
La Constitución de Guáimaro. Examen y estudio crítico del sistema de Gobierno proclamado en Guáimaro. Escrito por el Dr. Carlos Manuel de Céspedes y Quesada. Breve y sonora como una proclama heroica de la revolución francesa, en veintinueve artículos, a su vez lacónicos y elocuentes, la Constitución de Guáimaro comprende, sin embargo, las materias más diversas y trascendentales:
Atribución del poder público, división territorial, relaciones entre la Cámara y el Presidente, facultades del Legislativo y el Ejecutivo, independencia del Judicial, y declaración y garantía de los derechos imprescriptibles del pueblo.
Separando lo que se refiere taxativamente a la forma de gobierno, en primer término observamos que se acordó fundar una república federal y parlamentaria, regida por una Cámara de Representantes a la que concurriría igual representación por cada uno de los cuatro Estados en que se dividió el territorio nacional.
Estudiemos, por consiguiente, esa república bajo sus dos aspectos fundamentales, el federal y el parlamentario, y veremos cómo se llega a importantes conclusiones.
El primer brote de federalismo en Cuba lo apadrinó Jesús Rodríguez en Holguín. Como la dictadura de Mármol en Tacajó, menos perjudicial que la que le opuso Mariño a Bolívar, había cedido ante los razonamientos de los bayameses; pero el sistema federal era también una aspiración de los camagüeyanos, que ya habían formado, como se ha visto, para el territorio del Camagüey, su propia Asamblea de Representantes, y llevaron el principio a la Convención de Guáimaro. De ahí la división de la Isla en cuatro Estados que establecen los artículos 1o. y 2o. de la Constitución.
En nuestra historia revolucionaria — el federalismo vuelve a ser consagrado por las leyes que emanaron del Consejo de Gobierno elegido en Jimaguayú en 1896, que resucitó la división territorial por Estados; y abolido por la Constitución de la Yaya, de 1897, la de 1902, que actualmente nos rige, sigue siendo netamente unitaria.
Mirando hacia el Norte, en Guáimaro se pensaba, como se pensó en toda la América latina, en el período constituyente, que la república federal era la última y más alta expresión de un Gobierno democrático. sin tener en cuenta ni lo costoso del sistema, ni su inadaptabilidad a un país que, por la igualdad de origen, tradiciones, religión y costumbres de sus habitantes, y por la organización de la familia, régimen de la propiedad e intereses generales, idénticos en toda la Isla, estaba destinado al régimen unitario, dentro del cual cabe la más amplia autonomía económica y administrativa de los municipios y de las provincias.
En esas condiciones, hasta una simple promesa de sistema federal, que es lo que al cabo entrañaba la Constitución de Guáimaro, implicaba un retroceso en la formación de la nacionalidad cubana, aunque su complimiento se dejara para después de la paz.
En el campo de la Revolución, su funcionamiento era, desde luego, una utopía, y comprendiéndolo así la Constituyente, no sólo no se permitió que volviese a funcionar la Asamblea de Representantes del Camagüey, sino que se dejó, con muy buen acuerdo, en suspenso indefinidamente la constitución de las Legislaturas de los Estados, rechazándose las proposiciones federalistas inmediatas de Cisneros y las condicionales de Jesús Rodríguez, y reconociéndose de esa manera lo impracticable del sistema desde el mismo día en que lo proclamaron, en principio, sus autores.1
También había de resultar impracticable la creación parlamentaria de la Constitución de Guáimaro, elaborada por jóvenes ideólogos: “que casi todos acababan de salir de las aulas de la Universidad y llevaban la cabeza llena de teorías a cual más extravagante y deslumbradora”.2
Pero en vez de suspender su funcionamiento para después de concluída la guerra, como se dejó en suspenso la constitución de las Legislaturas, e investir de facultades amplias y extraordinarias al Ejecutivo —si no se deseaba sentar el principio de la dictadura, siguiendo el ejemplo de la Asamblea de Caracas, que hemos citado— la Constituyente de Guáimaro quiso que de acuerdo con su ley suprema funcionase el Gobierno de la Revolución en medio de una guerra sin tregua ni cuartel, como la Convención Nacional francesa, y de ahí su lamentable bancarrota.
