
El valor personal de José Martí contado en Bohemia por Alberto Plochet. El valor personal, a mi juicio, y de acuerdo con las demostraciones realizadas por los hombres en sus luchas individuales y colectivas a través de todas las épocas, tiene dos acepciones: el nativo y probablemente el heredado, y el impuesto, es decir, aquél que se exterioriza o desarrolla impelido por la necesidad o por las circunstancias.
Y en este trabajo, yo me propongo demostrar, aunque sea a grandes rasgos, que Martí, en todos los tiempos fué un valiente, un varón consumado, y que cuando vino a Cuba a “encontrar la revolución”, como decía él, no vino impulsado por las sátiras de gente que él nunca “elevó al nivel de su consideración” ni por aquel perverso e incalificable “capitán Araña” que le lanzó la pluma más aviesa de la emigración.
Vino, por las incontenibles ganas que tenía de pelear, de “fajarse con los españoles”, sí, de entrarse a tiros, a machetazos con los quo oprimían a su patria; y todos sabemos lo contento que se puso cuando le enseñó a Máximo Gómez aquel parte cablegráfico que publicó el periódico “Patria” en New York, en el que aseguraba que ya Martí había desembarcado en Cuba, viéndose por lo tanto, Máximo Gómez a pesar de su negativa, obligado a embarcarse con Martí, “para no hacer un papel desairado ante la emigración y ante el mundo entero”.
Yo ví a Martí por segunda vez, bajo circunstancias, por cierto, muy desagradables, pero que demostró en aquellos momentos que era un valiente y que su valor le nacía de las entrañas, que era lo que conocemos en nuestro vocabulario vernacular: un “guapo”; sí, así, sin más adornos: “un guapo”.
Y vamos a la prueba. Sucede allá, en las postrimerías del año 1885, se reunió en Nueva York, todo el firmamento estelar de la mambisería del 68, con Máximo Gómez, Antonio Maceo y Flor Crombet, como astros de primera magnitud, con el propósito de levantar fondos para importar una guerra a Cuba.
Todos sabemos lo renuente que siempre se mostró Martí, en eso de importar o de imponerle una guerra a Cuba, sin el beneplácito de sus habitantes o de la conformidad de la mayoría del elemento separatista, sin una preparación previa y sin un entendimiento cordial de “las dos alas del ejército revolucionario”, y que fustigaba acertadamente todas esas “intentonas descabelladas” que siempre fracasaban por falta de ese “entendimiento recíproco entre los cubanos de adentro y los de afuera”, y que siempre también, tenían el triste epílogo de que los caudillos que capitaneaban esas intentonas eran fusilados ante los tétricos muros de alguna fortaleza española.
Así acontece, que José Martí no secundó en aquella ocasión el plan de invasión de Máximo Gómez, y si muy cierto que no le prestó su apoyo, es muy cierto también que no lo combatió, sino mucho después cuando surgió aquel célebre altercado entre él y Máximo Gómez. Al efecto, celebróse una magna asamblea en “Tammany Hall” para levantar el ánimo de la emigración y también para levantar fondos. Martí era muy cubano para dejar de asistir a esa reunión a pesar de haberle negado su apoyo a ese movimiento insurreccional, y allí se encontraba él, desconocido, mezclado entre el pueblo.
El primero en hacer uso de la palabra fué Antonio Zambrana, y apenas empezó, criticó con calificativos altisonantes la actitud de Martí, diciendo entre otras cosas, que los que no apoyaban ese movimiento era porque tenían miedo y que por lo tanto debían llevar sayas en vez de pantalones.
Aplastante, desconcertadora fué aquella indiscreta y agresiva declaración de Zambrana en medio del millar y pico de cubanos que habían concurrido a ese acto; reinó un silencio aterrador, pero de pronto se vió a un hombre, vestido de negro, que sujetaba con ambas manos un bombín que apoyaba en el pecho a guisa de ariste, y que cual un bólido irrumpió de entre la muchedumbre y llegó hasta la tribuna y pidió la palabra por haber sido aludido por el señor Zambrana; ese bólido, era Martí.
