
Una noche en Petrogrado tuve que detenerme tras el muro del Jardin Pedro el Grande para admirar dos amantes sentados en un banco, con las manos unidas, con los ojos entornados y cubiertos de nieve hasta la cintura: todo era blanco en la gran soledad del parque, los arboles secos, se alzaban como interrogaciones y la fuente de mármol era una taza donde se extendía el hielo, como la lápida de un mausoleo.
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