Busquemos ahora la razón del fracaso en el terreno estrictamente científico.
Aquella república, en principio federal, tenía, según se ha visto, como poder supremo una Cámara de Representantes de la cual emanaban los demás poderes. En ella residía el legislativo y, al mismo tiempo, la facultad de elegir y deponer libremente al Presidente de la República, el cual resultaba, por tanto, un mero empleado suyo, ejecutor de sus disposiciones y acuerdos.
Los Secretarios del Despacho presidencial eran nombrados por la Cámara a propuesta del Presidente, sin ser, en cambio, responsables, ni tener la iniciativa de las leyes, cosas ambas que son dos características del sistema parlamentario.
El veto presidencial no era más que una invitación a volver a deliberar sobre la aprobación de las leyes, que sancionadas por segunda vez por simple mayoría de votos, adquirían el carácter de obligatorias, cuando la virtud del veto presidencial, no sólo emana de los alegatos del mensaje que lo establece, sino del voto de las dos terceras partes de la totalidad de la Cámara o Congreso, que, generalmente, se requieren para reconsiderarlo.

Es más, el General en Jefe, rechazada la enmienda presentada por Gutiérrez, quien: “era del parecer de que debía rodearse a Céspedes de una “gran fuerza moral” y no restringir innecesariamente sus atribuciones como Presidente de la República”3, debía también su nombramiento a la Cámara y podía ser por ella depuesto libremente, sin que precediera en ninguno de los dos casos la proposición del Ejecutivo4.
En tales condiciones de perfecto desequilibrio entre los poderes públicos y sin ninguna de las facultades inherentes al Ejecutivo, ni siquiera la de suspender las garantías constitucionales, total o parcialmente, dando cuenta a la Cámara; acordar indultos, proponer amnistías, como sucede en todos los países democrática y republicanamente constituidos, quedaba el Presidente, siendo el Legislativo el único poder verdadero, reducido a una misión meramente representativa, en la cual figuraba el nombrar embajadores que las potencias no admitirían, y recibir agentes extranjeros que las naciones no le enviaron.
Bien es verdad que al recesarse la Cámara, apremiada por el rigor de la campaña, se vió forzada a ampliar, y amplió, las facultades del Ejecutivo, que más libre en su acción pudo dar entonces impulso a la guerra;
Pero también es cierto que no le fueron concedidas aquellas facultades, por otra parte insuficientes, sino para tomar por pretexto las necesarias extralimitaciones de aquél, para reunirse de nuevo, y aprovechando la tranquilidad que le hacía el favorable estado de la Revolución, realizar un plan político y deponer al Presidente, en combinación con ciertos jefes militares, que…
Inconformes con su territorio y sus atribuciones, y deseosos de erigirse cada cual en dictador de su distrito, lo que no podían lograr con la acción superior unificadora del Jefe del Estado, que preparaba ya la invasión de las Villas y reorganizaba el ejército, intimaron a la Cámara que lo verificase, bajo amenazas de sedición y explotando la rivalidad latente entre los poderes desequilibrados y también las excitaciones de los emigrados reaccionarios.
Y si es verdad que en el último período de la segunda presidencia, y en el curso de todas las demás, la “Cámara tenía sus sesiones, pero, con más experiencia (que no en vano habían transcurrido seis años de guerra), se hacía sentir poco, dejando amplia y completa libertad a los Jefes militares;
El Poder Ejecutivo había cogido la buena senda y su objetivo único era la organización del Ejército5, sin las preocupaciones constantes de las intrigas y maquinaciones del Legislativo, lo que confirmó una vez más la inutilidad de la existencia de aquel organismo y la necesidad de unificar el mando, dándole el mayor prestigio posible al jefe de la Revolución”, también es cierto que los propósitos de reforma y enmienda vinieron, por desgracia, tarde.

Imperando el espíritu de sedición que condujo la política de la guerra a Bijagual, la lucha entablada hasta entonces entre los poderes públicos, cambió de centro, empeñándose con fatales resultados para la Revolución entre el Gobierno y los jefes militares, envalentonados por el éxito de sus amenazas y motines.