Máximo Gómez que presidía, le manifestó cortésmente, que sería complacido tan pronto terminara el ciudadano que hablaba. Flor Crombet le cedió su asiento que estaba al lado del que ocupaba Antonio Maceo.
Conviene muy mucho analizar psicológicamente los pormenores de los hechos subsiguientes, para darse cuenta de que Martí, en aquellos momentos se había despojado de su espiritualidad y quedaba desnudo ante la asamblea como un hombre cualquiera, que había sido insultado, agredido, y que se defendía, que se defendía, no como un rufián, no como un facineroso, pero sí como un valiente, como un “guapo”. Luego entonces, en ese momento podemos apreciarlo como un ser humano, y como un ser humano, con todas las pasiones y arrebatos inherentes a un hombre, por culto, por espiritual que sea; y así es, como a veces conviene pintar a Martí: como un ser humano.
Y cuando le tocó su turno, habló poco, muy poco, y poniéndole la mano en el hombro a Máximo Gómez, le aconsejó, le suplicó que “se cuidara, que se preservara para la embestida final, para la acometida sagaz y coordinada que irremediablemente daría al traste con el dominio español en Cuba”: y al terminar este breve exordio, volviéndose, se encaró con Antonio Zambrana, lo anatematizó de imprudente y desacertado y finalizó diciéndole: “Y tenga usted entendido que no solamente no puedo usar zayas, sino que soy tan hombre que no quepo en los calzones que llevo puestos”.
Naturalmente, su provocación la terminó diciendo otra cosa, que yo no puedo repetir textualmente por no mortificar a las damas que lean esto, y que él no reparó en advertir delante de las damas que lo oían, dada la cólera que lo embargaba, pero que el lector suspicaz sabrá comprender por la forma en que yo he cambiado lo que él verdaderamente dijo.
Aquí, ya tenemos a Martí como un ser humano cualquiera, pero, todavía hay algo más, falta aquella parte de este trágico incidente en que sale a relucir el “guapo”, el hombre valiente que ansía repeler una agresión en cualquier forma, y es, cuando se le encima a Antonio Zambrana, y cerca, muy cerca de su cara le espeta lo siguiente: “Y ésto que le digo, se lo puedo probar cómo y cuando guste, y sí es ahora mismo mejor”.
Se vió, se pudo apreciar que Martí quería irle encima a Zambrana allí mismo, pero en eso se interpuso Antonio Maceo en sentido conciliador, mientras Flor Crombet, a duras penas, logró llevarlo hasta su asiento. Yo nunca supe que Antonio Zambrana se diera por ofendido y retado. Verdaderamente, Martí era un “guapo”.
Después, muchos años después, tenemos el incidente que provocó Ramón Roa con la publicación de su libro, intitulado “A pie y descalzo”, que Martí calificó de improcedente y enervante; apreciaciones que rebatió Enrique Collazo con dureza e innecesaria hostilidad, y a cuyos términos retadores contestó Martí, diciéndole a éste, que no era preciso esperar a verse en la manigua para zanjar ese asunto personal, que en cualquier lugar podrían muy bien encontrarse como caballeros.
Más tarde, y en cierta ocasión en que nos encontrábamos almorzando Gonzalo de Quesada, Alberto Plata y yo, en un restaurant, situado en Maiden Lane, divisamos a Martí a través de los amplios y limpios cristales de la ventana, y como él era un “gourmand” de reconocida fama entre los que vivíamos su vida, poco trabajo nos costó que aceptara nuestra invitación, halagándole su gusto culinario con la advertencia de que ese día habían guisado calamares en su tinta, plato muy de su gusto y una especialidad de ese restaurante.
