.
Pero de todos modos no es posible evocar esa sociedad, sin que vengan a la mente las más bellas imágenes y los más amables recuerdos. Coincidiendo este tiempo con mis mejores años, podían tales ideas ser efecto de la viveza y del encanto de las primeras sensaciones, pero tal vez en este caso no imperen sólo los sortilegios juveniles.
Caracterizaba a la sociedad distinguida de La Habana en aquella época, el no estar asentada sobre la riqueza, ni sobre la influencia política, esos dos poderosos soberanos. Antiguas familias, muchas de ellas ya sin fortuna, eran las que daban el tono.
Se habían arruinado, en parte, a causa de la primera guerra de la Independencia (1868-1878), pero también por la vida fastuosa que llevaron en París durante los años resplandecientes del Segundo Imperio, al dejar sus bienes en manos de apoderados a quienes exigían de continuo el envío de dinero. Resultado: que más de una al regresar a La Habana encontró al administrador instalado en su palacio.
Del Marqués de Almendares (un Herrera) cuéntase que al levantar su casa de París, llamó al “maître d’hôtel” y le dijo:
—Estoy muy satisfecho de sus servicios, así es que puede tener la seguridad de que lo recomendaré eficazmente.
—Agradezco la bondad del señor Marqués —contestó inclinándose el Mayordomo— pero después de haber servido al Señor Marqués de Almendares ya no se sirve a nadie.
Parece que Almendares apreció esta respuesta como una muestra de consideración a su persona, no como signo de los provechos que habían obtenido sus criados.
Los Condes de Fernandina, Grandes de España, se arruinaron francamente durante la época citada. No volvieron a la Habana hasta cerca de 1890, con las dos bellas flores que iban a ser uno de los mejores adornos de nuestra sociedad, sus dos hijas Josefina y Elena.2
No pudieron vivir en su palacio del Cerro, perdido en el naufragio de su fortuna; tomaron otra gran vivienda al final del mismo barrio, la casa de Melgares, de hermoso interior y no menos bella apariencia. Allí celebraron reuniones en las que la sencillez, hasta la modestia, lejos de excluir aumentaban la distinción.
Nadie podrá evocar aquellos tiempos sin que surjan las imágenes rientes de las Fernandina, envueltas en las gasas sonrosadas del recuerdo.
Elena, de hermosura más plástica; Josefina, más bella y de un atractivo insuperable. Murió Josefina después de haberse casado dos veces, joven aún, y sin haber perdido sus gracias. Supe la noticia de su muerte, en Londres, en Junio de 1918, la cual me produjo vivísimo efecto, pues desaparecía el símbolo de aquella amable sociedad, cuyo recuerdo es una de las sonrisas de mi vida.
Alrededor de la casa de Fernandina se reunía el más escogido grupo de la sociedad habanera, en ese barrio del Cerro, ya decaído de su pasado esplendor, pero conservando aún el gran aire de sus bellas construcciones. Hoy la larga calzada, bordeada por las columnatas de los que fueron palacios, deja en el ánimo la triste impresión del tiempo que pasa.
Siguen en pie los edificios, pero allí se siente el polvo de las ruinas en una atmósfera de vulgaridad y de abandono.
La sociedad, los ricos con pocas excepciones, se marcharon al Vedado y a los nuevos barrios que se levantan más allá del Almendares. Estos son hoy los favoritos, sin duda más sanos, entre árboles y jardines, y próximos al mar, pero sin los prestigios del recuerdo.
Yo viví en el Cerro durante mucho tiempo, y de allí fueron mis primeras impresiones de la niñez: Por lo general mi padre no habitaba en el casco de La Habana, alejándose hasta Marianao, entonces unido únicamente a la ciudad por un ferrocarril.
Vivimos en la linda playa de ese nombre, hoy acotada y sin acceso libre. Como ya he dicho, el Cerro en 1890 todavía daba señales de lo que fué. Era un viejo y aristocrático solar medio arruinado, conservando su sello de buen tono.
Un círculo modestamente instalado y con el sencillo título de “La Caridad”, era en ese barrio centro de fiestas de la más alta distinción. Allí se sentía además palpitar el alma cubana, en veladas literarias y políticas. Allí hablaban Varona y Montoro, y pronunció Sanguily uno de sus más bellos discursos, el de la “estrella solitaria”.
En lo que se llamaba el casco de La Habana no dejaban también de habitar antiguas familias en sus casas de fines del siglo XVIII y principios del XIX, hoy invadidas generalmente por el comercio. En ellas no dejaban de celebrarse fiestas, aunque muchas fortunas no estaban en condiciones de hacer frente a la vida mundana.
Pero el haber notado la sencillez como característica de nuestro alto mundo en aquella época, no quiere decir que llegado el caso faltaran el brillo ni el fausto. Muchas antiguas familias conservaron sus fortunas y otras supieron aventajarlas. El hecho que apuntaba cómo el encanto de esos tiempos era que ni la política, ni el dinero prevalecían en la sociedad.
Volviendo a la época de mis recuerdos, diré que por la tarde en el Paseo del Prado (hoy Martí) no faltaban lujosos trenes, y que las noches de la Opera en el Teatro de Tacón eran suntuosas. Los cantantes que anualmente llevaba el empresario Napoleón Sieni no brillaban como estrellas de gran magnitud, pero la sala presentaba por lo regular bellísimo aspecto.
Y si los cantantes que tan alto se cotizan, no eran entonces en La Habana de primera fila, no nos faltaban verdaderas estrellas en otros géneros teatrales. Muy joven he gustado en Tacón, a la Judic, la Theo, Sarah Bernhard, Coquelin, etc.
Sara Bernhard hizo sensación en La Habana. En cuanto a nosotros, parece que no le produjimos gran efecto, pues nos llamó “indios con levita” y todas sus admiraciones fueron para las corridas de toros, que en esa época se daban muy lucidas por el célebre torero Mazantini.

Sarah, actuando de artista genial, ni ocultaba sus opiniones ni callaba sus juicios. Una noche preguntó a un funcionario español, el señor Gómez Acebo, hombre de mundo y atildado con exceso, a pesar de sus no pocos años, si pensaba ir a los toros la tarde siguiente.
—No me gusta ese espectáculo —contestó el señor Gómez Acebo, creyendo sin duda dar golpe de refinado y europeo.
—Pues a mí un español que no ama a los toros —replicó la trágica —me parece un francés de Metz.
Y la genial artista, a pesar de no ser española, demostró que no sólo amaba a los toros sino también a los “toreadores”, personificando su afición en el diestro Mazantini, entonces en la plenitud de todas sus ventajas.
Javier de ACEVEDO.
Bibliografía y notas
- De Acevedo, Javier. “La Sociedad Habanera de mis recuerdos en 1888-94”. Revista Social. Vol. XIV, núm. 4, Abril 1929, pp. 19, 70
- Charles-Maurice de Talleyrand-Périgord, más conocido como Talleyrand. (París, 2 de febrero de 1754 – Ibídem, 17 de mayo de 1838) fue un sacerdote, obispo, político, diplomático y estadista francés. ↩︎
- Don José María Herrera y Garro fue III Conde de la Fernandina, Grande de España, Coronel de Milicias de Caballería y representante de la vieja nobleza cubana. Fue bautizado en la Catedral de la Habana en 15 de octubre 1829 y falleció en 22 de julio 1916. Las hijas que se mencionan son María Josefa Herrera y Montalvo, bautizada en París, parroquia de Saint Augustine, el 25 de mayo de 1872 y Elena Herrera y Montalvo, nacida en París el 20 de octubre
de 1873. ↩︎
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