La República federal, por lo tanto, jamás funcionó; y la República parlamentaria no fué tampoco una realidad, porque faltando al Ejecutivo la facultad, esencial en esta clase de Gobiernos, de disolver la Cámara y recurrir al pueblo para en nuevas elecciones volver a constituirla, cuando el desacuerdo entre ambos poderes resulta comprobado, quedaba la Cámara cubana libre de la acción reguladora del Presidente y del Senado y de un Tribunal Supremo que decidiese sobre la constitucionalidad de las leyes y decretos, erigida en areópago irresponsable y omnipotente, la forma más peligrosa de gobierno que ha existido, y como tal, despótica, absorbente e intolerante, organismo insoportable en tiempos normales y totalmente inadecuado a la dirección suprema de una guerra.
Y es que un sistema verdadero de gobierno no es, ni puede ser, el fruto de una elucubración intelectual en momentos de exaltación patriótica y delirios de libertad, ni el pacto transitorio de unas facciones en discordia, sino el resultado de una larga experiencia que determine el valor de las instituciones políticas con relación al medio para el cual se adoptan.
No se constituye un Gobierno para un pueblo en armas, ni para una nación en el pleno goce de todos sus derechos, como echa un niño un objeto al agua: para ver si nada, sin exponerse a naufragar con todos sus ideales.
Olvidados de los peligros que amenazaban a nuestra naciente república en aquella hora decisiva y angustiosa, nuestros preclaros legisladores de Guáimaro, con loable intención, pero desastrosas consecuencias, desconocieron la necesidad de dar fuerza y unidad al mando supremo; y al apartarse de los sistemas conocidos y experimentados, descartaron el americano por considerar, temerosos de la dictadura, que daba al Presidente demasiado poder6, y falsearon el europeo por la facultad que entrañaba de disolver la Cámara, la que declararon en sesión permanente.
De ahí los choques continuos, las divergencias violentas entre Presidente y la Cámara7, las rivalidades íntimas, los odios implacables, las envidias rencorosas, y las disensiones funestas que sembrando el germen de la sedición, debilitaron la Revolución emancipadora, precipitando su obra gloriosa en un abismo de lágrimas y de sangre.
No nos cansaremos de repetirlo: si juzgamos con severidad la institución de la Cámara, es más bien para deplorar las consecuencias del sistema, que con objeto de acusar a sus ilustres autores.
Reconocemos, los primeros, su ardiente patriotismo, la pureza y generosidad de sus aspiraciones democráticas, que a nosotros también nos seducen y arrastran. No olvidaremos jamás el gesto de algunos de sus miembros, dignos de más grande escenario y de la consagración respetuosa de la historia, y guardamos con amor y tristeza el recuerdo de los que, como Miguel Gerónimo Gutiérrez, Rafael Morales, La Rúa, y Luis Ayestarán, cayeron segados en la flor de la vida.
Estimamos que la Constitución de Guáimaro y su secuela legislativa fueron el resultado de la inexperiencia y el optimismo, y no culpa de aquellos Jóvenes y sublimes visionarios, no obstante sus fatales efectos.
Si el hecho de rectificar sus errores es una prueba de superioridad en los pueblos como en los hombres, sirve de satisfacción anotar que la lección que de la guerra de los diez años se derivaba, fué utilizada con provecho en la segunda etapa de la Revolución cubana.
En el mismo campo de Jimaguayú, donde veinticuatro años antes había caído Ignacio Agramonte, alma de la Asamblea de Guáimaro, reunióse la Constituyente de 1895, en la que figuraron elementos tan liberales y radicales como Salvador Cisneros, Enrique Loinaz del Castillo, Fermín Valdés Domínguez, Rafael Manduley y Rafael Portuondo Tamayo, y sin discutir ni vacilar votó una Constitución en que no se contenía ni una sola institución democrática, ni se hablaba para nada de los derechos inalienables del pueblo.
Fundáronse ahí el nuevo régimen y gobierno provisional de la República, basándolos, esta vez, en un Ejecutivo fuerte formado por el Presidente, el Vicepresidente y cuatro Secretarios de Estado, quienes, reunidos en un Consejo de Gobierno, ejercieron también el Poder Legislativo.
Congregada dos años más tarde la Asamblea de Representantes de los diferentes Cuerpos de Ejército en la histórica hacienda La Yaya, conservóse en el fondo el mismo régimen, rechazándose la resurrección de la Cámara.