Encontrándonos rociando los calamares con un excelente “Bourgogne” y llenos de júbilo con la presencia de huésped tan querido, acertó a pasar muy pegado a la ventana, nada menos que el detractor más conspicuo de Martí, aquél que lo había llamado “capitán araña” y acertó a pasar en el mismo instante en que Alberto Plata lanzara una sonora carcajada motivada no recuerdo por qué chiste de Martí:
La carcajada fué tan estridente que fué oída por el de la proterva pluma, quien, creyéndose víctima de una burla entró precipitadamente en el salón, pero antes de que hubiera dado un solo paso, Alberto Plata y yo nos le encimamos para que no se acercara a Martí; promedió Gonzalo de Quesada, pero en esto se levantó Martí y haciéndonos a todos a un lado, se le encaró, y hablándole muy bajito, le dijo, marcando cada palabra con el índice:
“Cuando yo lo eleve a usted al nivel de mi consideración será cuando empezaré a pensar en cruzarle la cara con una bofetada.”
Y de que Martí quería y necesitaba pelear en Cuba, porque así se lo pedía su alma de rebelde impenitente, me lo demostró el día que lo visité en su oficina diciéndole: “Maestro, necesito que cuando Cuba se levante en armas, sea yo uno de Jos primeros que Vd. mande y que me mande con Flor”.

Martí estaba sentado junto a su escritorio, corrigiendo unas cuartillas para el periódico “Patria”, y cuando esas palabras mías hirieron sus oídos se levantó apresuradamente y estrechándome contra su pecho, con voz ahogada por le emoción, me dijo: “Dichoso tú, hijo mío, que serás de los primeros; si fuese dable, yo no mandaría a nadie, iría de los primeros e iría con Flor”.
Y siguió hablándome de Flor, de sus feroces acometidas, de sus fantásticos asaltos a los convoyes enemigos, de sus inverosímiles macheteadas; sí, iría con Flor, capitán que nunca consultó el número de los combatientes.
¿Y todo esto no indica claramente que Martí estaba ciegamente enamorado de la guerra, que la guerra lo seducía, que lo cautivaba, lo sugestionaba?

Por eso, cuando la distinguida poetisa y escritora, Gabriela Mistral, se gastó el lujo de decir que Martí había sido “un manso cordero”, y que nosotros los cubanos “habíamos mandado al matadero al panamericanista más fecundo y más valioso de todos los tiempos”, le contesté, manifestándole, que era muy cierto eso de que había sucumbido prematuramente, el mejor y más conspicuo defensor del panamericanismo, pero que el hombre que había caído en “Dos Ríos”, no había sido un panamericanista, sino el cubano más rebelde de todos los tiempos y que tocante a lo de “un manso cordero”, malamente lo podía ser el que había dicho:
Soy tan hombre que no quepo en los pantalones que llevo puesto.
Como guerrero, como mambí, lo vemos alborozado, cuando oye por primera vez el fuego de la fusilería cubana en las cercanías de Arroyo Hondo, donde cae el invicto Arcil Duverger, el machetero sin par. Las circunstancias relatan su inquietud, moviéndose de un lado para el otro, como fiera enjaulada, sus ojos chispeantes, sus labios secos y trémulos, oyendo atentamente las descargas y preguntándole a Máximo Gómez, si reconoce el fuego de los mambises; mirando al cielo como si quisiera, de un solo salto, salvar el espacio que lo separa de sus paisanos que se batían con denuedo y bizarría para salvarlo a él y a Máximo Gómez.
En el cerco y toma de Victoria de las Tunas, ese otro cacho de guapo, que a los veintidós años ostentaba las estrellas de coronel, Angelito la Guardia, me contó, de como Martí se resistió en permanecer en lugar seguro, y de como lo enamoró para cargar al enemigo en Dos Ríos.
Y eso de que Martí tenía ganas de fajarse con los españoles ¿Quién lo puede dudar? ¿No lo tenemos visto en el ultimo acto de su vida, cargando al enemigo loca, desesperadamente?
¿No está palmariamente demostrado en sus escritos, en sus discursos, pudiéndose asegurar que se pasó toda una vida cantándole a las cargos al machete, a los certeros disparos de la fusilería cubana?
Y además, hay que agregar a todo esto, que Martí tenía forzosamente que haberse humanizado, cuando a diario tenía que contemplar la marca infamante que le dejó el grillete, el círculo violáceo que lucía un poco más arriba de la rodilla de la pierna derecha, marca conque lo decoró la tiranía cuando apenas había rebasado los quince años de edad.
Ahora, veamos y apreciamos su entereza su valentía; véamosle como el hombre que el título de Delegado del Partido Revolucionario Cubano, como pastor de ovejas, como dirigente de multitudes.
Verlo a través de sus discursos, de sus poesías, es verlo espiritualmente, es sentirlo como una deidad. Pero es muy distinto haberlo visto con el callado en la mano conduciendo a sus ovejas descarriadas; es muy distinto haberlo visto imponiendo su voluntad, destrozando la opinión ajena para que imperara la suya; es muy distinto haberlo visto cuando flameaba aquel índice, puntualizando su irrevocable resolución aquel índice dominador, sugestivo y más aún, imperioso…
Pero acontece, que tanto él como nosotros que vivíamos pendientes de su palabra, por insignificante que fuese, entendíamos que para haber reunido a la dispersada y gran familia cubana en la emigración, como la reunió él, era requisito indispensable ser el dueño de una voluntad de hierro, de un carácter indomable: esa tarea jamás hubiera podido completarse con la mansedumbre, con la bondad, con la transparencia.
Es preciso darse cuenta que cuando José Martí fundó el Partido Revolucionario Cubano, encontró a una emigración indisciplinada, mejor dicho, insubordinada, no porque le faltase ese patriotismo que tanto la distinguió, no, era porque ya estaba agotada, enflaquecida.
La guerra grande le había extraído el zumo de su vitalidad; la guerra chiquita, y las intentonas revolucionarias de varios caudillos habían acabado con lo poco que le quedaba de vida, y cuando Martí llegó, todavía esa emigración no se había repuesto, todavía sufría el quebranto que le habían proporcionado las incursiones brutales y exigentes de todos los grandes […] en quienes la patria había confiado para llenar sus arcas. No hacía mucho que Máximo Gómez había retado a esa emigración, diciéndole:
“Yo no he venido aquí para que la emigración se me imponga, he venido aquí para imponérmele a la emigración como el jefe supremo de la revolución.”

No, no fué tarea fácil unir a tanto decepcionado, a tanto descreído: volverle a extraer dinero a tanto bolsillo empobrecido, requeríase una persuasión muy sutil; convencer a tanto incrédulo requería la fuerza visionaria de un Mesías. Y hubiera cientos que sobrepasaron los límites de la incredulidad para convertirse en rebeldes que le discutían su autoridad y visión profética al mismo Mesías.
Y fué con éstos, con estos rebeldes con quienes Martí se ensañó, haciéndoles comprender que jamás permitiría que nadie, absolutamente nadie estaba autorizado para poner en duda su jerarquía como jefe supremo de la propaganda revolucionaria.
Yo lo recuerdo desbaratando, con mano fuerte, les aviesas y maquiavélicas combinaciones que pudieran dar al traste con su monumental obra; lo recuerdo machacando, aplastando, colérico, iracundo, y sin piedad alguna a los que […] entorpecer su redentora misión.
Recuerdo la primera vez que los presidentes de los clubs de la primera vez que los presidentes de los clubs de Nueva York celebraron su reunión inicial, y en la que uno de esos presidentes, no solamente pretendió demarcarle a Martí la ruta a seguir en la nueva campaña sino exigirle que compartiera con ellos los secretos de la conspiración.
Ver a Martí en ese instante en que se levantó para contestarle al osado que le negaba autoridad, no era verlo a través de sus versos sencillos, no, ero otro a través de sus versos sencillos, no, era otro Martí completamente desfigurado; no era el Martí evangélico, apostólico, era el Martí hombre, era el Martí jefe, furioso, acometedor, agresivo.
Demás está decir que lo pulverizó, y levantando aquel índice flamígero y omnipotente les endilgó a todos una filípica tremebunda, consternadora, y a todos les hizo comprender, que de las interioridades de la conspiración, únicamente se enterarían de aquello que él creyese prudente revelar, y nada más:
Que a él competía, como custodio, como guardián celoso de esos secretos, como jefe supremo de la propaganda revolucionaria, desconfiar de todos y de todo, y que así, de esa manera, era como se proponía seguir adelante, para bien de Cuba y salvaguarda de los conjurados y comprometidos en el movimiento revolucionario.