Estos documentos históricos, que ya se estudian en nuestra Universidad, demuestran de modo irrefutable que los convencionales y los representantes de la Revolución cubana habían aprendido en la gloriosa y sangrienta historia de la guerra de diez años, que para llegar a la República democrática, con sus Cámaras, derechos y libertades, era preciso vencer primero a España en la guerra, y para ello, dar a ésta el régimen que la guerra demandaba.
Carlos Manuel de Céspedes y Quesada

La Academia de la Historia de Cuba ha contribuido de un modo admirable a la depuración de los hechos ocurridos durante el ciclo glorioso de la guerra de los diez años, particularmente en los preparativos de la revolución y su primer estallido en “La Demajagua”, con la publicación del valioso libro titulado “Manuel de Quesada y Loynaz”8, escrito por el sobrino de este caudillo de la legión libertadora e hijo del que fué Primer Presidente de la República mambisa, doctor Carlos Manuel de Céspedes y Quesada, hoy Secretario de Estado en el Gobierno del doctor Zayas.
Contiene este libro —que enriquece extraordinariamente nuestra bibliografía histórica,— doce capítulos interesantísimos con gran acopio de nuevos datos que aclaran, rectifican y confirman sucesos de extraordinaria importancia de la complicada y azarosa vida republicana de los cubanos en la manigua. La contribución histórica que representa este libro es de un valer inestimable y el doctor Céspedes, que lo escribió y pudo coleccionar los valiosos documentos que lo avaloran y nuestra Academia de la Historia, que ahora lo divulga en un volumen de bella presentación tipográfica, merecen las más cálidas congratulaciones.
A reserva de comentar el libro en otras oportunidades, hoy hemos querido arrancar de él un notable e interesantísimo capítulo, aquel en que el autor estudia la Constitución de Guáimaro y hace un análisis crítico del sistema de Gobierno allí proclamado en Abril de 1869, para que lo saboreen nuestros lectores, no sólo como primicia del libro, sino también como conmemoración de aquellas efemérides que tienen en estos días (Abril 1925) glorioso aniversario. Las fotografías que ilustran este trabajo han sido tomadas recientemente.
Bibliografía y notas
- Miranda y Bolívar combatieron enérgicamente, y hasta la prensa, aunque sin éxito, el principio de la federación; pero sus sostenedores, entre ellos Ustáritz, tuvieron que abandonarlo más tarde por impracticable. ↩︎
- Vida del Doctor José Manuel Mestre, por el Dr. José Ignacio Rodríguez, Habana, 1909. ↩︎
- Luis Marino Pérez, ob. cit., p. 92. ↩︎
- V. el Mensaje del Presidente a la Cámara, de fecha 28 de Abril de 1872, en que haciendo consideraciones sobre la ley de organización militar de 20 del propio Abril, pedía esas facultades y oponía su veto a la referida ley. ↩︎
- Enrique Collazo. ↩︎
- “The President has developed a capacity for becoming, in moments of National peril, something like a Roman dictator”. (Bryce, The American Commonwealth, New York, 1896, p. 279). ↩︎
- En otro libro que preparamos publicaremos, entre otras, la controversia establecida entre el Ejecutivo y el Legislativo, cuando la Cámara intentó establecer, para asegurar el dominio y la Supremacía absoluta de sus miembros, el número de cinco diputados como quorum legal. ↩︎
- Céspedes y Quesada, C. M. de. “Manuel de Quesada y Loynaz”. Academia de la Historia de Cuba. Habana: Imprenta El Siglo XX, 1925. https://books.google.ca/books?id=ux0sRPZ_kZIC. ↩︎
- De Céspedes, Carlos Manuel. “La Constitución de Guáimaro. Examen y estudio critico del sistema de Gobierno proclamado en Guáimaro”. Revista El Fígaro. Año XLII, núm. 10, 26 de abril 1925, pp. 202, 203, 215.
- “Sección histórica. Documentos para la historia de Cuba. Acta de la deposición de Carlos Manuel de Céspedes”. Revista Cuba y América. Volumen IV, núm. 86, 5 de julio 1900, pp. 21-23.
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