Y se sentó, jadeante, sudoroso, con los ojos enrojecidos y mirando con recelo a todos, como si aún estuviera dispuesto a propinar otra andanada.
De que era suspicaz, celoso de su honra, de que no toleraba ni al más pintado que le rozase, ni ligeramente, su dignidad de hombre, lo prueba cuando el fracaso de la expedición del San Jacinto, en Panamá, el año 1884, Máximo Gómez como Antonio Zambrana, le hace responsable del fracaso de esa expedición, y al efecto, le escribe una carta de alto sabor militar, acompañada de ciertas intolerables pesadeces.
Y ya sabemos como Martí contesta esa carta, advirtiéndole ásperamente al general, que admite que le dé lecciones de guerrero, pero que él no admite, ni a él ni a nadie, que le señalen el camino del deber, ni mucho menos, el comportamiento que debe observar como cubano; y termina esa carta, diciendo, que por el respeto que le merece por todo lo que ha hecho en beneficio de la libertad de su patria, a duras penas ha logrado contener el que su pluma se deslizase en un terreno personal.
Tampoco podemos olvidar, porque está al alcance de todos, la ultima carta que le escribe al mismísimo Antonio Maceo en el extranjero. En esa carta […] el espíritu del jefe, del jefe organizador de la revolución que ya ha estallado. En esa carta respira autoridad, mandato, fiero y determinante; y entre líneas, le hace comprender a Maceo el deber de acatar su fallo, advirtiéndole, que si él no puede embarcarse porque no se le pueden dar los cinco mil pesos que pide para la expedición, que confíe en los esfuerzos de Flor Crombet, quien ya se ha comprometido a llevar esa expedición con los dos mil pesos disponibles y que ya tiene en su poder, y acaba, exponiendo que él —Martí— llegará a Cuba aunque sea en una uña.
Y sigue exteriorizando en la manigua esa fuerza íntima, que vibra en él con pulsaciones irrefrenables, que sigue latente en su espíritu, que patentiza la voz del jefe, la voz del hombre valiente, cuando en la Jatía, con fecha 12 de mayo de 1895 le escribe por ultima vez a Maceo y le dice:
“Tengo mi pena, y es creer que aún no está tan bien encendido el espíritu que la pujanza de usted infundirá en todas partes de un solo paseo. ¿De qué heridos numerosos nos hablan por aquí? ¿De alguna acción brillante de usted el día en que lo ví rodeado de aquellas filas que juzgo invencibles? Eso es lo que me preocupa; que entre pronto la guerra en un plan general, —que ofenda, y ocupe al país, antes que el enemigo aún insuficiente, perezoso y aturdido,— que nos pongamos pronto en marcha para el revuelo final, — que si no dejamos condensarse al enemigo— puede ser cercano. Vea eso en mí y no más: un peleador: de mí todo lo que ayude a fortalecer y ganar la pelea.”
¿Se quiere más? ¿No palpita en esa carta la voz del jefe, que se atreve hasta exigirle al mismo Antonio Maceo, más actividad?
Desde luego, lógico es deducir que estas irascibilidades, estas explosiones de incontenible cólera, eran esporádicas y que esa iracundia que dentro de él dormitaba solamente salía a la superficie para exteriorizarse con rotundeces categóricas cuando era provocado; pero todos los que conocimos, y mejor aún, todos los que gozamos del subido bien, del privilegio inefable de tratarlo íntimamente y hasta de merecer su confianza, podemos asegurar, que su mansedumbre no tenía límites; era cariñoso, afable, y más que cariñoso y afable, tierno, dulce; no importa cuantas congojas acumulara su alma, su trato era siempre el mismo, no era de carácter tornadizo.
Tenía el peculiar hábito de darnos el criollísimo calificativo de “hijos”, y con aquellos que disfrutaban de su confianza ese el trato que les daba; hijo mío, y toda vía más paternal y más criollo aún, hijito mío. Con ese hijito mío mandaba a cualquiera a morir; y cuando ordenaba parecía que suplicaba y le entraban a uno ganas de complacerlo y de morir.
Pero no puedo terminar esta ya larga y cansada narración, sin antes hablar del Martí previsor, del José Martí que raras veces se equivocó, del Martí que conocía a su pueblo como no era capaz de conocerlo ningún otro cubano, y al efecto referiré la siguiente anécdota:
Existía en Nueva York, un club militar titulado Los Independientes de Cubanacán, cuyo cuadro social contaba noventa y tres miembros. Pero, para poder apreciar la visión profética de Martí, es preciso que el lector fije en su mente el número 93, que era el total de los socios de ese club.
Ya en las cercanías de la malograda expedición de Fernandina, Martí me ordenó, cierto día, que para la noche siguiente le reuniera 30 miembros del Cubanacán, en cas de un amigo que vivía en Brooklyn. Y acontece, que esa noche, de los 30 que yo había citado solamente comparecieron 15. Insisto en que el lector se dé exacta cuenta exacta de los números que voy anotando para que al final juzgue de como Martí conocía a sus paisanos.
Al dar las nueve y convencido Martí de que los otros 15 no comparecerían, nos agrupó y sentado a nuestro alrededor, nos dijo que pronto nos avisaría de lo que teníamos que hacer, pero que nos advertía que era muy probable que no saliéramos con vida de la comisión que pensaba encargarnos. Uno de los 15 presentes, tuvo la desgracia de arrepentirse en los últimos momentos y se dejó decir que no quería servir de carne de cañón. Martí lo increpó severamente y le dijo:
“Le agradezco su franqueza y su arrepentimiento, pero tenga entendido que si lo mando a morir es, porque también voy yo a morir, y si es posible, mandaré a mi propio hijo.”
Yo estaba apenadísimo, abochornado, yo que tanto confiaba en el valor y la decisión de mis compañeros y por lo tanto apenas si me atrevía a mirar al maestro, pero él, sagaz y astuto se dió cuenta de mi pesadumbre y me advirtió que quería regresar a Nueva York junto conmigo.
Una vez en la entrada del puente de Brooklyn me puso una mano en el hombro y me dijo: “No te aflijas, hijo mío, no ves que hemos salido ganando.” Lo miré estupefacto, pero él prosiguió: ¿Cuántos son los miembros de Cubanacán, 93 no es cierto?
Hizo una pausa y después dijo: “Pues bien, si de 93 han venido 15, eso quiere decir que se aproxima mucho a un quince por ciento, luego entonces hemos salido ganando, porque yo solamente cuento con el cinco por ciento de mi pueblo para ir a morir”.
Ahora, yo le suplico al lector que haga números: que deduzca del millón y medio de habitantes que entonces tenía Cuba: Las mujeres, niños y ancianos, y debe llegar al número de cubanos que podían ir a la manigua, y verá, con asombro, que el cinco por ciento de ese número de cubanos que podía combatir es el total de los treinta y cinco o cuarenta mil que cogimos el fusil para hacer a Cuba independiente.

Expresamente para Bohemia ha escrito Alberto Plochet esta página admirable, llena de evocaciones del Maestro, con toda la emoción temblorosa de quien —a los quince años— se unió al poeta y revolucionario.
Plochet conoció a Martí en las oficinas de la casa editorial “Appleton”, en New York, donde libraba difícilmente su subsistencia traduciendo libros de texto. Durante diez años, desde el 84 al 94, ambos vivieron unidos a diario, y Plochet desempeñó diversas comisiones que el Apóstol le encomendara.
En este artículo, el viejo mambí nos presenta a José Martí en una fase nueva y desconocida, hasta ahora, de su temperamento y su carácter: impetuoso, agresivo, violento y retador, que servirá para completar el conocimiento de la fisonomía moral de aquel cubano extraordinario que cayó con la grandeza del sol cuando se hunde en los abismos.
Bibliografía y notas
- Plochet, Alberto. “El valor personal de Martí”. Revista Bohemia. 1938.
- García Vergara, M. “Arribada Recordable.” El Fígaro Periódico Artístico y Literario, Año XXXVII, núm. 1 y 8, 1920, p. 81.
Deja una respuesta